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Motivos para seguir amando a Beth Orton

En Música 15 junio, 2016

Carlos Pérez de Ziriza

Carlos Pérez de Ziriza

PERFIL

La cantante británica Beth Orton se reinventa en un sexto álbum que nos sirve para recordar por qué es una de las voces más audaces de los últimos veinte años.

Ha nadado casi siempre entre dos aguas. Entre su Gran Bretaña natal y su Norteamérica de adopción. Entre el folk y los destellos de electrónica. Ha obtenido el beneplácito de la industria en más de una ocasión. Pero puede que, precisamente por ello -y por haber despachado solo seis álbumes en más de dos décadas- , el nombre de Beth Orton rara vez asome cuando nos ponemos a censar a las mujeres que más y mejor han modelado, a su pleno antojo, el legado de las grandes damas de la canción de raíz norteamericana. Su fabuloso nuevo álbum, Kidsticks (ANTI/PIAS), nos la devuelve en su versión más audaz. De nuevo barnizando de auténtica modernidad sus embriagadoras melodías, dando además una lección de versatilidad vocal y estilística. Un nuevo trabajo que nos sirve para echar la vista atrás y recordar unas cuantas razones por las que vale la pena rendir fidelidad absoluta a una mujer que estuvo a punto de dejar la música hace bien poco.

Cuando aún términos como folktrónica o incluso weird folk no estaban ni inventados, ella ya había destacado por asociarse con Andrew Weatherall, Victor Van Vugt, William Orbit o The Chemical Brothers para dar algunas pinceladas de voz a álbumes ajenos o para embutir sus seductoras letanías acústicas en ropajes electrónicos. Su debut, SuperPinkyMandy (Toshiba/EMI, 1993), pasó muy desapercibido, pero Trailer Park (Heavenly, 1996) ya fue una bocanada de aire fresco que llegó en el mejor momento posible, cuando el lenguaje del rock y el de la electrónica parecían más hermanados que nunca.

Su secuela, Central Reservation (Heavenly, 1999), fue aún más aclamada, desnudando la mayoría de sus argumentos a la esencia acústica propia de esa intersección tan suya entre folk, blues y tonalidades jazzies. Aún así, tampoco se olvidó de reclutar a ayudantes como Ben Harper, Terry Callier, Dr. Robert (The Blow Monkeys) o Ben Watt (Everything But The Girl). Y si este último ya había visto cómo una remezcla de Todd Terry había propulsado su carrera -junto a su mujer Tracey Thorn- a inesperadas cotas de popularidad (la de “Missing”, en 1995), revestía plena lógica que ahora fuera él quien le diera a “Central Reservation” -el tema central del álbum- sus cuatro minutos de gloria con otra remezcla deliciosa: se convirtió en uno de los himnos dance de finales de los 90, cuando tras el esplendor de las raves y la resaca del sonido big beat se imponía la calma de cualquier amanecer diáfano. El mejor bálsamo posible para encarar el bajón. Por algo a Beth Orton la llamaban The comedown queen en algunos medios británicos.

El equilibrio entre ritmos electrónicos y una querencia folk cada vez más amable se sostuvo en el imponente Daybreaker (Heavenly, 2002), un disco con colaboraciones de Ryan Adams, Johnny Marr y Emmylou Harris, que también fue carne de remezcla, un año más tarde, en manos de Roots Manuva, Four Tet o Two Lone Swordsmen en aquel The Other Side of Daybreak (Astralwerks, 2003). Pero cuando le dio por volver al registro más acústico en estado puro, también se las apañó para gestar discos tan seductores como Comfort of Strangers (Astralwerks/EMI, 2006) o Sugaring Season (ANTI/PIAS, 2012).

Arrostrando secuelas de una adolescencia problemática, aquejada de por vida por la enfermedad de Crohn (una dolencia crónica del intestino) y ahora volcada en la crianza, junto a su marido Sam Amidon (otro excelente músico a la hora de pervertir la tradición folk), del hijo de pocos años que ambos tienen en común, Beth Orton ha vuelto con el recién estrenado Kidsticks (ANTI/PIAS, 2016): un disco que suena exactamente como debe sonar la música pop en pleno 2016. Un trabajo que desmiente que la vida hogareña, asentada en procesos más bien rutinarios, haya de contradecirse con el deseo de explorar nuevos territorios sonoros o constituir motivo alguno para que la inspiración se seque.

Porque suena cálido y audaz a la vez. Familiar y aventurado. Inquietante y jubiloso. Radical y satinado. Sumen esta vez a la lista de cooperadores necesarios a Andrew Hung (Fuck Buttons), David Wrench (Caribou, FKA twigs), George Lewis (Twin Shadow) o Chris Taylor (Grizzly Bear). Y el resultado es una remesa de canciones en cuya valoración crítica empiezan a asomar -y con razón- nombres tan dispares como los Talking Heads de Remain in Light o la Kate Bush de Aerial. Un álbum, en cualquier caso, de una belleza que parece casi sobrenatural. Compuesto de melodías para levitar.

 

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