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Bob Dylan y el arte de convencer

En Música domingo, 23 de mayo de 2021

Óscar Carrera

Óscar Carrera

PERFIL

Parece arriesgado afirmarlo, pero desde aquí sostenemos que el raro tío Bob, que cumple ochenta años, es el compositor más importante que ha dado la música popular del pasado siglo. No el mejor letrista o el mejor poeta (exageraciones cada vez más frecuentes en la cultura mainstream), sino compositor de los de melodías y acordes. Ello no indica que sea el que más escuchemos, ni aun el que más disfrutamos, pese a que cuando lo disfrutamos es de una forma muy peculiar. En un imaginario podio de músicos favoritos no duden que lo colocaríamos por debajo de la tríada primera, y sin embargo es mejor compositor que todos ellos. ¿Cómo se explica esto?

Empecemos diciendo que Bob Dylan tiene el récord de canciones que parecen mediocres hasta que otros las versionan. Por ejemplo, en nuestros inicios se nos pasaba por alto en cada vuelta del Another Side un tema llamado “My Back Pages”… hasta que se lo escuchamos a los Byrds. Ahora es el que más nos place de ese disco agridulce. Y no es cosa nuestra: algunos de sus temas más conocidos (“Blowin’ in the Wind”, “Mr. Tambourine Man”) sólo fueron hits oficiales cuando otros le echaron una mano. No fue hasta 2020 cuando una interpretación suya alcanzó el número uno. ¿Qué tienen sus canciones que empiezan a vender cuando un tercero simplemente las versiona? O quizás, ¿qué tiene él que no es capaz de mantener largo rato nuestra atención sobre ellas? Ojo, pues lo inverso también sucede, y en consecuencia llevamos decenios sufriendo el dogma de que versionar una canción de Dylan (que al fin y al cabo puede ser cualquier cosa en su minimalismo) es un éxito asegurado, sobre todo si se trata de Knockin’ on Heaven’s Door”. También llevamos largo tiempo bajo el sesgo de que una canción “a lo Bob Dylan” es buena de por sí (el propio Dylan ha sido de los que han abusado de esto). La gran pregunta es: ¿por qué son tan volubles?

Bob Dylan

Él era de carácter voluble, pero sobre todo era prolífico, y los textos que acompañan algunos de sus temas de la época dorada entre 1963 y 1967 se encuentran entre los más bellos de su década. Esgrimen la colonia exótica del Beat y, al mismo tiempo, los pantalones manchados de arena del Midwest. Es un candil del tamaño de un sol para esa generación que comenzó la aventura desde lo más lejano para alcanzar lo más íntimo. En el caso del carca (psicodélico) de Dylan, la América profunda. Y sí, hacía muchas canciones, pero también insistía en colarnos blues y sueños de relleno incluso en sus cumbres y, aunque su genio prolijo fuera genuino, ¿qué más da? Decir que “era un genio” no significa nada. Muchos de los grandes artistas hicieron sólo un obra o unas poquísimas y luego se dedicaron al digno oficio de vivir, que, como explicaba Sábato, no es poca cosa.

Como decíamos, Dylan lleva desde los años setenta insistiendo en el modelo de canción que le dio tanta fama, a veces con resultados notorios y otras no tanto; desvelando, en todo caso, su forma de aproximarse a la composición: dar vueltas a los dichosos cuatro acordes y a ver qué sale. Pues sus tonadillas más maravillosas suelen consistir en los mismos acordes, a veces casi en el mismo orden (véase “Girl from the North Country”/”Boots of Spanish Leather”), ninguna revelación. Tanto se ha hablado sobre la sinceridad de la poesía comprometida de su primera etapa, en la que alegremente se le oía afirmar que escribía lo que la gente quería oír, mientras pasábamos por alto su triquiñuela de conjugar unos pocos acordes y superponerles una melodía con ganchos y giros calculadamente efectivos. ¿Acaso este acercamiento a la creación excluye el sentimiento? Es algo tan imposible de medir y absurdo de discutir como lo otro, pero al menos suena un poco más original.

Bob Dylan

Y no hablemos de su voz de “arena y pegamento”, tal como la describiera otro pez escurridizo. Hoy día es marcador de clasicismo, pero ¿acaso alguien podía defender, cuando empezó, que el chico tenía una voz privilegiada? Y, aunque se pudiera disfrutar de ella, ¿cantaba bien? Se le notaba la impericia, podía desafinar en directo y llegaba a perder el ritmo. Como armonicistas amateur podemos atestiguar que algunas de esas melodías que pueden poner los vellos de punta consisten en un inspirar y espirar al tuntún por los agujeros, cosa que no desentona gracias a la ausencia de cualquier complejidad tonal en la estructura de la canción.

Tampoco es un artista que nos resulte agradable a la escucha durante demasiado tiempo. Mucho tiempo sin Dylan suele generar una especie de anhelo que se ve satisfecho de cuando en cuando, pero a ver quién es el listo que aguanta un mes entero escuchándolo sin parar. Un folkie fanático como los que iban a mutilar su guitarra eléctrica con un hacha. O peor, los que automáticamente colocan cualquier baba de senectud de un artista entre lo mejor de su historia. Y no es por lo desnudo de la interpretación, pues con otros sí podemos llevarnos meses encerrados siempre que haya una guitarra y canciones y una habitación.

Bob Dylan

Dylan conocía qué bases hacían falta para conmover a cualquiera, esto es, las bases del folk americano e irlandés, del country, del blues, de la espiritualidad negra… Las conocía más que bien, y por ello su lista de canciones “inspiradas” en composiciones ajenas es bastante extensa. Su segundo disco, uno de los más completos, tiene pocas canciones que de momento continúen libres de la sospecha de este juego de referencias.

Hemos llegado entonces a la conclusión de que el Dylan que conquistó el mundo era un intérprete del montón, un compositor que iba a lo fácil —aunque conseguía ocultarlo bien: uno de los acompañantes de las sesiones del Highway 61 Revisited afirmaba que era el hombre con más acordes en la chistera de cuantos había conocido— y un pillo en la elección de temáticas y melodías. Y sin embargo…

Y sin embargo…

Y en ese “sin embargo” está contenida la respuesta. En su versión de “All Along the Watchtower”, U2 añadían: Todo lo que tengo es una guitarra roja, tres acordes y la verdad. Ya sabemos que tiene tres acordes, los suficientes para conmovernos a nosotros, seres de sentimientos simples al fin y al cabo, niños amantes del blockbuster, pero ¿qué verdad será esa?

Bob Dylan

Es público y notorio que, por mucho que uno combine aquellos tres acordes, difícilmente le saldrá algo memorable, y nunca algo que suene tan joven y tan viejo, que pudiera ser de los años sesenta o de siglos ha. Ni siquiera el propio Dylan podía hacerlo más que de forma excepcional. Sólo que esas formas excepcionales se concentraron en un pequeño número de años (casi en 20 meses, el grueso). No hace tanto declaraba en una entrevista que lo que fuera que lo poseyera entonces hacía mucho que se había ido, una declaración completamente atípica para quien se jactaba de haber compartido blues con leyendas con las que nunca se cruzó y de haber vivido una vida tan extraordinaria que haría falta una película donde lo encarnaran seis actores para rendirle justicia.

Et pourtant… Dylan nos muestra que en lo mínimo está lo máximo. Que lo imposible de imitar no es lo intrincado, pues lo intrincado sigue una lógica (intrincada) y esta se puede comprender. Que de esos barros estos lodos, pero de estos apestosos lodos ese agua clara. Y que incluso de la voz más sui géneris puede brotar una melodía cautivadora. Y, a diferencia de los que se las daban de rebeldes o filántropos, él acabó demostrando que pasaba de todo. De pocas personas se sabe tanto y tan poco. Pero no importa, la música está ahí para quien quiera oírla.

Era un impostor, sí. Su música es una farsa, sí. Hagan, insistimos, la prueba de las 48-horas-Dylan si no la han hecho ya, y verán que su originalidad y variedad decrecen hasta casi desaparecer. Que se tomara “en serio” o no lo que hacía, eso nunca lo sabremos. Pero pocos han conseguido poner tan de relieve que todo arte es una farsa a base de hacer gran arte, clasicista, intemporal, y no dadá. Y más en la música, cuya matematicidad es mucho más evidente que la de una novela. Y, dentro de la música, más la música popular de este siglo, cuyas sumas ni tienen decimales. Que siempre finge querer cambiar el mundo pero en realidad lo hace para conseguir drogas, poder, dinero, mujeres. Es un velo que nadie ha levantado de forma tan brusca como él. En concreto, sucedió el 25 de julio de 1965.

No se nos malinterprete. Nos encanta su voz, nos encantan sus solos de armónica, pero eso no quita que los consideremos técnicamente perfectibles. Precisamente en esta inadecuación a las categorías que sirven para los demás es donde radica su encanto, lo que hace de él el mejor compositor del siglo XX. Sólo sucede cuando nos gusta algo por un no sé qué irresistible que solo nosotros encontramos. Bob Dylan es la universalización de ese sentimiento. Es, por tanto, un consenso intersubjetivo. No es poca verdad, en estos tiempos que vivimos.

Esto es lo que nos muestra ese “sin embargo”, pero no lo que Dylan es. Lo que es, el alma, el Espíritu, el Ba, el Ātman, el Nafs, los Hun y Po, no los encontrará usted en este artículo, y mucho menos en su música.

¡Y qué pena de aquellos que pretenden que los suyos sí se encuentran!

¡Tanto en tan poco!

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