El director J.J. Abrams ha asumido una tarea de lo más audaz: crear el capítulo final de la saga Star Wars. No es tarea fácil, ya que no hay fandom más exigente que el que posee la odisea espacial creada por George Lucas hace más de cuarenta años. Su dificultad se acentuó tras Star Wars: los últimos jedi (Star Wars: The Last Jedi, Rian Johnson, 2017), el filme más rupturista de la saga y, al mismo tiempo el más polarizador. Para unos, esta película fue un soplo de aire fresco para la epopeya, para otros, un delito de alta traición.
Con este filme, Abrams busca la reconciliación entre los fans y la historia. La idea, aplicada a esta película, se ha convertido tanto en su mejor aliado como en su peor enemigo. Y es que si por algo se caracteriza esta cinta, es por su dependencia del fan service. Junto a Chris Terrio, Abrams ha escrito una historia que aspira a culminar no solo la última trilogía, sino la saga al completo. Para ello, ha decidido hilar toda la mitología desarrollada a lo largo de los ocho episodios anteriores. Este recurso le sirve como excusa para introducir, un poco artificialmente, personajes y elementos de filmes anteriores. Por otro lado, y al igual que en el episodio VII, procura ser ortodoxo, no arriesgando demasiado.
El filme muestra una intensa voluntad de albergar un sinfín de elementos narrativos. Si bien esta unión de mitos resulta interesante, el efecto es algo inconsistente. A pesar de que el guion muestra gran variedad de elementos y de historias, este exceso de contenido hace que la trama carezca de intrahistoria, es decir, de narraciones que desarrollen más el fondo de todas estas subtramas. Además, esta especie de totum revolutum argumental provoca que ciertos personajes queden desaprovechados mientras otros muestran reacciones de lo más forzadas según la necesidad del filme.
No obstante, no todo es negativo en el argumento. El ritmo es dinámico y la relación entre los personajes de lo más intensa. Todos los ellos, unos más que otros, presentan un gran desarrollo de su personalidad y arco dramático. Esta virtud se evidencia especialmente en Rey y Kylo Ren. Tanto sus propios arcos como la relación entre ambos evoluciona hasta llegar a un culmen tanto espectacular como íntimo. Resulta interesante ver la transformación de los personajes claramente en sintonía con los episodios previos, inclusive la breve intervención de Luke, en una evolución íntegra desde la anterior entrega. Este preciso tratamiento de los protagonistas nos brinda momentos de auténtico clímax conmovedor.
Daisy Ridley como Rey.
Por otro lado, la fotografía y la dirección artísticas son espectaculares, aunque en ellas se eche de menos cierta dosis de autoría y personalidad. Son elementos como este los que evidencian que este filme roza el estatus de obra de artesano en vez de autor. Abrams ha buscado una iconografía que resulta familiar a los fans de toda la vida. No obstante, es innegable el impacto emocional que provoca sobre el espectador junto a las escenas de acción.
La banda sonora de Williams da el toque de elegancia que ha caracterizado a todos los filmes de la serie. Si bien hay temas familiares, aparecen elementos nuevos y complementa maravillosamente la épica de sus escenas. Es incuestionable que, independientemente del resultado de una cinta de Star Wars, Williams pone la nota de magia con su música.
En conclusión, un broche final que, aunque su guion chirríe en alguna parte, resulta divertido y profundamente emotivo. A todos aquellos fans de siempre les arrancará una sonrisa en más de una ocasión. Y es que la Fuerza es poderosa…
Lo mejor: la intensidad de la relación entre Kylo Ren y Rey.
Lo peor: su guion en ocasiones irregular.
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