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Magos y adivinos: los críticos

En Cultura 27 julio, 2022

Óscar Carrera

Óscar Carrera

PERFIL

Los romanos adivinaban el destino de las batallas dando de comer grano a unos pollos sagrados traídos de la isla egea de Negroponte. Que los animales picaran de él indicaba que los dioses favorecerían a las tropas romanas; que no lo hicieran era un mal presagio, pero podemos imaginar que, tratándose de pollos hambrientos y de grano, esta ocurrencia era menos habitual. Una ocasión tal fue la batalla de Drépano (249 a. C.), que se libró entre romanos y cartagineses. Los pollos ni siquiera salieron de sus jaulas y el general Publio Claudio Pulcro mostró su desacuerdo ordenando que los arrojaran al mar: Para que beban, ya que se negaron a comer (ut biberent, quando esse nollent). Aunque así, desde la distancia histórica, tenga su gracia, semejante acto de impiedad contra los dioses y contra sus gallináceos representantes horrorizaría a las tropas, y quizás terminó de convencerlas de que de nada servía luchar, sellando la victoria de los cartagineses.

En la antigua China tuvo lugar un conflicto que se resolvió por medios más pacíficos. Los habitantes de la ciudad de Tsuen-cheu-fu eran asediados continuamente por sus vecinos de Yung-chun. Consultaron a un maestro de feng shui y este les dijo que la razón era que Yung-chun tenía forma de red de pescar, mientras que Tsuen-cheu-fu parecía una carpa. Era por eso que la primera ciudad “capturaba” siempre a la segunda. Les recomendó construir dos majestuosas pagodas en el centro de la ciudad, que, con sus altos picos, romperían la “red” cuando cayera sobre la “carpa”. Desde entonces, los habitantes de Tsuen-cheu-fu vivieron en paz y armonía. O eso se decía.

La magia, la hechicería, la adivinación, la astrología o la geomancia están presentes de un modo u otro en las culturas humanas. No sabemos de un tiempo en que el ser humano se haya permitido prescindir de alguna de sus innumerables variedades. Durante milenios, el consejo de un astrólogo, la predicción de un adivino o la amenaza de un brujo pudieron bastar para construir y demoler edificios, producir y detener casamientos, realizar y evitar sacrificios, acumular y regalar fortunas, terminar guerras y emprenderlas… Sin embargo, para el que no crea directamente en ellas, es difícil explicarse la extraordinaria diversidad, influencia y prestigio de que siempre han disfrutado estas artes hoy tan cuestionadas.

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Hermes Trismegisto.

Algunos optan por ver la magia como una tecnología fallida y la adivinación como una ciencia fallida. Los hombres del pasado —y los que en el presente carecen de unos mínimos conocimientos científicos— expresarían, al cultivarlas, su frustración por no poder alterar a su antojo las leyes de la naturaleza o el curso de los acontecimientos, obteniendo así consuelo emocional. Es la tesis evolucionista de sir James George Frazer:

La magia es un sistema espurio de leyes naturales así como una guía errónea de conducta; es una ciencia falsa y un arte abortado (…) Las ceremonias mágicas no son otra cosa que experimentos fallidos y que si continúan repitiéndose es solo porque (…) el operador ignora su fracaso. Con el avance del conocimiento, estas ceremonias o dejaron de ejecutarse por completo o se mantuvieron por la fuerza del hábito mucho tiempo después de haberse olvidado el propósito con que fueron instituidas. Así, cayendo de un alto rango, dejaron de ser consideradas como ritos solemnes, de cuya puntual observancia dependía el bienestar y hasta la vida de la sociedad, y se hundieron gradualmente al nivel de simples espectáculos, mojigangas y pasatiempos, hasta llegar a un grado final de degeneración, en que son totalmente abandonadas por la gente formal, aunque en otro tiempo fueran la ocupación más seria del sabio, degenerada al fin en un fútil juego de chicos (La rama dorada, Ciudad de México, 1993, pp. 34 y 375).

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«La rama dorada», J. W. Turner.

Sobre la adivinación, nos servimos de la opinión de Jesús Mosterín:

El pensamiento arcaico no disponía del sofisticado instrumental teórico de la ciencia moderna y era incapaz de hacer predicciones científicas. Pero la ansiedad humana por el futuro ya estaba presente y sólo podía ser mitigada por algún tipo de predicción. Este tipo de predicción arcaica es la adivinación (Historia del pensamiento: el pensamiento arcaico, Madrid, 1985, p. 122).

Desde este punto de vista, si las artes mágicas y adivinatorias fuesen válidas o correctas en algún sentido, habrían dejado de ser lo que son y se habrían convertido automáticamente en ciencia. El paso de las unas a la otra supondría un espectacular salto teórico y técnico, pero respondería fundamentalmente a las mismas necesidades y objetivos.

No cabe duda de que los descubrimientos de la ciencia moderna desfavorecían a estas viejas artes, que pronto empezaron a parecer desfasadas. Muchas tradiciones astrológicas (no, como suele pensarse, la mesopotámica) eran geocéntricas, es decir, presuponían que la Tierra era el centro del cosmos y que los astros giraban a su alrededor. La ciencia moderna nos dice que la Tierra gira alrededor del Sol, e incluso que el paso de los milenios ha alterado su eje y, en consecuencia, los signos del antiguo zodíaco ya no se corresponden necesariamente con sus respectivas constelaciones.

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Hacia el siglo XIX, los descubrimientos de Copérnico o Darwin habían empequeñecido tanto la posición del ser humano en el cosmos que la presunta relación de nuestras pequeñas penas y alegrías cotidianas con los astros del cielo, en un tiempo ampliamente reconocida y temida, era ahora objeto de burla y escarnio. Así la condenaba en Arthur Schopenhauer, que no solía ahorrarse palabras:

Una prueba maravillosa de la subjetividad miserable de los seres humanos, que hace que estos lo refieran todo a sí mismos y pasen desde cualquier idea a sus propias personas sin solución de continuidad, lo proporciona la astrología, que retrotrae el movimiento de los grandes cuerpos celestes al pobre yo, y vincula los cometas con las trifulcas y necedades terrenales (Parerga y Paralipómena: “Parénesis y máximas”, 26).

Si los signos zodiacales y las figuras de la astrología han fluctuado con el paso de los siglos, aún más ha variado su interpretación. Un ejemplo cercano a nosotros es la Era de Acuario, que sus profetas suelen entender como una nueva era astrológica que supondrá un salto cualitativo en el progreso espiritual de la humanidad (al menos, así lo entienden aquellos astrólogos que no profetizan el fin del mundo para esas mismas fechas). Un cambio tan drásticamente beneficioso no podía menos que ubicarse en la época en la que vivía cada adivino. Si nos vamos al esoterismo decimonónico, H. P. Blavatsky, fundadora de la teosofía, anunciaba la Nueva Era para 1900; August Vandekerkhove, fundador de la cosmosofía, se le adelantaba sólo una década. Rudolf Steiner también fundó una (antropo)sofía, pero se distinguía de sus colegas por ubicar la gran Transición astrológica en un muy futuro año 3573. En ambientes hippies de los años sesenta, la Era de Acuario daba comienzo en la Década Prodigiosa. Recientemente se han propuesto 2000 y 2012. En cualquier caso, sirve como prueba de la falta de consenso entre los astrólogos, que no siempre se han puesto de acuerdo en su interpretación de unos hechos que ya de por sí son cuestionados por los escépticos.

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La magia tampoco ha dado lugar a un consenso universal. Lo que en un lugar es tabú, en el otro alarga la vida. Nos cuenta el citado Frazer que los zaparos de Ecuador rechazaban la carne del tapir o el pecarí porque les transmitiría la lentitud y torpeza de esos animales a la hora de cazar. Por la misma razón, los caribes o los africanos fang no probaban la tortuga. Mientras tanto, los bosquimanos, antes de salir a cazar, se atiborraban de animales lentos, pensando que llevándolos en su estómago lo próximo que vendría a llenárselo también sería de movimientos torpes. ¿Transmiten los animales lentos su lentitud al que los consume o a las presas del que los consume? Zaparos, caribes o fangs podrían haberse enzarzado en un interesante debate al respecto.

Si damos por cierto que la magia se guía por leyes imaginarias, y por consiguiente no acierta salvo por casualidad; y otro tanto para la adivinación, de cuyas discrepancias podríamos facilitar multitud de ejemplos adicionales; entonces, ¿cómo es que todas las culturas humanas han creído, y en su mayoría siguen creyendo, en estas técnicas y doctrinas? En otras palabras, ¿dónde se ubica la intersección entre las supuestas “fantasías” de la magia y los presuntos “hechos” de la realidad empírica? Una respuesta tentativa podría ser que, además de posibilidades contingentes como ganar la lotería, tener dicha en amores o arruinar a un enemigo, existen muchas otras cosas que son inalterables por naturaleza y que, sin embargo, se atribuyen al poder de la magia o al acierto de la adivinación. Lo que la ciencia moderna cree inevitable, la magia cree haberlo provocado ella misma. Veamos un ejemplo.

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Wheel of Konark. Orissa (India)

Algunas culturas han creído que determinados ritos afectan, para bien o para mal, al comportamiento del sol, incluso que ellos y no otros son los causantes de que este astro —que según la ciencia moderna tiene casi 700.000 kilómetros de radio— siga apareciendo en el horizonte terráqueo por las mañanas y desapareciendo por las noches. Frazer relata (¿será cierto?) que el soberano del antiguo Egipto caminaba diariamente alrededor de un templo para asegurar al astro rey una marcha sin eclipses u otros contratiempos. Los hindúes, aunque ya no cuentan al dios sol (Sūrya) entre sus predilectos, siguen acompasando sus pujas rituales con el amanecer y el atardecer.

Pero quizá la más cruda dilapidación de medios para obtener algo que la astronomía contemporánea cree garantizado durante los próximos 5.000 millones de años sea la de los aztecas, que realizaban sacrificios humanos para renovar el sol. Cada 52 años se celebraba la Ceremonia del Fuego Nuevo, con el fin de evitar que colapsara el universo. Para aderezar dramáticamente lo que la astronomía moderna entendería como la llegada de un día cualquiera, se apagaban todos los fuegos y se sacrificaba a un ser humano en lo alto del actual Cerro de la Estrella (Ciudad de México). Luego se iban encendiendo hogueras por todo el pueblo, en templos y en hogares particulares, y el amanecer del día siguiente era recibido con suma devoción y regocijo, en contraste con la indiferencia que debía de sentir en ese mismo momento la mayor parte de la humanidad.

¿Nadie cuestionó nunca la efectividad de este rito? El temerario que lo hiciera se enfrentaría con otra de las dificultades de abordar los ritos: en los lugares en los que aún se cree en ellos, la propuesta de detener o variar las celebraciones, aunque fuera una sola vez, para comprobar si se producen o no sus consecuencias —propuesta que desde fuera nos puede parecer razonable— es tratada, en el mejor de los casos, como una muestra de locura o mala fe: son la Tierra y la supervivencia de la especie humana las que están en juego. Solo cuando ya no se cree del todo en la efectividad de los ritos se puede jugar con ellos. Eso hacemos nosotros ahora, seleccionando ejemplos de una literatura crítica con ellos. Pero puede que haya más en la magia que simples explicaciones naturalistas.

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