En el año 1929, Federico García Lorca visitó Nueva York en compañía de su amigo y profesor Fernando de los Ríos. Esa fue la primera y única vez que el poeta español estuvo en tierras americanas. El viaje se presentó como una oportunidad de salir de España en un momento en el que su situación aquí no era fácil, pero también como una posibilidad de emprender una nueva aventura que le permitiría renovar su obra, cambiar de aires y aprender inglés en la Universidad de Columbia.
Su estancia allí apenas duró un año, ya que antes de finalizarlo se marchó a Cuba. Durante ese tiempo, Lorca asistió regularmente a sus clases de inglés, aunque apenas logró tener un mínimo dominio del idioma, pues pasó la mayor parte del tiempo en el Spanish Institute de la Universidad de Columbia, donde se impartían conferencias y se celebraban veladas literarias y musicales. Su mayor interés consistió en conocer, mapear la ciudad y hacer vida social, asistiendo a numerosas tertulias y espectáculos con sus amigos y conocidos intelectuales.
Años más tarde, Paul Auster estudiaría en esa misma universidad: literatura francesa, italiana e inglesa. A los lectores y amantes de Nueva York, no nos resulta difícil identificar tanto en la obra de Lorca como en la casi totalidad de la de Auster, cada metro cuadrado de una ciudad fascinante, como es Nueva York, para todo aquel que la visita por primera vez. Ni tampoco fantasear con la posibilidad de encontrarnos en cualquier esquina con cada uno de los personajes de sus novelas o de sus películas.
Detengamos por un momento el tiempo e imaginemos a un Lorca estudiante inquieto, apasionado, que un día por casualidad en una de esas tertulias literarias conoce a Paul Auster.
No tengo la menor duda de que habrían sido buenos compañeros y que entre ellos habría surgido una fuerte amistad basada en el respeto y admiración mutua, pero, sobre todo, en la estrecha relación amor/odio que ambos manifiestan por la arquitectura y la jerarquía social de la ciudad de Nueva York.
Lorca le comentaría a Auster su primera impresión de la ciudad, mostrándose entusiasmado ante el maravilloso espectáculo neoyorquino, sus rascacielos, su vida bulliciosa, las avenidas de Manhattan y las luces de Broadway. Auster habría escuchado atentamente a su joven amigo y, como buen anfitrión, le habría recomendado lugares y sitios menos turísticos para visitar y que así descubriera otras caras de la ciudad.
Las aristas suben al cielo sin voluntad de nube ni voluntad de gloria.
Los imagino temprano en el Bubby’s café en el Midtown, justo al final del High Line saboreando un delicioso y completísimo brunch, hablando sobre la libertad y el arte como respuesta frente a la discriminación, expresando su pasión por la escritura. Esa fuerza interior que les impulsa a entregar el ser, el alma, el corazón y la cabeza, a abrirse a toda forma posible de dolor, de gozo, a todas las emociones que uno es capaz de sentir.
Lorca y Auster conversarían sobre la pérdida, el amor, el apego al dinero, la pobreza y la identidad suya y la de los personajes de sus obras. Auster le confesaría que en su primera etapa quiso ser poeta y que escribió algunos versos, pero que, finalmente, había decidido centrase en la narrativa. Le explicaría que su estilo no era sencillo, aunque a simple vista lo pareciese y que, en realidad, esconde una compleja arquitectura narrativa, compuesta de metaficción, de historias dentro de la historia, de espejismos y falsas identidades. Lorca, a su vez mientras visitasen el Museo Whitney del arquitecto Renzo Piano, le describiría el surrealismo de su obra y la simbología que utilizaba.
El granadino le confesaría que, con su poesía, pretendía hacer que el lector sintiera más que reflexionase, percibiese más que comprendiese. Auster, a su vez, se sinceraría diciéndole que él no cree en la causalidad y que pretende que su prosa responda al azar, que rastree en lo cotidiano las ramificaciones surgidas por errores o acontecimientos aparentemente insignificantes.
Y así, entre encuentro y encuentro por los diferentes locales y cafeterías de la gran manzana, y teniendo como telón de fondo la arquitectura de Nueva York, pactarían que cada uno en su estilo escribiría una obra que rendiría homenaje a la ciudad que les había unido.
En la cabeza de Lorca, comenzaría a gestarse Un poeta en Nueva York. Los primeros apuntes de los poemas que pensaba escribir versarían sobre las diferentes emociones que le producían los rascacielos de la ciudad, geometría y angustia a partes iguales:
Las aristas suben al cielo sin voluntad de nube ni voluntad de gloria. Las aristas góticas manan del corazón de los viejos muertos enterrados; estas ascienden frías con una belleza sin raíces ni ansia final, torpemente seguras, sin lograr vencer y superar, como en la arquitectura espiritual sucede, la intención simple inferior del arquitecto.
Auster le explicaría que para él la arquitectura era muy humana, con un ritmo trepidante, cambiante a medida que lo hacía el paisaje humano. Ambos coincidirían en esto, pero Lorca sufría al contemplar la terrible lucha que existía entre los rascacielos con el cielo que los cubre.
Auster tranquilizaría a su joven amigo explicándole el porqué de ello y la importancia de la arquitectura en una ciudad que ha evolucionado mucho. Le explicaría la dificultad de edificar allí, el valor del suelo y que no todos los arquitectos han podido proyectar una obra en este lugar. Muchos han sido los que se han disputado un metro cuadrado de la gran manzana sobre la que poder construir si no su obra definitiva, al menos una que le valiese reconocimiento mundial, y la mayoría de ellos han sido galardonados con el premio Pritzker de la arquitectura, a excepción de Santiago Calatrava.
Lorca transmitiría a Auster su fascinación por el edificio Chrysler. Éste, a su vez, le explicaría a su buen amigo la historia del mismo: Un rascacielos de estilo Art Decó, encargado por el magnate del automóvil Walter Percy Chrysler al arquitecto William van Alen para demostrar la grandeza de su compañía y la de la industria estadounidense.
Se trata de un edificio construido en ladrillo sobre una estructura de acero y revestido exteriormente en metal, haciendo referencia al automóvil. Con una fachada en la que destacan algunos elementos arquitectónicos, entre los que resaltan las gárgolas del edificio, inspiradas en automóviles de la marca que sobresalen de las cuatro esquinas del edificio, en cinco plantas diferentes, haciendo honor a las catedrales góticas; pero, sobretodo, señalando la importancia de su corona, una bóveda de arista cruciforme compuesta por siete arcos concéntricos, colocados uno encima del otro, retranqueados entre ellos y revestidos con acero inoxidable nervado y remachado con forma de rayos de sol.
Mientras, continuarían con un paseo por el High Line, en el que le iría mostrando a su joven amigo el edificio deconstructivista de Frank Ghery, que imita a un témpano de hielo, por el material de sus revestimientos de cristal y cerámica en tonos azules; el edificio de formas orgánicas de la fallecida arquitecta iraní Zaha Hadid, quien no pudo ver terminada su obra.
De ahí, los escritores irían al Nuevo museo de arte contemporáneo, obra de los arquitectos japoneses SANAA (Kazuyo Sejima y Ryue Nishizawa). Subirían a la terraza, desde donde contemplarían la fantástica vista de la ciudad, para, acto seguido, dar un paseo que les llevaría a ver Ichigoni, el edificio residencial del arquitecto japonés Tadao Ando (152 de Elisabeth Street).
Hasta llegar a la torre de oficinas de Norman Foster, el primer rascacielos ecológico (certificación LEED) realizado con acero estructural reciclado y con sofisticado sistema de refrigeración de tuberías de polietileno con agua de lluvia en circulación situadas bajo el suelo que enfrían el ambiente en verano y lo calienta en invierno, gracias al pavimento de piedra caliza. Ambos terminarían su paseo haciendo una pequeña parada para tomar algo en Columbus Circle e intercambiar impresiones.
Seguramente, Lorca hubiera sabido apreciar la poesía y sensibilidad japonesa de Tadao Ando y su pequeña joya arquitectónica, una caja de hormigón, acero y cristal, sensible y elegante, pura y perfecta, compuesta por siete plantas de altura y una vivienda diferente por planta.
El poeta también podría ser sensible a la fluidez y la sensualidad de las formas arquitectónicas inesperadas y dinámicas del edificio de Zaha Hadid, un edificio de 11 plantas de altura y 39 apartamentos, cuyo diseño se relaciona con la ciudad, un lujoso condominio ondulado con ventanas sinuosas, con una fachada metálica que marca la cercanía del edificio, como si quisiera tocar las antiguas vías elevadas del High Line.
Parte de la aventura de Lorca y su experiencia como explorador en una ciudad y un país que le era ajeno, sería recogida y adaptada por la editorial Aventuras literarias, que publicó un mapa tomando como base la guía para nuevos estudiantes de la Columbia University, en el que estaban representados más de 50 lugares que Lorca cita en algunos de sus poemas, cartas y en una conferencia-recital que impartió, sobre su experiencia neoyorquina. Esos escritos muestran una versión muy personal y nada amable de la ciudad que se ha convertido en el territorio por excelencia de las novelas del escritor Paul Auster.
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