Murió el inimitable Jean-Luc Gordard y la gente dijo “gran cine”. Murió David K. Lynch y la gente dijo: “Gran cine y gran tipo”. La pesadilla oficial del cine estadounidense, fabricante de escenas que invitan a un mundo oscuro y surreal, cayó bien a casi todos y parecía conducirse por la vida haciéndose el tonto, haciéndose el pasmado e, incluso, haciéndose el sordo. Las manías y fantasías violentas, esqueletos y faldas del armario, quedaban tapiados por su gruesa máscara, el humo de cigarros y la voz de plástico. En su conservadurismo y americanismo estéticos, el personaje era un abanderado de la cordialidad y el buen humor, uno de esos tipos de los que sabes que no te vas a ir de su casa sin recibir treinta veces la oferta de un café.
Nervioso y retraído al principio (Anthony Hopkins le hacía bullying en El hombre elefante), fue reforzando un personaje estilo “tío excéntrico” para lidiar con un entorno profesional a veces feroz, así como con la timidez y la exposición mediática. Pero también había una intencionalidad, un regodeo ejemplificado por el flequillo estirado, voluntad de hacer de sí mismo un personaje a la altura de su obra. Durante veinte años (inconstantes), David jugó a hombre del tiempo que daba los buenos días a América. Durante siete, tomó un batido de chocolate en el mismo restaurante a las 14:30, hora en la que podía estar en su punto de frío (afirma haber tomado solo tres batidos “perfectos” en más de 2.500 visitas). Legendaria es su aversión a los olores de la cocina en lugares de trabajo, o su costumbre de repetir almuerzo y cena durante seis meses. “David está obsesionado con la obsesión”.
Lynch era igual de intransigente con sus visiones artísticas (que solía “pescar” durante la meditación), le llevaran adonde le llevaran. “La idea lo dicta todo”. En sus inicios, solicitó a un veterinario el cadáver de un gato para diseccionarlo con afán de “estudiar texturas”, razón quizá por la cual le pidió su útero a la productora Raffaella De Laurentiis cuando iba a hacerse una histerectomía en 1986. A poco de iniciar uno de sus affaires de rodaje, con la actriz Isabella Rosellini, le grababa a esta una violación a puñetazos que le ocasionó una risa incontrolable —parece que también a la actriz cuando ve la escena, posible señal de estrés postraumático— y la paseaba desnuda, y con aspecto de vapuleada, ante familias en modo picnic, que se reunían para ver el rodaje de Terciopelo azul (la deontología fílmica no acudió al picnic). El dictado, o el dictador, de “la idea”.
Lo intrigante es que el cineasta, que sobre el papel parecería un sádico intransigente y un depredador de rodaje, es recordado con cariño por casi todos los que trabajaron con él. En la sucesión sin fin de sirocos que son los últimos episodios del Twin Peaks original, el cocreador de la serie vuelve a embutirse en su personaje Gordon Cole para besar a su favorita del cásting, veinticuatro años menor. La serie había estado a punto de cancelarse y las subtramas eran cada día más patosas; era como si el viento susurrara: “Para lo que me queda en el convento…”. La actriz, Mädchen Amick, quedó encandilada de por vida y cuando murió el director a principios de este año lo llamaba “mi mentor”, “mi amigo querido”, “mi estrella polar”…

Mädchen Amick y David Lynch en Twin Peaks.
Su amiga Sissy Spacek, que actuó en The Straight Story, describía así al cineasta: “Es tan amable y divertido y trata a todos con tanto respeto que todos se desviven por darle lo que quiere”. Justin Theroux, de Mulholland Drive: “Es una influencia muy tranquilizadora. El ambiente en el set es tan bueno que sientes que estás haciendo una película de Disney o un after school special, pero cuando lo ves y le han añadido todo, se convierte en algo completamente diferente”. De repente aquel tapiz de magia Disney bajo la tutela de una figura paternal benévola, que daba apodos cariñosos a los actores y elogiaba incluso al chico de los cafés, se disuelve en atmósferas enrarecidas… ¿Manipulador cínico o tocado por la Logia Blanca? ¿Un romántico a la antigua o un “loco con piel de cordero” (Sting)?
La crítica de cine Pauline Kael pecaba quizá de etnocentrismo cuando definía a Lynch como “el primer surrealista popular”. Antes estuvo Salvador Dalí, pionero también en hacer de su persona una obra surrealista. Nos relataba Jesús González Ramírez, en su día fotógrafo oficial de sus cuadros, que el pintor catalán mantenía una conversación apacible de cotidianeidad y bisnes hasta que se percataba de una cámara o mirada anhelante. Aunque la careta específica de Lynch carecía de la violencia histriónica de un Dalí, su mejor amigo Jack Fisk zanjaba que si David no sublimara en lienzo y pantalla sus oscuridades “alguien estaría muerto”. Las zozobras, obsesiones y tinieblas palpitantes fueron empujadas por megatones de sol californiano a algún cajón interno bajo el porte del gentleman americano, luego apóstol de la meditación, luego icono pop global. Aunque otros directores de vanguardia tienden a avinagrado, él sentó un modelo de saber estar en el planeta Tierra, que los mayores comparaban con Jimmy Stewart y las nuevas generaciones llaman kawaii. Su cabeza convertida, como la del protagonista de su primer largo, en una serie industrial de gomas de borrar.
Más sobre David Lynch, en EL HYPE.
Nadie ha publicado ningún comentario aún. ¡Se tú la primera persona!