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Cultura

«Cuadernos perdidos de Japón», de Patricia Almarcegui

En Hermosos y malditas, Cultura 1 junio, 2021

Jesús García Cívico

Jesús García Cívico

PERFIL

Las islas del Japón parecen el lugar propicio tanto para la pérdida como para el descubrimiento. La otra cara del aislamiento secular y de los desvelamientos intermitentes —desde la política del periodo Meiji al tratado de Kanagawa impulsado por el comodoro Perry—, de la apertura radical a la otredad y de las mermas en la comunicación que tan bien supo reflejar Lost in Traslation, el conocido film de Sofia Coppola, la experiencia japonesa ha constituido tanto un hallazgo como un quebranto de las certezas que los viajeros traían consigo: bamboleos, temblores de una sísmica interna, oscilaciones, perplejidades, cuestionamiento del sentido de la vida que llevamos hasta ahora, fluctuaciones de la fe, dudas sobre la identidad.

Efectivamente, Japón es siempre una revelación. Es lo que ocurrió en la década de los 50: Rashomon de Akira Kurosawa obtenía el León de oro en el festival de Venecia de 1951; La puerta del infierno de Teinosake Kinugasa la Palma de oro en el festival de Cannes, dos años después. Cuatro películas de Mizoguchi (entre ellas El intendente Sansho o Cuentos de la luna pálida de agosto) ganaban de nuevo el certamen italiano y sobre todo, suponían un descubrimiento para el cine occidental: tal era su profundidad, tal su perfección y tal, de nuevo, la huella del aislamiento de un cine cuya edad de oro se había producido décadas atrás (antes de la ocupación norteamericana los temas cinematográficos eran tradicionales: episodios históricos y dramas de trasfondo feudal), ¿cómo se estaban perdiendo algo así?

Cuadernos perdidos de Japón (Candaya, 2021) incluye en su título un extravío, pero para muchos, entre los que me encuentro, supone, sobre todo un hallazgo: el de Patricia Almarcegui, escritora y profesora de Literatura Comparada que, de la mano de Candaya, presenta un noveno libro que en buena medida funciona como un compendio de un estilo literario (el de la autora) muy cercano tanto a la estética paradigmática de Japón como a la línea de esta prestigiosa editorial: una aparente sencillez (que esconde un fatigoso trabajo relacionado con la estructura), un fino equilibrio (de las distintos ejes y contenidos) y una hermosa armonía (en los tonos, ora íntimo, ora didáctico que se la ha querido dar).

Cuadernos perdidos de Japón

Templo Todaiji de Nara. Foto: Quico Sánchez Cabrera

Sobre la sencillez, tengo predilección por el pensamiento y la literatura alejados tanto de la vulgaridad ostentosa como de su contracara: la pretenciosidad, la impostura más pomposa, o la falsa exhaustividad; me gustan las expresiones culturales claras y sencillas que esconden en distintas capas discretamente su valor y su complejidad para que puedan ser descubiertas lentamente por un alma sensible y atenta.

Sobre el equilibrio, en un texto híbrido y poco extenso es fundamental el encaje de las piezas, la poda de lo sobrante, la proporción. Y esta es la segunda nota con la que se puede presentar Cuadernos perdidos de Japón: un ejemplo del arte literario de calibrar el peso de los elementos de una historia y adaptarlos a escala distinta —un libro bonsái creo que dijo Jorge Carrión—, esto es, el arte de repartir impresiones y energías en un tamaño reducido: un libro es perfecto no cuando se le añade el último detalle sino cuando se recorta lo último que sobra. Es justamente ese trabajo con la estructura, por parte de Patricia Almarcegui y sus editores, según lo veo, lo que ha permitido dotar a este feliz cruce de ensayo, cuaderno de viaje, commonplace book y nouvelle de una elegancia, un sentido y un peso muy particulares.

Cuadernos perdidos de Japón

Museo Nacional de Tokio. Vaso de té. Foto: Quico Sánchez Cabrera.

Entre la reflexión, la cita, la descripción y la historia personal, los Cuadernos perdidos de Japón ocultan en sus pocas páginas una idea profunda sobre la estructura y un fino (y seguro que arduo) esfuerzo por minimizar y armonizar (en la mejor tradición de la estética nipona) aspectos profundos y sutiles tanto de la vida como del viaje, tanto del cuerpo como de la experiencia de cambiar: hay arquitectura, pintura, manga y cine; hay música, hay gastronomía; hay masajes, sexo, baños termales y análisis del «cuerpo social»; hay ideas sobre la cultura, la pérdida, el descubrimiento, el amor, la identidad, la existencia y el mundo.

Esos cinco bloques encuentran, a su vez —y este constituiría un tercer acierto del que no estoy seguro de que la autora sea consciente— sendas correspondencias sensoriales (y racionales): vista, oído, gusto, tacto y mente respectivamente: toda ello en una inmersión de apuntes cruzados —la cosmovisión comunitaria detrás del cultivo y el consumo del arroz, por ejemplo— que incluye apuntes sobre el japonismo en España, digresiones sobre la lectura y las formas de conservar un idioma, ideas estéticas, aforismos y epigramas escondidos en imágenes muy poéticas que suenan a greguerías (los hoteles tristes).

Cuadernos perdidos de Japón

Cerezos en flor de Hiroshima. Foto: Quico Sánchez Cabrera

Los cinco están justamente repartidos: en relación con la vista hay apuntes sobre pintura, manga, arquitectura y cine (sobre todo a la terna Kurosawa, Mizoguchi y Ozu), al tratar la música (quizás el apartado menos sumergido en Japón) aparecen ritmos y cadencias, en relación con el gusto, algas, sushi, en relación con el olor, los cerezos en flor, en lo que toca al tacto (un estilema de la obra de Almarcegui son las imágenes y tropos corporales), los baños termales, los masajes (y el contacto con el cuerpo sociopolítico). En ese itinerario sincopado la naturaleza apela de tanto en tanto a todos los sentidos a la vez: lluvia y tifones, montañas y aire fresco (el esfuerzo ligado al placer según algunas ideas de Nietzsche).

Particularmente emocionantes resultan los apuntes sutiles sobre la enfermedad de la madre y el asesinato de las dos viajeras (Marina y María José) asesinadas en Ecuador: dos tipos de pérdidas cuyo peso en el título y en la temperatura emocional de los Cuadernos una crítica psicoanalítica podría ocuparse en desvelar. Mérito de Almarcegui es apuntar sin extenderse sabedora de que la densidad emocional de ambas cuestiones aconseja no dotarlas de volumen: tal es la pericia de la autora con la armonía de la que hablábamos atrás.

Cuadernos perdidos de Japón

Fábrica de cerveza Asah. Foto: Quico Sánchez Cabrera

La sensibilidad no es sinónimo de debilidad sino de perspicacia en la percepción, tensión de los sentidos (recoge información de los olores, de lo que ve, de lo que escucha, de lo que toca, de lo que los otros sienten). Con Spinoza, no creo que inteligencia y emoción sean dos cosas completamente distintas, por eso el viaje (la experiencia del viaje) incluye una teoría y la autora deja entrever una filosofía como ruptura de prejuicios (o sofisticación de los mismos). A la vez, en la «memoria del cuerpo viajero» se asume la transformación de la identidad, la contradicción y el dinamismo ligado al cambio que Heráclito metaforizó para siempre en el río. Las transformaciones de Cuadernos perdidos de Japón discurren en paralelo: exteriores e interiores (entre viajes), serpentean sobre la vida y el tiempo de una cultura milenaria. Esa conciencia de las contradicciones discurre paralela a la propia contradicción japonesa (tradición y modernidad, pobreza y rascacielos).

Ensayo, sexo, versos de Basho, epistolario, mirada, espacios íntimos y commonplace book (Wallace Stevens, Hugo von Hoffmansthal), fragmentos de cuatro diarios íntimos de dos viajes distantes (2008 y 2018), confusión o identificación entre el viaje y la escritura, sociología cromática sobre jerarquías sociales, cartas entre Mishima y Kawabata, sintoísmo y budismo, cine y anime… La experiencia del viaje es siempre incomunicable, pero la voz de Cuadernos perdidos de Japón, más cerca de los médiums del teatro Noh que de la explicación detallada de la tradición del Benshi nos proporciona lentamente destellos de vivencias, sensación de atravesar ahí.

Cuadernos perdidos de Japón

Árbol de Hiroshima que sobrevivió a la bomba nuclear. Foto: Quico Sánchez Cabrera.

En El crisantemo y la espada la antropóloga neoyorkina Ruth Benedict compendió un encargo estratégico (solicitado por el ejército de EE. UU. en 1944): describir los patrones culturales de Japón para poderlo administrar mejor; antes, dos de las mentes más sabias de occidente, Hegel y Weber dijeron algo de Japón: según el primero, en Oriente uno era libre (el emperador), en el mundo grecolatino algunos eran libres, tras la revolución francesa todos eran libres: para el filósofo de la cultura, Japón era perfecto para comprender el mundo feudal. Ninguno de los tres (ni Benedict, ni Hegel, ni Weber estuvo nunca allí).

En Tokyo-ga (1985) el cineasta alemán Wim Wenders siguió los pasos del maestro Yasujiro Ozu. Ozu, el cineasta del haiku y las tomas de tatami, era para el director de Cielo sobre Berlín, un epítome del séptimo arte, pero su documental no constituía una ofrenda a su figura sino una investigación relativa a las huellas de su obra, dicho de otro modo un viaje dirigido a constatar que lo que mostró Ozu había sido verdad (de ahí el peso de los testimonios del actor Ryu Chishu y del asistente de cámara Yaharu Atsuta). Al regresar del viaje, Wenders se dio cuenta de que el montaje de un documental era más complejo que el de una película de ficción: dotar de lógica y de coherencia lo que pretendía contar era cuestión de equilibrios. Sin la cámara se recuerda mejor, dijo. Es posible que sin lápiz también se viaje mejor, pero entonces Patricia Almarcegui no habría podido mostrarnos con tanto detalle ese Japón irreductible entre el vértigo y la contemplación.

Hermosos: pasajes de vida interior en La fórmula preferida del profesor de Yoko Ogawa.

Malditas: secuelas físicas y espirituales de Hiroshima.

Foto cabecera: Cerezos en Flor. Autor: Quico Sánchez Cabrera.

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