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Cultura

Metiéndonos en el jardín del arte y la moral

En Hermosos y malditas, Cultura 27 junio, 2023

Jesús García Cívico

Jesús García Cívico

PERFIL

La confirmación del dato (que algunos ya intuíamos) de que la tabla dedicada al infierno es la más observada de las tres que componen la obra de El Bosco, El jardín de las delicias, me parece una ocasión interesante para compartir algunas reflexiones sobre las relaciones entre la moral y el arte.

Descartada la idea contrafáctica de que no nos interesa el paraíso porque ya estamos rodeados de grandes políticos, música exquisita, perfección moral y cegadora belleza, una respuesta inmediata apuntaría al ahínco con que durante siglos el influyente cristianismo que sustituyó al imperio romano —amortizando su instinto para la expansión y su estructura— sitúo los placeres sexuales muy por debajo del espíritu. Uno de los libros que más me han sacudido en mi vida fue El sexo y el espanto de Pascal Quignard y su desazonadora tesis de la extensión de una moral social sexual tras el emperador Augusto caracterizada por el miedo y la pasividad. Como otras grandes obras reveladoras de lo velado-omnipresente, por así decir —de Arendt a Foucault, de Mark Fisher a Simone de Beauvoir– ya nunca vuelves a ver el mundo igual: es posible que todavía nos interese lo que se nos oculta.

Es posible también que la simpatía del espectador por el infierno no sea sino una expresión concreta (histórica y local) de una disposición más universal, una tal que permite pensar sobre el lugar del mal y la moral en la historia del arte. En ese caso cabría retener precisamente que lo que tiene el arte (y esta sería cierto también o precisamente para los teóricos de la muerte del arte) es una historia.

Infierno

Nan Goldin con Brian: The ballad of sexual dependency.

Se trata, en todo caso, de una historia sin progreso (mi exposición preferida de esa evidencia se encuentra en algunos pasajes de las Gramáticas de la creación del crítico cultural George Steiner) que asume que no siempre es posible decir que Jeff Koons sea mejor que Rembrandt por ser posterior, o que el reggaetón sea, por cuestión de haber nacido en el siglo XX, superior musicalmente a Bach.

La idea de que el arte está unido esencialmente a lo bello es también histórica. La influyente imagen platónica de un arte ligado a la belleza y al bien fue superada mucho antes de que el siglo XVIII, tras acuñarse el término «estética» como disciplina filosófica de la modernidad, Addison, Burke y de distinta manera Kant, teorizaran por ejemplo sobre la nueva categoría de lo sublime, algo mucho más grande que nosotros que nos atrae y repulsa a la vez.

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El jardín de las delicias de El Bosco.

Siempre que hablo de arte —como me ocurre con la música dreampop— recurro a la célebre imagen de Wittgenstein de que hay cosas que no se pueden decir (o de las que es mejor callar), pero se pueden mostrar. Esa es mi ética preferida, la que tiene que ver con modelos (reales o ficticios de la novela y el cine) que se nos muestran y que con nuestra misteriosa y contradictoria ontología tan cercana a la dramaturgia tendemos a imitar: la sociología dramática de Norbert Elias o Ervin Goffman que actúan en mis artículos como los dos omnipresentes protagonistas de la serie de la BBC: Inside Number 9.

De acuerdo con Arthur Danto, de la belleza se ha abusado conceptualmente y todavía hay mucha gente empeñada en buscarla en la lengua de un desaparecido de Teresa Margolles, en un tema oscuro de Joy Division, en la cama de Tracey Emin o en una pintura de David Lynch. No, el arte no solo muestra la belleza (de hecho, hoy ya casi nunca la muestra): pinta, videograba, esculpe o compone sobre la desazón, sobre el espanto, lo feo, lo raro, lo siniestro (eso raro en la cotidianidad): del grito de Munch o las celdas de Louise Bourgeois a las esculturas de Ron Mueck o Charles Ray.

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Lo siniestro: Charles Ray.

Hay también —en los tiempos de la depresión política y la hauntología— un arte que trata del dolor (ver el documental de Laura Poitras sobre Nan Goldin). El costado oscuro de la moral ha fascinado no solo a la sociología o a la filosofía sino también al arte. Hay un arte después de Auschwitz consciente de la advertencia de Theodor Adorno: algunas pinturas de Anselm Kiefer, el arte poético de Paul Celan o W. G. Sebald.

El arte desempeña muchas funciones: nos emociona, excita nuestra imaginación, tiene efectos catárquicos (un tipo de arte), comunica ideas, ornamenta el mensaje religioso, inclina a la solidaridad revolucionaria, en unos casos critica, en otros legitima el poder…, también es una crónica y una denuncia lúcida y profunda (pensemos en Los desastres del guerra de Goya). El mismo Baudelaire dijo de la crítica de arte que esta debe ser parcial, apasionada, política. Walter Benjamin profundizó en algunas claves para entender la estetización de la política y la politización de la estética. Hay un arte que agrada a la burguesía y otro que le sacude a base de bien, hay ideas transmitidas a través del arte pero también hay un arte que no se somete a las exigencias de una política vivida como moral. Esto es, hace tiempo que sabemos que el arte puede ser político o, al menos, puede ser leído en término políticos. Lo mismo sirve para otro objeto de la filosofía práctica distinto de la política que es la moral.

Es en el último punto donde surgen los mayores malentendidos porque a diferencia del arte, el campo del derecho y la moral sí admite la idea de progreso (abolición de la tortura judicial, de la esclavitud, extensión de la democracia y los derechos, etc.). Es cierto que en el 68, el arte se utilizó por una (ciertamente frívola en sus maneras) nueva lucha de clases, (fue Polanski, por cierto, quien afeó la conducta de los estudiantes al recordarles su semejanza con la política cultural de Stalin) que el arte político revisa o, mejor, reacciona frente a la revisión de la figura de criminales como Stalin o Franco, pero también es cierto que antes había un arte comprometido con la publicidad del dios cristiano y que hoy se pretende que haya un arte al servicio de la corrección: un arte amenazado por la cultura de la cancelación, algunas ideas viejas disfrazadas de novedosas, que no encajan, a mi juicio, en la más interesante observación de Boris Groys acerca de que el arte no debería tratar de producir lo nuevo sino en reflexionar acerca de la relación que lo nuevo mantiene con lo viejo.

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Haciendo mucho mal: La noche, Max Beckmann, 1918.

Sobre esto último, en otros lugares ya recurrimos a ese momento de El político y el científico de Max Weber cuando en las líneas dedicadas al moderno politeísmo de los valores, el sociólogo dice aquello de que hay obras que no solo nos agradan a pesar de ser malas, sino que nos parecen bellas precisamente en lo que tienen de malas: la obra de Baudelaire, Las flores del mal.

Tampoco me parece del todo inteligente la insistencia en señalar que Caravaggio era un villano o Gesualdo un criminal, ni siquiera que Picasso abusaba de Dora Maar porque parece que se trate de excepciones ante la habitual ejemplaridad moral del artista. Lo inteligente es no asumir un marco ingenuo –de tono decimonónico y romántico– bajo el cual el artista es una figura modélica y moralmente ejemplar o que el artista, como ser genial, es una suerte de titán entre los dioses y la humanidad más allá del bien y del mal. En términos morales, el artista, ¡asúmanlo de una vez!, es un hombre y una mujer normal, o, en todo caso (y aquí la explicación vendría de una suerte de sociología o psicología social del arte) un ser a menudo ensimismado que suele descuidar otras facetas del trato social en su vida privada o intimidad, algo muy privado que a mí, por lo menos, nunca me podría llegar a interesar.

Escribió Hegel en la Fenomenología del espíritu que el sirviente de Napoleón alcanza a ver las manchas de su traje, pero quizás por ello se incapacita a sí mismo para distinguir la obra por la que pasará a la historia, y, análogamente podríamos decir que fijarse en las manchas privadas de la vida personal de un artista es colocarse en una posición subalterna. También es posible que el infierno de El Bosco no sea sino la utopía del hedonismo del presente irracional y cínicamente apolítico una vez que abandonamos la perniciosa costumbre (de los inquisidores católicos, de los jemeres rojos, de los mártires del islam) de hacer el mal en nombre del bien.

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La relación, en todo caso, siempre será compleja, sofisticada más bien. De un lado, no acabo de entender la protesta en clave de lujos y por volver a Safranski, el arte, me parece triste que el arte haya renunciado a la locura de la creación más allá de la filosofía, el concepto subrayado y  la moral. Hace poco comprobé con mi experiencia en el taller de la estupenda artista Marusela Granell que hay una parte de la sociedad, una minoría, hemos de admitirlo así, que quiere pensar. Una exitosa iniciativa (el curso sobre No hay estética sin ética y viceversa) que demuestra que ahí fuera hay también una juvenil manera de querer saber del arte ligado a la imaginación, la ruptura y la vida (ya lejos de la academia y la profesionalizante universidad).

Hay, en general, un interesante entorno del arte interesado en pensar la relación entre la ética y la estética, entre el arte y la moral y no veo por qué no deberíamos decir algo los que nos dedicamos justamente a la filosofía jurídica y política, la clave en este caso es saber hablar desde nuestro campo específico relativizando o restándole importancia al objeto concreto de nuestro saber (no perderemos nuestro cargo por ello), aunque también desde ahí se puedan ver conexiones sólidas sobre lo que nos ha interesado en esta nueva entrada en El Hype, a modo de ejemplo, la relación entre la conocida performance de la artista Marina Abramovic «Ritmo 0» (1974) y el controvertido experimento de la cárcel de Stanford de Philip Zimbardo (1971), las correspondencias entre el experimento de Milgram (1963) y la obra de Hannah Arendt, Eichmann en Jerusalén (1961), la controvertida (pero explicable) boutade de Stockhausen sobre el 11/S como obra de arte total, las acuarelas de Susan Crile en el Trastevere sobre las torturas en Abu Ghraib.

Hoy, en un tiempo marcado por un inquietante retroceso político y cultural, se necesitan ciudadanos que cultiven eso que para Hume era tan valioso para disfrutar del arte y salir airoso de los jardín del arte y la moral: cultivar culturalmente, valga la redundancia, nuestro jardín interior, no a la manera torera, sino según la metáfora de Voltaire: Il faut cultiver notre jardin.

Hermosos: cuadros de Vermeer, Remedios Varo («La roulotte», 1955) o Chagall.

Malditas: confusiones entre cultura como tradición y cultura como formación.

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