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Paseo pornográfico por el interior de «Una casa holandesa»

En Cultura 11 agosto, 2015

Edu Reptil

Edu Reptil

PERFIL

Aforismos, poemas, ideas, confesiones… Jesús García Cívico abre sus puertas de par en par y deja que entremos en su morada intelectual.

Que no se deja pasar a desconocidos al interior de nuestras casas es algo que aprendemos desde bien pequeños. Nuestra casa es un santuario, un refugio e incluso una casa puede ser una excusa. ¿Cómo dejar que cualquiera pase? ¿Cómo permitir que un extraño pise la moqueta y lo ponga todo perdido un día de lluvia? Hay quien entra y se permite todo tipo de licencias. Las casas se deterioran, arden, se derrumban. Pese a esto, Jesús García Cívico, que es escritor y también una casa, ha decidido entregar la escritura de su domicilio literario a Ediciones Canibaal, teniendo esta relación como fruto un libro: Una casa holandesa, (ego) aforismos en Word, poemas con auto-reverse.

Una casa holandesa

¿Cómo de dentro de Cívico se puede llegar con este libro como acreditación? ¿Da acceso a todas las áreas?

En realidad, Cívico es una excusa. Bueno, es una excusa y no lo es. Es una excusa en el sentido en que el protagonista del libro (un tipo que duerme con una cápsula de cianuro entre los dientes, un alcohólico que nunca ha probado una gota de alcohol –sin por ello dejar de reconocerse como bebedor– un «santo bebedor» si se quiere así) tiende a ser universal. En este sentido, ser un ser humano es la acreditación. Una acreditación que da acceso a todas las áreas, incluyendo el spa. Es decir, la tonalidad introspectiva del libro aspira a funcionar como un señuelo. Confía en la mala fe del lector. Un lector que se aproximará seguramente al libro de la misma forma en que desde siempre un ser humano se ha aproximado a otro ser humano: Para abusar de él.

La gracia de todo esto, según espero, es que esa retahíla de confesiones ambiguas o casi falsas (es evidente que el autor no pasaba de bebé sus horas muertas «fumando desnudo delante de un espejo») podría conducir al lector a través de una auto parodia-que he querido que fuera muy fina-a reflexionar sobre el mundo y, en particular, sobre la fugacidad del ser. Pensar su propia fragilidad y sobre todo, su propio ridículo. El blanco del libro es, en todo caso, lo solemne. El egotismo de Cívico, por seguir con la tercera persona, es un «egotismo negativo», y mi trabajo de auto-observación sarcástica se inscribe, según me han dicho, en una crítica al narcisismo que, francamente, en las redes sociales adquiere una magnitud insoportable.

En definitiva, Una casa holandesa es de entrada un libro que contiene monólogos, poemas y aforismos sobre temas (o áreas, como sugieres llamarlas) universales: La infancia y la extrañeza de existir, el viaje (de todo tipo), la decepción y la muerte. Todo un resort donde Cívico es una falsa acreditación.

Sin embargo, y aquí reside el costado pornográfico de este volumen, Cívico, igual que funciona como una excusa, como un macguffin, no es sólo una excusa. Es cierto que la gestación de este libro ha necesitado de muchos años en los que uno se ha recorrido el mundo, los libros, las virtudes y a uno mismo. La decepción opera aquí como fuente de conocimiento, aunque cabe retener que la decepción es siempre un asunto muy personal. Las decepciones son pequeños tesoros y gracias a ellos nos hacemos una idea cabal de las cosas ¡pero cada uno ha de buscarlas por su cuenta!

Luego hay un área muy íntima e intransferible que es sólo el reverso agradable de la decepción: Al final de todo queda un registro de la luna, de las filigranas que el viento dibuja en la arboleda y de reseñas literarias y de azules de playa pero también de seres en los que confío plenamente, desde mi gato a Baudelaire o Theodor Adorno, de Lichtenberg a Beach House o Simon & Garfunkel, de los films de Werner Herzog y François Truffaut a Bohumill Hrabal o al humor de Tonino Guitián.

Nosferatu de Herzog

¿La casa holandesa es una edificación sólida y acabada, o puede haber reformas?

El destino de la casa es el destino de la casa Usher que es, en general, el de todas las casas: El derrumbe. La casa se agrietará y con el tiempo se desmoronará. Es decir, de una forma u otra, antes o temprano todos la vamos a palmar, todos nos vamos a desplomar. Uno de los hilos conductores de los últimos capítulos (el libro avanza desde el nacimiento a la muerte) es precisamente la conciencia de la finitud, algo de lo que al parecer no sólo no se habla en las escuelas sino que se desmiente tonta e inútilmente a todas horas.

Sí hay un elemento sólido y acabado en este punto, según me parece: Es la ironía. La ironía puede ser muy oscura por lo que me han dicho, muy… retorcida, pero siempre está ahí. La he buscado en esa traqueotomía antes del postre que es el relato adulto de la infancia, la he perseguido en monólogos donde mi abuela, que en realidad era pragmatista, actuaba como Nietzsche, en vidas de santos, en obituarios de hormigas, la he buscado incluso cuando en alguna sección del libro se calificaba el genocidio como actividad «propiamente humana». He acudido a la historia del hombre, en expresión de Hegel, como inmenso matadero, pero incluso cuando he remitido el microtexto a las noticias sobre la antropofagia de grupos criminales salidos de la guerra de los Balcanes, el motivo que me ha movido a levantar la casa no es otro que la búsqueda y las ganas de compartir la risa.

Si hay otros ladrillos sólidos en la casa, estos están hechos de los materiales con los que he forjado mis convicciones más íntimas: Lo peor del mundo es la tortura, hacerle a un ser humano desear su propia muerte. La vanidad y la prensa deportiva le van a la zaga. Detesto con toda mi alma la idea de nación, las pipas del melón, la crueldad, las religiones, el terrorismo «y el resto de deportes de equipo». Tampoco me gustan los poetas pero los necesito: A Hipopótamos, el poema que abre el libro, le reconozco la misma ontología que a un pasatiempo, en el sentido que ese término (pasatiempo) es a la vez detestable y hermoso. Luego están las mujeres, pero el libro sólo tiene una imagen de ellas: La de la mía devorada por un cocodrilo o posiblemente enterrada en el fango en una playa de la costa irlandesa. Justamente el primer recuerdo que guardo de una mujer hermosa es metafísicamente contradictorio. Al día siguiente de ver El baile de los vampiros, el estupendo film de Polanski, supe que Sharon Tate tan mágica, tan llena de vida, había sido ya salvajemente masacrada. El contraste entre el horror y la belleza le ha dado también juego a Una casa holandesa.

La única reforma de la casa, por acabar de contestar a tu pregunta, es su relectura. Las relaciones entre el arte y la vida. Ojalá haya quedado claro. Esa ha sido la razón de las líneas que se dedican a Lovecraft, Bernhard, Dostoievski o a Arthur Gordon Pim: El anochecer que procura la lectura de Poe es mejor que el anochecer astronómico, de la misma forma en que las aventuras de R.L. Stevenson son más perfectas que la vida.

The Radio Dept.

En el libro hablas de tu deseo de reencarnarte con plena conciencia de la vida anterior. Si esto fuese así, ¿qué errores cometerías de nuevo? ¿Qué aciertos intentarías repetir? ¿Qué aspecto te gustaría tener? ¿Qué trabajo?

Sí, no creo que la antropología materialista tenga la última palabra sobre nosotros mismos, por mucho que parece imprescindible para conocer, por ejemplo, el origen de los sistemas de creencias religiosas más extendidos o la razón del porqué los cristianos creen en mesías, los hindúes no comen carne de vaca o los musulmanes evitan el cerdo. Hay un elemento misterioso en nuestra existencia, sólo que no podemos decir nada de él sin resultar más ridículos de lo que ya somos. Me gustaría conservar íntimamente ese misterio incluso después de dejar de existir.

La idea de reencarnación me parece en realidad inútil y sórdida a la vez. Nuestra existencia no puede dejar de ser cómica y terrible, desternillante y tierna. Si viviéramos de nuevo sabiendo lo que sabemos hoy, el peso de la responsabilidad nos sepultaría como una plancha de metal. Creo en el peligro de las metáforas pero también en la esperanza de encontrar una forma de describirnos mejor. Si esa descripción o re-descripción de nosotros resulta sincera o no (y a eso me refiero con vivir varias veces) dependerá de que asumamos o no la conciencia de nuestra fragilidad y su afinidad con el carácter móvil, diríase que inquieto, del pasado. Con todo ello, el libro, en el tono de esos chistes terminales tan típicos de los filmes de acción americanos, no es en ningún momento, eso espero, ni atormentado ni sombrío sino, quiero pensar, tierno, amable y luminoso; Incluso cuando se define el mundo como un lodazal, se lee: Nada era hermoso. Dejemos de mistificar tanto el pasado. Sin embargo fue real: Una forma incontestablemente superior de la hermosura.

Una casa holandesa

Nacer en diciembre hace que uno sea de los más pequeños de su curso, mientras que si hubiese nacido un poco después, en enero, sería de los mayores. De pequeño esto siempre me planteaba una duda. Si pudieses elegir, ¿preferirías ser de diciembre de un año, o de enero del de después?

Me parece que aciertas al relacionar todo esto con el azar y darle a éste la importancia que tiene. Ah, y en reconocerle, de paso, la gracia. El azar tiene su gracia. O no. Es lo que contó, salvando las distancias insalvables, Woody Allen, en Match Point. Sin embargo, de nuevo el decembrismo es un ardid para largar del epimeteísmo. Epimeteo, como sabes, significa el que se da cuenta demasiado tarde de las cosas. Al contrario que Prometeo, este mítico benefactor no ayuda en nada a los hombres. No se trata de preferir nacer aquí o allá, ahora, antes o más tarde, si no de asumir, en mi opinión, dos cosas. Una la escribió de forma memorable Nabokov: La cuna que nos mece se balancea sobre un doble abismo: Los días que nos preceden y los que tras morir no llegaremos a ver. La otra cuestión a pensar a partir de ese hecho que subrayas (asomarse al mundo por delante o detrás de los demás) es que nadie, nunca, nadie jamás está a la altura de sus posibilidades… ¡afortunadamente! Lo mejor de nosotros son nuestras limitaciones. A mí hay partes de Una casa holandesa donde no se me deja entrar. He querido escribir un libro con muchos niveles de lectura pero yo ya sólo comprendo los dobles sentidos, así que me pierdo más de la mitad.

Fotografía ciudad holandesa

El sentimiento sentimentófago de la inseguridad que dices que albergas, ¿se alimenta bien? ¿Come a menudo? ¿Ha tenido algún papel en la elaboración de este libro, o todo lo contrario?

Sí, la inseguridad se alimenta de emociones, cuanto más fuertes mejor. Hay en ella un aspecto positivo que no me corresponde a mí como autor subrayar, por eso me gusta que Pablo Miravet en su generoso prólogo haya calificado Una casa holandesa como un «libro Potlach», es decir un derroche que supera todo cálculo contable. Ese es el papel que ha desempeñado el carácter voraz de esa inseguridad. Los nueve años de gestación obedecen a un cálculo del autor: Nada me parecía suficiente. Nada estaba a la altura del lector o de la lectora en la que estaba pensando.

El respeto a los árboles del planeta (llegaron a imprimirse cientos de borradores de un centenar de distintas versiones de la obra), el agotamiento y la favorable respuesta de algunos concursos literarios donde enviamos partes aisladas de la casa comenzaron a decidirnos. Con todo, pasaron dos años más desde los primeros y calurosos elogios de algunos críticos argentinos. Inseguro como soy, todo me seguía pareciendo insuficiente. Por eso luego recargué las habitaciones de la casa con aparato gráfico, fotos de solares y muros de los años 70 de ese material que ahora sólo se encuentra en Portugal. Al final hasta le puse hilo musical tipo dream pop. La agridulce portada de Carmen Calvo, el prólogo de Miravet y el cuidado en la edición de Ximo Rochera que luego me invitó a colaborar en la Revista de Arte y Literatura Canibaal, fueron argumentos que aliviaron mi inseguridad cuando ya se trataba de hechos consumados.

Sharon Tate

Trabajar en Word pronto será algo romántico pero poco práctico. ¿Qué harás ese día? ¿Evolución o resistencia?

Trabajar en Word, que es la forma en que nos ha tocado trabajar a los nacidos a finales de los 60, pero no sólo a nosotros, no tendría nada de especial si no fuera porque el mal del que hablaba Paul Valéry -ese gusto perverso por la reasunción indefinida y esa complacencia por el estado reversible de las obras– a mí me afectó de lleno.

Pero además, o sobre todo, yo aspiraba a que se entendiera que el procesador del Word es una utopía, una metáfora no sólo de la posibilidad de regresar (añadir, quitar, corregir) al texto sino a también a la textura abierta de nuestras vidas. Hay una interpretación de la existencia (que no me acaba de convencer) de acuerdo con la cual en la vida no podemos regresar, ni corregir nada del pasado. El libro mantiene-aunque de forma tímida-que sí podemos cambiar el sentido y aún mejor el tono de lo vivido. Por decirlo más claramente, no creo que se trate de ser procesador, como tanta gente ha tratado de ser agua escuchando a Bruce Lee, sino de ser exigente con las posibilidades del relato acerca de nosotros mismos.

Por acabar, diré que no sólo es el Word sino, particularmente, su relación con la multiplicidad de géneros breves que acoge Una casa holandesa, lo que permite que uno no suene al fin y al cabo como un loco: Si de la existencia humana destaca sobre todo su brevedad, el formato para contarla ha de ser nimio. Partiendo de nuestra ridícula ontología, mi ánimo, como ha visto algún crítico por ahí, no es otro que invitar a reírse profundamente del ego narcisista considerado como expresión más actual (e improcedente) de lo solemne. Una forma rebuscada pero amable de pensar y de sentir: Trato de hablar siempre con alguien como si su madre estuviera delante. También de los lectores.

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