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El aliento de la ballena

En El Hype Monthly 18 enero, 2015

Óscar Peyrou

Óscar Peyrou

PERFIL

Durante veinte metros logré no pisar a nadie, pero luego mi concentración disminuyó y vi que las suelas de mis zapatos estaban cubiertas de sangre.

Un hombre sin piernas y con una mezcla de gorro y turbante verde en la cabeza pedía dinero en la esquina. Introduje la mano en el bolsillo y el mendigo me miró con esperanza. La saqué deliberadamente vacía y le sonreí. Escuché un murmullo, pero no el insulto. Sin detenerme, imité el grito burlón de un ave tropical.

Mi abuelo había muerto la noche anterior y hacía más de 24 horas que no dormía. Salí a dar un paseo cuando la casa comenzó a llenarse de gente que quería ver por última vez ese rostro pálido, cada vez más extraño, progresivamente desconocido. Antes de abandonar la casa la llamé por teléfono. Me gustaban sus ojos oscuros y su falsa seguridad, pero aún no se lo había dicho. Le expliqué que quería verla, pero no le hablé de la muerte de mi abuelo.

El brillo de los cristales de una galería de arte me llamó la atención. El dibujo mostraba una ballena en el mar lanzando el chorro de agua. Era redondeada y como estaba de perfil, sólo se le veía un ojo que tenía una sorprendente expresión humana. El papel del dibujo era de un color amarillo indefinido y parecía suave y grueso. Era un trabajo antiguo, o una buena imitación, de la época en que las ballenas simbolizaban el misterio, el peligro o la locura. Detrás del dibujo uno imaginaba los cambiantes colores del mar y delante, el viento en la cara, en el puente de un bergantín. Pensé en algunos libros de aventuras y, al fin, me quedó el recuerdo desolador de la infancia.

Puertas, ventanas, trozos de acera de distintos colores, rejas de hierro negro, picaportes de bronce. Mientras cruzaba una calle pensé que una de las cosas más repugnantes y desconocidas del mundo debe ser el aliento de una ballena. Nadie habla de él, ni siquiera los arponeros. La ballena conserva todavía demasiado prestigio para que alguien recuerde su aliento mezclado con el olor de los peces podridos y de las algas en descomposición.

Después de hablar con ella, no supe por qué le había ocultado la muerte de mi abuelo. Mientras me acercaba a la esquina donde debía esperarla, imaginé que lo había hecho para transgredir una norma, para tener un secreto, para poder contemplarme junto a ella intentando heroicamente disimular mi dolor.

Una vieja con pocos dientes, pero bien vestida, se detuvo haciendo esfuerzos para no perder el equilibrio y evitar, al mismo tiempo, que yo la atropellara. Me miró con indignación. Lancé nuevamente mi grito de guerra. Imitaba a un gran papagayo, de plumaje rojo, verde y azul, con un pico negro y reluciente; movió las alas. Sonreí.

Ella no llegaba. Yo era un personaje romántico, un viudo joven, el príncipe de Aquitania. Para poder estar más desesperado quise a mi abuelo muerto como nunca lo quise vivo. Cuando apareció, yo estaba haciendo esfuerzos enormes para no llorar. La representación fue perfecta. Recuerdo que tenía un vestido claro, pero no su color. Logré que sospechara algo sin necesidad de utilizar gestos burdos ni silencios elocuentes. Cuando por fin me preguntó si me ocurría algo, reí con un esfuerzo y le dije que no. Después me contó una historia interminable sobre unos problemas que tenía ella o una amiga con sus padres. Yo mantuve una sonrisa vaga todo el tiempo. Cuando la dejé, quedó ligeramente preocupada. Miré cómo se alejaba. Seguí caminando sin un plan fijo. Pensé que yo era un gigante y que el resto de la gente tenía el tamaño de las hormigas. Durante veinte metros logré no pisar a nadie, pero luego mi concentración disminuyó y vi que las suelas de mis zapatos estaban cubiertas de sangre.

Al llegar a un parque inicié una exagerada cojera y movimientos espasmódicos con el cuerpo. Me divertía mucho mientras miraba con ferocidad tanto a los que me contemplaban con lástima, como a los que trataban de contener la risa. Sucesivamente, creí que me perseguían, que me amaban, que era invisible, que iba a enfrentarme a un pelotón de fusilamiento, que era un capitán cuyo barco se hundía lentamente.

Una vez leí en un libro que el protagonista estaba tan cansado que no podía detenerse. Al principio conté las calles que cruzaba. Cuando se inició la lluvia, decidí regresar. Durante el trayecto de vuelta tuve miedo de que al llegar nadie me reconociera o de que el ya misterioso rostro hundido en el ataúd fuese el mío.

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