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Cine y Series

«Oppenheimer», destructor de mundos rehabilitado

En Director's Cut, Cine y Series 21 julio, 2023

Eva Peydró

Eva Peydró

PERFIL

Me he convertido en la muerte, en el destructor de mundos, lee en sánscrito del texto hindú del Bhagavad-Guitá Robert Oppenheimer (Cillian Murphy) a su amante Jean Tatlock (Florence Pugh), ambos desnudos, sentados cara a cara en una pausa del amor. Christopher Nolan ha rodado la primera escena sexual de su carrera y la ha sabido aprovechar, porque es casi un instante pregnante que fosiliza cuanto nos muestra e insinúa a lo largo de su película, en primer lugar, el bagaje intelectual de un científico humanista al que sus millonarios y  progresistas padres matricularon en la Ethical Culture Society School. Por otra parte, uno de los rasgos más íntimos de su personalidad, su supuesta pasión por las mujeres y, por último, la consciencia de ser un artífice determinante de un dispositivo bélico cuyas consecuencias creyó ingenuamente que podría controlar, y una culpabilidad cuya incierta expiación le acompañaría hasta su temprana muerte.

Nolan ha adaptado en Oppenheimer la obra American Prometheus, de Kai Bird y Martin J. Sherwin, una biografía definitiva del científico, ganadora del premio Pulitzer en 2006. El mito abre su película con otra cita, la que nos describe el terrible destino de quien osó robar el fuego y entregarlo a los hombres, ya que  Prometeo acabó encadenado y clavado al Cáucaso por orden de Zeus, donde un águila le devoraba el hígado cada día. A lo largo de ciento ochenta minutos, asistimos al tormento y al éxtasis de uno de los hombres que marcaron el siglo XX y contribuyeron a un nuevo orden mundial, y para escenificarlo, el director de Origen plantea su discurso a partir de la confrontación. La narración no lineal pivota alrededor de dos ejes: Fisión y fusión, que en un duelo a lo Salieri-Mozart (Strauss-Oppenheimer), enfrentan a dos hombres cuya pugna es desigual, porque uno de ellos ignora a qué se está enfrentando y no puede identificar a su némesis.

Oppenheimer

Fisión y fusión alternan en una cronología que va dosificando los flashbacks entre dos investigaciones no judiciales; la primera, en 1954, apoyada en el macartismo e instigada por Lewis Strauss arranca con el pretexto de una supuesta renovación de la credencial del científico para seguir en el Comisión de Energía Atómica de los Estados Unidos (AEC), de la que el filántropo y político es presidente. La denegación de esta acreditación basada en la supuesta filiación comunista de Oppenheimer sería revocada en 2022, por la secretaria de Energía, afirmando que se había seguido un «proceso defectuoso» y que su lealtad estaba fuera de toda duda, pero la enemistad de Strauss, promotor de la energía atómica y presidente de la comisión, y la competencia científica con los defensores de la bomba de hidrógeno, convirtieron a Oppenheimer en un mártir al que la Historia rehabilitó.

A lo largo de las sesiones, filmadas en blanco y negro, como un inserto que remarca los palos en las ruedas de su desempeño, Oppenheimer se nos muestra tímido, apocado, su mujer Kitty (Emily Blunt) le recrimina su pasividad, su indefensión, probablemente aprendida, se somete a la humillación de la misma forma en que se sometió en su infancia al bullying escolar, sin rechistar. La personalidad del «padre» de la bomba atómica se nos aparece torturada, su delgadez, sus ojos (los del científico eran todavía más grandes que los del actor) componen un héroe/anti-héroe sacrificado, que el director exalta en el más puro respeto a las claves del biopic hollywoodiense, a pesar de sus luces y sombras.

Oppenheimer

Los rasgos que definen al Oppenheimer de Nolan son un claroscuro que nos lo muestra psicológicamente inestable en su juventud —a través de la anécdota de la manzana envenenada, que nos recuerda a Turing, otro mártir de la intolerancia—; a pesar de su timidez y su reconocida falta de habilidades sociales consigue manejarse entre militares y científicos y liderar con éxito a su equipo; por otra parte, su sorprendente ingenuidad le hace vulnerable. En cuanto al perfil político, su solidaridad con el comunismo y la república española son un compromiso personal; pero no militante, reforzando ese individualismo retraído opuesto a lo gregario.

El ilegítimo interrogatorio al que se le somete tiene por objeto su aniquilación, la humillación y el descrédito, un acoso cuyo colofón remataría Truman tras su entrevista en el despacho oval, cuando le calificó de llorón por haberle confesado que tenía las manos manchadas de sangre. Los intentos de Oppenheimer de influir en las condiciones en que se debía producir el bombardeo se revelan inútiles, nadie le escucha, en una conversación que parece sacada de Catch 22 (Joseph Heller), cuando los generales  americanos rechazan evacuar un pueblo italiano que va a ser atacado por los aliados, justo para liberarles.

Oppenheimer

La escena que muestra la reacción de Oppenheimer observando el test Trinity, lógicamente no cuenta con el recurso expresivo de sus ojazos, que cubre con gafas de protección, mientras resguardado en una caseta observa por una pequeña abertura la explosión. Sin embargo, la impresión transmitida al espectador no es menos impactante que la de Kurt Gerstein, el oficial de las SS que en Amen (Costa-Gavras, 2002) echa un vistazo distraído a la mirilla de la parte trasera de un camión, para descubrir horrorizado los efectos del Zyklon B, cuya distribución conocía, pero cuyo uso ignoraba. Un momento puede convertirnos en otra persona y un gesto, revelarlo.

Christopher Nolan es el Einstein del cine contemporáneo, ni el espacio ni el tiempo tienen secretos para él, pero ahora demuestra también que puede moverse con la misma brillantez en todas las escalas y, además, conjugarlas. El intimismo del retrato y la grandiosidad de su relato parecen tejidas en un mismo bastidor, con un equilibrio admirable.

Y ahora llegamos a la fusión, donde Nolan se reserva su truco final. La segunda investigación que nos muestra tiene lugar en el Senado donde, también en un dramático blanco y negro, Lewis Strauss se somete en 1958 a las audiencias, supuestamente de trámite, conducentes a su nombramiento como Secretario de comercio. Todo cobra otra dimensión, las miradas, los silencios, revisten su significado real y aquello que hemos visto adquiere un sentido. Lo que fue, lo que nos pareció y las intenciones se desvelan y el thriller emocional y político explota casi quince años después de la bomba atómica.

Aunque Oppenheimer no sea La mejor y más importante película desde lo que llevamos de siglo, como apreció Paul Schrader —fascinado por un personaje tan afín a las personalidades complejas e inadaptadas que habitan su cine—, es una epopeya espectacular y un retrato conmovedor, fotografiado por Hoyte van Hoytema —nominado al Oscar por Dunkerke (2017)— con un tratamiento del color hermoso e impactante, editado por Jennifer Lame, aunque algunos primeros planos resultaran expresivamente redundantes, así como la música de Ludwig Göransson, cuya presencia abruma en demasiados momentos.

La película, que probablemente valdrá un Oscar para Robert Downey Jr., que encarna a un impresionante Lewis Strauss, cuenta con un reparto en estado de gracia, encabezado por un Cillian Murphy entregado y mesurado, secundado por Emily Blunt, Florence Pugh, Benny Safdie (Edward Teller), Matt Damon (Leslie Groves), Josh Harnett, Matthew Modine, Casey Affleck, Gustaf Skarsgard, Kenneth Branagh, Rami Malek y la aparición estelar de Gary Oldman como Harry S. Truman.

Oppenheimer despliega la épica del relato, desciende en vuelo rasante a la intimidad de su personaje, sin rehuir la cuestión moral ni el posicionamiento, y ciertamente eleva la filmografía de Nolan sin romper las reglas.

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