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El emperador de la autopista

En El Hype Monthly 27 julio, 2014

Óscar Peyrou

Óscar Peyrou

PERFIL

Con esa luz de licor barato no podía producirse ninguna tragedia, ni crímenes ni escenas de amor.

La autopista rodeaba a la ciudad por tres lados y, al llegar al río, seguía paralela a éste hacia el norte y hacia el sur. Era una autopista muy ancha, de doce carriles, y el tránsito era intenso día y noche. Recorría diversos barrios de la ciudad y modificaba su aspecto según el que atravesara, a la manera de un sinuoso camaleón: tomaba algo de cada uno de ellos y viéndola en un punto, a veces se creía conocer toda la ciudad. Tenía ciertos tramos arbolados, algunos desiertos y otros flanqueados de casas deleznables que, alternativamente, daban la impresión de querer invadirla o huir de ella. Desde lejos, producía un rumor siempre constante, una especie de zumbido, como un aparato eléctrico que funcionara en la soledad de la noche. La costumbre nos hacía olvidar que estaba ahí, pero, de pronto, inexplicablemente, sentíamos su presencia. Parecía un gran animal echado sobre sus flancos, soñoliento.

Un anochecer decidí caminar hasta la autopista. El día, un domingo, había sido muy triste. Era invierno, hacía frío y acababa de iniciarse un nuevo año. Las nubes habían cubierto el cielo desde el amanecer. Cuando salí, el cielo tenía un extraño color sedoso. Recordé que en una poesía, Wallace Stevens compara el color de la noche con el del brazo de una mujer. The night is of the color/ Of a woman’s arm. Las lámparas de la calle iluminaban todo con un matiz cobrizo, tan artificial y carente de prestigio que daba a la escena un fulgor ridículo. Con esa luz de licor barato no podía producirse ninguna tragedia, ni crímenes ni escenas de amor. Las calles estaban vacías y llenas de las imperfecciones que suelen tener las de los barrios en construcción. A través de los edificios sin terminar se veían fragmentos de otros edificios y de árboles. Una ciudad medio destruida por la guerra; únicamente faltaban los incendios, el humo, los gemidos de los heridos y los cuerpos muertos en posiciones raras. Más allá de la densa atmósfera anaranjada, el horizonte era confuso.

Al día siguiente comenzaba otra semana rutinaria, entre personas y cosas sin importancia. Y después, otra y otra. Había charcos en los que se reflejaban manchas, líneas y luces temblorosas; otros charcos parecían reflejarse en el cielo. Recordé lentos días de lluvia, descoloridos. A través de los cristales veía cómo caían las gotas e iban mojando todo. Luego miraba un punto en el vacío y me parecía que yo permanecía inmóvil mucho tiempo. Una mañana me desperté de pronto, y recuerdo el hecho por eso. Abrí los ojos y ya estaba completamente despierto. Llovía mucho y estaba en la cama, seco y abrigado. Oía cómo caía el agua y se deslizaba por los cristales y goteaba. Imaginé el asfalto brillante, como un gran espejo negro susurrante. Yo pensaba que todo lo que ocurría dentro de las casas era falso o irregular y que lo único cierto sucedía afuera, en las calles o en las grandes avenidas.

A medida que me acercaba a la autopista había menos casas terminadas. Las pocas existentes eran muy viejas y pobres y el olor a tierra mojada era más intenso. Unas hierbas raquíticas, que adivinaba grises, se mezclaban con el barro entre las enormes huellas de los tractores y camiones. Daba la sensación de una gran actividad congelada en un instante; un mar inmóvil y oscuro. De vez en cuando, a los lados o en el medio del camino, entre grandes máquinas amarillas silenciosas y polvorientas se amontonaban latas, botellas rotas, papeles y otros restos difíciles de identificar. Pensé en las caras y en los recuerdos perdidos para siempre. Una vez, jugaba sobre el césped en un viejo jardín. Lejos, oía las voces de mi madre o de mis tías que hablaban de mí. Jugaba a que yo tenía el tamaño de una hormiga y avanzaba con grandes dificultades por una selva verde, repleta de peligros. Al igual que ese, el suelo estaba lleno de irregularidades. Ahora caminaba sobre tierra, a veces, dura y, a veces, floja, húmeda, sucia, con desniveles y agujeros y casi no podía levantar los ojos. Al fin, llegué a un lugar más plano y firme. Tuve la tentación de mirar hacia arriba para ver si descubría una gigantesca cara, observándome.

Delante de mí había un gran edificio a medio hacer. A través de algunas ventanas sin cortinas se veían paredes desoladas, pintadas de colores claros, iluminadas por brillantes lámparas desnudas, como si los propietarios fueran muy ansiosos o hubiesen debido mudarse por dificultades económicas antes de que estuviera finalizada la construcción. No era dificil imaginar las conversaciones que tendrían lugar en esas habitaciones, en un ambiente con olor a repollo hervido o a niño pequeño sin suerte. Las progresivas desilusiones, las miradas cada vez más rápidas. Detrás del gran edificio estaba la autopista.

Mientras me aproximaba, la había ido oyendo cada vez con mayor intensidad. Las luces anaranjadas se mezclaban con las amarillentas de los autos que venían y con las rojas de los que se alejaban. Era como un melodioso río ardiente y perverso. Caminé hasta llegar a un puente que cruzaba la autopista y me detuve en el centro, mirando a ambos lados, entre nubes de humo con olor a motor, a aceite y a goma quemada. Me pregunté cuánto podría resistir allí, inmóvil, entre la rugiente catarata que pasaba bajo mis pies y la quieta y tersa noche rosada y negra.

Cuando coincidían varios camiones, el sordo y largo alarido de la autopista crecía durante unos momentos. Gradualmente, igual que una liviana pelota que rebota hasta quedar inmóvil, volvía a su nivel uniforme y borroso. Me aferré con fuerza a la barandilla del puente y miré por encima del horizonte.

Después, como un odiado emperador que saluda triunfante, levanté con mucha lentitud un brazo sobre la multitud que aullaba, aclamando mi nombre.

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