Se cumplen cien años del nacimiento de James Baldwin (1924 – 1987) y tanto su lúcida figura atormentada como su obra, de una bella agilidad formal y de una profundidad moral arrolladora, siguen siendo un referente ineludible para todo aquel que quiera conocer la capacidad que tiene el racismo de desgarrar el alma de las personas y las naciones.
Hijo de madre soltera, afrodescendiente y homosexual, la desventura de Baldwin manifestada en la profunda tristeza de sus ojos se explica porque en su vida coexistieron la impresión singular y la brutalidad colectiva. La inteligencia de Baldwin y su sensibilidad (entendida no como debilidad sino como capacidad para percibir los estímulos del entorno) sentía «en carne y mente viva» cada uno de los insultos proferidos contra las personas negras, cada desprecio, cada humillación de un país enfermo.
Además, su agudeza le impedía encontrar consuelo definitivo en la religión, ni en la cristiana (durante unos años fue pastor protestante) ni en los belicosos términos de la Nación del Islam, ni en la utopía política (para Baldwin, el comunismo que le propuso Richard Wright era otro credo más).
Creo que es posible decir que la salvación secular de James Baldwin provino de la literatura. Eso es lo que contó a la Paris Review: el hallazgo de Balzac y Dostoievski en las bibliotecas públicas de Harlem supuso no solo un refugio sino una esperanza. La asfixia que le causaba el racismo de Estados Unidos era tal que Baldwin logra marcharse a París, donde se siente ciudadano cultural (en la acepción de cultura que hemos defendido más de una vez aquí: la ligada a la idea de mejora de la humanidad y no como mera tradición).
Los posteriores asesinatos de Medgar Evers, Martin Luther King y Malcolm X y la ceguera de un país respecto de su propia dolencia (el racismo endémico) explican el tono dolido (no necesariamente depresivo como algunos críticos señalan) que caracteriza su obra y si hubiera que proponer al lector de El Hype una forma de entrar en la premisa del pensamiento de Baldwin yo me quedaría con la icónica respuesta que da en 1968 en el Dick Cavett Show de la televisión estadounidense y que es también la escena de apertura de I Am Not Your Negro (2016) el documental de Raoul Peck: La verdad, no creo que haya mucha esperanza mientras la gente siga hablando en estos peculiares términos. Y es que el problema no es entre blancos y negros, el problema es profundo y estructural. No hay nada que pueda calmar la buena conciencia progresista hasta que la población blanca asuma que padece una retorcida enfermedad llamada racismo.
Con motivo del centenario del nacimiento de Baldwin, la editorial Capitán Swing ha publicado La próxima vez el fuego, con traducción de Paula Zumalacárregui. Se trata de dos ensayos originales de 1963, el primero de los cuales Tembló mi celda. Carta a mi sobrino en el centésimo aniversario de la emancipación, supone a mi juicio una de las muestras del género epistolar más importantes de la historia (tan importante, a mi modo de ver, como las Epístolas a Lucilio de Séneca, el estoico cordobés). En esta carta a su sobrino (una suerte de fundamento sociológico de la moderna «conversación» que los padres de chicos negros deben mantener con ellos para prevenirles de cómo deben actuar para que la policía no les descerraje siete tiros por llevarse la mano al gabán) Baldwin le ofrece al chico una serie de consejos doloridos y amables advertencias no tanto sobre cómo ser negro en Estados Unidos como averiguar qué significa eso antes de que la violencia física, simbólica y verbal caiga de pronto sobre él. Y es que el momento más triste tiene que ver con el proceso de formación y crecimiento del niño que, de pronto, se da cuenta de que no va a ser tratado como un igual: lo peor que puede hacer un joven negro es creerse lo que los blancos dicen de él: Lo único que puede destruirte es que creas a pies juntillas los insultos racistas de los blancos. Este es tu hogar, no dejes que te destierren.
En el siguiente y más extenso ensayo, A los pies de la cruz. Carta desde una región de mi mente, Baldwin relata su crisis espiritual, su encuentro con Elijah Muhammad, el líder de la Nación del Islam, la posterior decepción con toda religión, los frutos intelectuales de la catarsis, la revisión de la figura del padre alegórico.
Destaco de La próxima vez el fuego, al margen de la vigencia en los tiempos del Black Lives Matter y la posibilidad de que otro racista blanco (anaranjado, mejor) avive la llama del odio desde la Casa Blanca (qué sintagma tan gráfico y ambiguo: casa blanca), el estilo a la vez furioso y tierno, amargo y musical, lastimado y sabio con el que Baldwin invita al hombre blanco a admitir la angustiosa imagen que debe devolverle el espejo, a la vez que describe en términos de una sociología íntima la forma en que el enfermizo odio blanco se traduce en baja autoestima del chico negro y ésta en falta de expectativas y ésta en una pendiente a la delincuencia corregida de nuevo por las palizas, ahora físicas, de la policía.
Hay una rara poesía en el hecho de que el carácter inacabado de la obra de James Baldwin se corresponda perfectamente con una historia llena de cicatrices todavía por cerrar. La próxima vez el fuego se publicó cien años antes de que Lincoln proclamara la emancipación de los esclavos en 1863, hoy, cien años después del nacimiento de este fabuloso escritor herido su obra todavía nos eleva y previene sobre la complaciente comprensión de la historia y nos devora la sensación de que habitamos un mundo enloquecido por mucho que aquí ya allá nos empeñemos en ver señales de lluvia en el secarral.
Hermosos: ensayos de Baldwin.
Malditas: palizas policiales a emigrantes africanos en nuestro país.
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