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Cine y Series

Barbarella en el planeta de los 2001 simios

En Con vistas al mal, Cine y Series 24 abril, 2018

Ángel Pontones

Ángel Pontones

PERFIL

Charlton Heston, es decir George Taylor, es decir Ulises Merou, camina por una pendiente basáltica creada por un escritor francés llamado Pierre Boulle y adaptada a la pantalla por un director estadounidense llamado Franklin J. Schaffner, con agua y víveres tasados, seguido a unos pasos de distancia por dos compañeros de expedición a los que desprecia.

Su personaje es un cínico que comprende demasiado bien de dónde viene, aunque no tenga aún idea de dónde se encuentra. La cima de esta cumbre se le antoja tan lejana como sujetar un Winchester en un púlpito de la Asociación Nacional del Rifle, pero aún es 1968 y, por entonces, Heston es solo un mito que se dedica a ayudar a levantar pequeñas producciones de gente interesante, como este Planet of Apes. Hace mucho que le están tentando con la golosina de un Julio César british, arropado por un reparto verdaderamente grande, pero su cansancio le hace dar largas.

El planeta de los simios (Franklin Schaffner, 1968)

Ya son cuatro años metido en una máquina del tiempo, que le ha llevado del medievo más feudal a la Capilla Sixtina y de Nuevo México al Canal de Suez, y de ahí de vuelta a las praderas de Wyoming. El salto espacial en el que ahora se encuentra le está sentando bien, aunque a ratos debe esforzarse por disimular que no sabe lo que hay al otro lado de esta especie de Timanfaya, un mundo a la inversa donde hombres y mujeres son mascotas a merced de una sociedad de simios.

El paisaje que le espera es parecido pero diferente. Aunque siga siendo pedregal hasta donde alcanza la vista, ni la luz ni los personajes concuerdan. El simio que tiene a unos pasos de distancia no monta a caballo, ni viste galones, ni comanda una cacería de humanos, pero ha recibido hace bien poco una sesión de rayos UVA, muy particular, que le ha permitido salvar varias eras de conocimiento de una sola tacada. Heston (o Taylor, o Merou) se acomoda en una pared de roca mientras repasa mentalmente un guion que, al parecer, no recuerda.

Mientras, en el centro de un sencillo osario, nuestro aprendiz de Australophitecus va manejándose con un fémur pelado, con el que golpea un costillar de huesos, haciéndolos saltar en varias direcciones, como si tocara las teclas de un piano evolutivo. Su expresión es insondable, una mezcla de furia y éxtasis. Dentro de este disfraz se mueve Daniel Richter, mimo callejero y montañero profesional al que se le ha contratado para la escena con toda su troupe, dado que el sindicato simio se había subido a la parra con sus reivindicaciones. Posteriormente a esta experiencia, Richter convivirá un tiempo con Yoko y John, y sugerirá a este que se afeite en el videoclip de Imagine.

Uno de los huesos vuela durante más o menos un millón de años hasta convertirse en una moderna maqueta de aeronave (para 1968), donde el Doctor Heywood Floyd debe mantener un suspense de 20 minutos (cinco de ellos ayudado por Johann Strauss), antes de revelarnos la evidencia de un primer contacto con una civilización extraterrestre, concretado en un extraña tableta gigantesca de Suchard, llamada el monolito por los críticos de cine, y que ha aparecido en uno de los cráteres más populares de la Luna, Tycho.

2001: Una odisea del espacio (Stanley Kubrick, 1968)

18 meses después de aquello y en una habitación aparentemente insonorizada, Dave Bowman y Frank Poole, astronautas, trazan un plan para desconectar al ordenador de a bordo, al mismo tiempo que los actores que los encarnan, Keir Dullea y Gary Lockwood, con la aquiescencia de buena parte de los directivos de la Metro Goldwyn Mayer, planean desconectar a Stanley Kubrick, que amenaza con arrojar sus prometedoras carreras por un sumidero. Solo la fascinación morbosa por ver cómo acabará toda esta inversión en tiempo y dólares, les lleva a todos a centrarse en el primer objetivo, adelantarse a los movimientos de una computadora hiperrevolucionada de la serie 9000, consciente por primera vez de su existencia, y del exceso de carga que suponen sus dos tripulantes.

Stanley Kubrick

Kubrick necesita llegar a un nuevo y último salto evolutivo antes de la temporada de verano, con el fin de aprovechar el hype que arrastra toda la producción. Arthur C. Clarke, autor del relatito original en el que se ha basado 2001, a Space Odissey se ha retirado a vivir hace años a Sri Lanka, y no deja de meterle prisa con la cantinela del monzón, que después de Junio no le va a permitir acudir al estreno londinense.

A 40.000 años de distancia, pero igualmente en 1968, el doctor Duran Duran, cuyo nombre ha adoptado de un antiguo y letal experimento secreto de la CIA llamado “música de los 80”, ha inventado un arma de destrucción igualmente masiva, destinada a acabar con nuestro planeta. El gobierno terrestre sabe que la aventurera espacial Barbarella es su única posibilidad y Jane Fonda, tras consultar vestuario con Paco Rabanne –a falta de guion– accede a intentar detener al sabio loco acudiendo al planeta Lithion (Monolithion en la versión inglesa), donde Roger Vadim, director, marido y manager, le ha sugerido que ocupe el resto de la filmación poniendo caras, explorando su sexualidad y estrellando su nave las veces que sea posible. En una de estas, encuentra su objetivo, que ahora vive en la ciudad capital de Sogo y trabaja como funcionario al servicio de la corona y de la soberana del lugar, Gran Tirana, que ha adoptado su nombre de las obras de ampliación de la capital de Albania.

En su transcurrir por la ciudad, Barbarella es atrapada y examinada (aunque no es necesario) por el doctor Zaius, el cual parece demasiado ocupado abroncando a su ayudante Aurelio, amenazándole con cortarle el presupuesto en investigación si se le ocurre decirle una palabra a Heston respecto a la Estatua de la libertad. Finalmente, Barbarella es conducida a una máquina que extermina a base de producir orgasmos, y que Woody Allen piensa alquilarle a Vadim para una idea que se le ha ocurrido, pero en ese momento crítico en que parece no vislumbrarse la menor esperanza de salvación, alguien arranca descuidadamente una hoja del calendario, y llegamos a mayo del 68.

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