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«La quimera», entre los vivos y los muertos

En Cine y Series 16 abril, 2024

Eva Peydró

Eva Peydró

PERFIL

La quimera es un exquisito ejemplo de que las películas de Alice Rohrwacher crean en sí mismas un universo espacio-temporal necesario para que cobren sentido sus propuestas. Los lugares y los tiempos difuminan los límites para que aceptemos la más realista de las ficciones y la más fabulosa de las realidades, y entremos en un juego fascinante donde las claves configuran historias que traicionan su propio contexto, para abrirse y profundizar hasta donde llegan pocos cineastas. Los mundos que configura en El país de las maravillas (2014) o en Lazzaro feliz (2018) son una amalgama preciosa de pasado, presente y futuro donde los personajes, las familias y las estructuras sociales espontáneas (como familias de elección) cabalgan entre la tradición (con sus lastres y bondades) y la utopía.

En la localidad toscana de Riparbella a inicios de los ochenta, seguimos las andanzas de un grupo de tombaroli que saquea tesoros etruscos, liderado por un joven inglés capaz de localizarlos como un zahorí. Fotografiada por su habitual directora, Hélène Louvart, la película, que se estrenó en el pasado Festival de Cannes, juega con varios formatos (35 mm, 16 mm y súper 16 mm), se permite acelerar cómicamente los movimientos de sus personajes o mostrarlos como una bufonesca troupe, hermandad de ladrones, pero al mismo tiempo, nos ofrece el contraste de un peculiar romanticismo que evita con maestría entroncar con un eduardiano descendiente bastardo de las páginas de E.M. Forster.

Josh O’Connor (Arthur) protagoniza La quimera, con una interpretación soberbia que vehicula lo inclasificable de su personaje y simboliza esa desubicación en sentido amplio con la que, a través de múltiples metáforas y recursos, Rohrwacher consigue empapar su película. Con una simplicidad admirable, ya la escena de obertura nos presenta a un joven soñoliento vestido con un arrugado y sucio traje de verano, despertándose en un tren en pleno invierno, tendiendo un billete al revisor, cuyo contenido no necesitamos conocer. La presencia que llega desde la distancia se ha trasladado de un tiempo a otro, y el espectador es capaz de ver ese paréntesis invisible como si fuera un flashback. Esa sensación no nos abandonará durante toda la película, cubriéndola de misterio e insinuaciones, en una asincronía omnipresente.

Cannes

La quimera (Alice Rohrwacher, 2023).

Cuanto mayor es el compromiso de la directora con la realidad, más ahonda las raíces de su fábula, inventando un lenguaje con el que expresar su reflexión sobre el individuo y la sociedad, llegando en La quimera a un punto de no retorno con un final de una belleza cargada de simbolismo, frente al cual dudamos de la legitimidad de sentir congoja. Arthur es un personaje melancólico, a caballo del inframundo, cuya motivación es un hipnótico enigma, y que se debate entre el delito y una redentora pasión quimérica por Beniamina, ausente sin que conozcamos la causa, ya que las alusiones de su madre (Isabella Rossellini) a su regreso parecen una negación de una realidad fatídica. Flora vive en una mansión en ruinas, una tumba abierta de frescos descoloridos, entre cuyos muros se esconden los dos hijos de su criada-alumna de canto, Italia, interpretada de forma sobresaliente por una Carol Duarte (La vida invisible de Eurídice Gusmão) que desborda candor y determinación. Arthur vive en una chabola adosada a una colina, la estación de tren abandonada se convierte en refugio comunal adecentado por los desposeídos, y unos metros más abajo de todo yacen los restos de la historia que han sobrevivido a siglos de saqueo. Se trata de despojar el pasado o rehabilitarlo, o bien atrincherarse y negar el presente, o quizá de vivir el momento como un bandido que no cree en el mañana.

¿Cuál es el valor de los tesoros del pasado, cuando su legitimidad puede falsificarse y su rastro disfrazarse a conveniencia? Museos, coleccionistas y saqueadores por encargo no son el mismo tipo de delincuentes y ahí aprovecha Rohrwacher para apuntar la falta de conciencia de clase entre los últimos de la pirámide social, porque los marginales son capaces de engañar a los campesinos, mientras necesitan a los poderosos para que les compren el fruto de sus expolios. Y en medio de esa barahúnda de granujas, persecuciones y pillaje, donde los vivos viven de profanar a los muertos y su legado, al final de la aventura, un hilo (rojo) conecta el limbo del presente con el del pasado, a través de la belleza, aunque sea solo visible para Arthur, ese Orfeo atormentado, uno de los mejores retratos que nos ha regalado una directora esencial, libre y radical.

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