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Cultura

El Aleph, el Aleph: Borges y el horror. Un ensayo de Gustavo Faverón

En Hermosos y malditas, Cultura 29 marzo, 2022

Jesús García Cívico

Jesús García Cívico

PERFIL

Hay un dictamen muy conocido (pero no siempre bien interpretado) de Theodor Adorno según el cual Escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie. En realidad, el pensador alemán no pretendía descalificar el futuro de un género literario in toto, ni mucho menos proscribir la escritura de poemas tras el hecho más terrible del siglo del horror, sino tan solo señalar la conveniencia de aproximarnos a la literatura y al arte con un estado espiritual o de ánimo coherente con la magnitud de la catástrofe de la humanidad (los campos de exterminio) convertida en adelante en ineludible signo de nuestra misteriosa ontología.

En efecto, en Sobre la teoría de la historia y de la libertad el pensador alemán razonó cómo después de Auschwitz –consumado el espanto– no solo toda teoría positiva del progreso sino todo alegato sobre un sentido de la historia parecía problemático y grotescamente afirmativo. «El Aleph» fue escrito durante Auschwitz, ¿se reflejó el horror en el doble artilugio (la esfera de fulgor casi intolerable que contiene el Universo y la homónima narración de Jorge Luis Borges? Si fue así, mientras Adorno vocalizaba la expresión Que Auschwitz no se repita, al otro lado del océano, el autor de El libro de arena, obsesionado con la regeneración y lo eterno, escondía en su relato el enigma de la repetición infinita: un secreto digno de ser buscado, un «caso» (el del reflejo del horror irrepetible en la eterna repetición del Aleph) en el que solo un escritor con vocación por las profundidades como Gustavo Faverón podría adentrarse.

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Pero El orden del Aleph (Candaya, 2022) no responde solo a ese misterio terminal. Entre enero y agosto de 1945, Borges también conoció la posibilidad de la inminente destrucción del mundo por la devastación nuclear, la apocalíptica fragilidad de la tierra frente a la bomba, un planeta que podría ser sustituido lentamente por otro como en la trama de «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius». Borges publicó «El Aleph» en la revista Sur el mismo año que explotó la primera bomba atómica. Así que, en lo que toca a la idea de fin (al otro lado de la letra hebrea que apunta el comienzo), el autor de El anticuario dibuja otra pregunta: ¿estaba acaso el cuento más célebre del autor argentino en comunicación (ética, ontológica o existencial) con el significado profundo de la destrucción planetaria (mejor del mundo)? Y, ¿hay un lugar para la esperanza en algún resquicio racional o emocional en ese mapa de cosmos infinitos que se bifurcan?

A responder estos interrogantes (entre otras prioridades temáticas) dedica el autor de la excelente novela Vivir abajo, un ensayo literario (en contraposición al rígido ensayo científico) profundo, tan seductor como excelentemente documentado, exhaustivo y en el mejor sentido, osado (la curiosidad y la valentía intelectual no son solo señas de la filosofía sino también de la literatura) que sitúo ya, por razones que tienen que ver con su sensibilidad ante la historia (un rasgo reconocible de ese gran escritor que es Faverón) y porque entronca con el campo de emociones que siempre he considerado primordiales (el estupor ante la crueldad, la zozobra interior frente a la tortura, el temblor frente a la oscuridad moral de nuestra especie) en el anaquel de mis obras preferidas de los últimos años.

¿Hay un lugar para la esperanza en algún resquicio racional o emocional en ese mapa de cosmos infinitos que se bifurcan?

Faverón estructura El orden del Aleph en siete capítulos a modo de tabla de navegación en un inmenso océano de conexiones. En el primero de ellos, «Babel», con todo su trasfondo de confusión y anatema (siempre he pensado que el verdadero laberinto de nuestra incomunicación son las connotaciones), se apuntan hipótesis sobre las variantes en el único borrador conservado de «El Aleph» que Borges enmendó con tachaduras y añadidos: en una versión inicial del cuento, Carlos Argentino Daneri no es primo de Beatriz Viterbo, sino su hermano.

Enlazando las inefables tragedias de 1945 con la turbada realidad de los personajes del cuento (e indirectamente del mismo Borges), Faverón elucubra la evitación del incesto entre el pudor, la explicación psicoanalítica que mira a la relación del argentino con Estela Canto (a la que el cuento está dedicado), las cadenas de identidades compartidas, la abyección y el tipo de revelación sexual (el incesto en boca de la propia Canto) que se fosiliza en la memoria.

Con apoyo del pensamiento de Julia Kristeva, Maurice Blanchot y Jean-Luc Nancy se suceden páginas muy sugestivas dedicadas a lo abyecto en Borges (entre el análisis onomástico, el Doppelgänger –y el Dreifachgänger en expresión del propio Faverón–, Kafka y Thomas Browne) que desembocan en la «pista» de la metáfora de la pluralidad de lenguas y significados (tan cara a Kafka o al crítico cultural George Steiner). Destaco aquí el análisis de Faverón de la alegoría, las líneas sobre el simulacro de Baudrillard, el surco de la parodia Borges-Daneri-Gracián y el paso que da desde las Gramáticas de la creación a la arrogancia mortífera de Oppenheimer en Los Álamos.

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Particular interés despertó en mí el capítulo intitulado «Fisión y visión: lo inmirable», un cruce de caminos, entre la hauntología de Mark Fisher –por ejemplo, su distinción entre lo raro y lo espeluznante a partir del recurrente Umheimlich freudiano–, la imagen del mundo según Heidegger, el pesar ontológico de Agamben (cabría sumar aquí los pasajes más oscuros de Jean Améry) y las reflexiones, ya a propósito de lo unwatchable –lo visible que no queremos ver pero que vemos atraídos por lo atroz– en el campo de la imagen de W. J. T. Mitchell, Boris Groys o Didi-Huberman (por cierto, también podrían añadirse algunas líneas sobre el excelente ensayo que este último dedicó a Pasolini: la forma en que contrapuso al fulgor de los reflectores la débil luz de las luciérnagas).

Se ocupa en este sólido capítulo el profesor de literatura latinoamericana en Bowdoin College, y antes en la Escuela de Lenguas de Middlebury y Stanford University, del vínculo entre lo inmirable, la verdad, la muerte y la forma en que Borges reflejó acaso en «El Aleph» –en la visión de la esfera universal en el sótano de la casa de Beatriz Viterbo– los cuerpos emaciados, la humanidad degradada, los bultos humanos en retorcimiento de la radiación (inmirable todo ello), la infame sombra de los bombardeos atómicos de Hiroshima y Nagasaki. Faveron demuestra en este trascendental capítulo su elegancia no solo en la selección de fuentes, sino en los atinados apuntes iconográficos (algunos iconológicos según la célebre distinción de Panofsky) y en el tono franco, pero sensible (la lección-Claude Lanzmann sobre la nobleza) con que recoge las noticias (y las viñetas) del Zeitgeist.

En el corazón del corazón del Aleph, por parafrasear el excelente título del simpar William Gass sitúa Faverón su exégesis del orden de la famosa enumeración contenida en «El Aleph». Es posible que la irresoluble crisis opresiva del tiempo de escritura y reescritura del relato (que finalmente ocupó solo doce páginas) se viera reflejada en la imposibilidad del lenguaje de traducir linealmente la multiplicidad de simultaneidades de la esfera tornasolada. Faverón propone entonces algo novedoso: encontrar frente al aparente caos del inventario, un orden. Guattari y Deleuze apoyan una «caosmología» abocada a descifrar la lógica del laberinto, la enumeración cósmico-caótica: Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto (era Londres), vi interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en un espejo, vi todos los espejos del planeta y ninguno me reflejó...

Primero, pues, el mar (ya para el primer filósofo, Tales de Mileto, como para el improbable autor de La odisea el agua era principio de todo), el alba, la tarde, las muchedumbres de América…

Lo que escribe Faverón:

«Mi objetivo es hallar en el pasaje las líneas de la razón, la lógica del laberinto, describir lo que llamo su sintaxis: las reglas que Borges sigue para colocar cada término en su lugar preciso, reglas que dan sentido a la enumeración y a la trayectoria del personaje que, inmóvil, tendido decúbito dorsal en una escalera en un sótano de Buenos Aires, alentado por un orate y bajo el influjo del alcohol y la nostalgia, se interna extático en el esférico cosmos y en el esférico caos que trabajosamente entrevé en el escalón número diecinueve».

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El examen de la enumeración cósmico-caótica, la capacidad autorreferencial e intertextual de las alusiones, el escrutinio de cada elemento (descartada la mera yuxtaposición o el ornamental tropo estilístico) se sitúan en la médula del orden. Como esa serie de revelaciones laterales que los casos detectivescos más oscuros sacan a la luz en el discurrir de la novela negra, el ensayo revela y desvela tras cada una de las piezas, las claves ocultas del texto borgiano en una serie de desplazamientos espaciales y temporales: el reloj de Inverness, Cromwell y Plinio, el Atlas Novus de Willem y Joan Blaeu, las órbitas celestes de Copérnico, la torre de Alkmaar, la mezquita del Shah en Teherán, los dibujos prehistóricos en la cuevas de Mirzapur, la rosa de Querétaro, una esfera armilar. Acompañado de una interesante selección gráfica (61 figuras) Gustavo Faverón investiga el Überquid en la minuciosa selección de ciudades de la célebre enumeración, sus relaciones sintagmáticas y paradigmáticas, un mapa del mundo hecho de palabras, el ubicuo y eterno momento de las ruinas y de los inicios: nunc stans.

Pero, tras una reflexión que cualquier ensayista habría considerado como perfecto cierre del relato del ensayo (en el ánimo esa suerte de esperanza sin optimismo que reclamaba Terry Eagleton), Faverón abre de nuevo el misterio en un análisis (ya académico en algún momento) cuyas lindes se confunden con la propia apertura ficcional de la literatura borgiana. «Oh tiempo tus pirámides» podría pasar perfectamente como sutil meta-exploración ficcional de un personaje de Ficciones (para Bataille, por cierto, Auschwitz es un signo del hombre como lo fueron, precisamente las pirámides). Con cierta pátina fantástica –poco a poco nuestro ensayo se transformaría así en relato de ideas– entre los multiversos y los mapas del lingüista de origen polaco Alfred Korzybski penetramos en los materiales estéticos de la cartografía como método de construcción de la ficción, en la noción de la temible sombra de un mundo que empieza a oscurecer el nuestro. El análisis del manuscrito original servirá definitivamente a Faverón no solo para resituar objetos y lugares descartados de la enumeración, conjeturar sobre Lady Macbeth, tintoreros enmascarados, Dante, Shakespeare y todos los jardines de senderos que se bifurcan, sino para descifrar la forma en que Borges como lector del mundo, es decir, no como filósofo de la historia, al modo de Hegel, sino como lector de la Historia, habría dejado caer la bomba atómica en el corazón de «El Aleph».

Jorge Luis Borges

Todo ensayo excepcional tiene algo de Potlatch (regalo), de derroche (exhibición cordial del despilfarro) y es así como se puede disfrutar «El hombre en el sótano», revisión casi conclusiva de los géneros donde fluctúan las doce páginas del cuento, la duda que atraviesa la «Posdata» reflejada, la melancolía de Robert Burton y el imaginativo traductor de Las mil y un noches, Richard Burton (no el actor), el antisemitismo, la huida, el universo que verá el hombre en el sótano (desde cierto ángulo en la parte inferior del escalón, recordémoslo). Si una de las premisas de El orden del Aleph era la dificultad de Borges en relación con el mundo más tangible y circundante, a estas alturas finales del ensayo sobrecogerá al lector la doble facilidad (la del argentino y la del peruano) para tocar con la mente el intangible lenguaje matemático con que, tal como afirmó en autor de Il Sagiatore, está escrito el universo. No solo Galileo, ni la filosofía como rama del fantástico, ni la verdad interminable del Orlando Furioso, ni el regreso del antisemitismo tras el estudio de la letra en el alfabeto hebreo, ni el archivo de la memoria de De Quincey, todos y cada uno de los eslabones reciben una rara luz en una cadena de cifras y desciframientos compleja pero convincente.

«El orden del Aleph» se habrá ido haciendo más obscuro pero también más admirable conforme se cierran aparentemente las constelaciones (en el sentido que le dieron Benjamin y Adorno), las redes de asociaciones y connotaciones subjetivas, de manera que cuando Faverón aborde para terminar otras fuentes ficcionales, teológicas y místicas de «El Aleph» en relación con «La muralla y los libros», –de nuevo Kafka, la abyección, el hecho estético (como una suerte de revelación futura que no llega a consumarse)– el narrador de El anticuario y ya no el ensayista conseguirá la perfecta y hermosa simetría del ensayo: el cierre de «La lámpara maravillosa» apunta a la esperanza, a una refutación del pesimismo y del nihilismo de Borges a modo de amor místico por la humanidad y el universo.

Ensayo de síntesis imposible trufado de conjeturas y enigmas, casi todas refulgentes, otras muy loables, algunas rayanas en la quimera (se non è vero, è ben trovato), a partir de todas Faverón evoca hechos, pero también miedos, significados y misterios y con esos mimbres teje reminiscencias y avisos de inquietante actualidad (la memoria, dijo Kundera, puede ser un tema y no solo una metodología). Ensayo-cuento, en fin, acerca de la terrible y fascinante posibilidad de mirar el universo desde todos los puntos de vista posibles colocados en infinitas posiciones en renovados segmentos de la existencia: un pensamiento no solo capaz de comprender el universo sino de engendrarlo.

Hermosos: cuentos de Borges.

Malditas: amenazas de destrucción nuclear.

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