Mis dos discos favoritos de 2024 están compuestos por músicos que apenas rebasan los treinta años. Habitualmente no tengo tan claras mis preferencias, pero este año, sí. Son Brat (2024), de Charli XCX, en el ámbito internacional, y Cancionero de los cielos (2024), de Viva Belgrado, en negociado español.
La artista de Cambridge y el grupo de Córdoba no tienen, aparentemente, nada que ver entre sí, al margen de la edad, pero creo que ambos expresan a la perfección las inquietudes de ese tiempo en el que la vida te quema por dentro. Cuando casi todo está por hacer: afianzarte en tu profesión, estabilizarte sentimental y emocionalmente, formar una familia. Cuando son muchos más los interrogantes que las certezas. Cuando navegas entre la euforia y el abatimiento, a veces sin salir del mismo día. Cuando te ilusionas para luego desfallecer, y vuelta a empezar. Cuando te cuestionas a qué estás dedicando tu tiempo, valoras si el esfuerzo tendrá recompensa y puedes llegar a pensar en tirar la toalla y mandar todo a la mierda, especialmente si lo que pretendes es vivir de una vocación que brota de la creación.
No me siento nada especial… supongo que soy un desastre y juego el papel… soy famosa, pero no del todo, canta Charli en “I Might Say Something Stupid”. Incluso se plantea en voz alta la oportunidad de la maternidad en “I Think About It All The Time”, con una desenvoltura inusual en el pop de consumo. A los treinta todo me parece tan mal, solo veo moscas en la puta capital, jóvenes, modernos, anarcocapitalistas, ahí va la cuestión, ya no sé si soy capaz de volver a emocionar con una canción, canta Cándido Gálvez en “Vernissage”. Quizá porque ambos están ya inmersos en esa fase vital en la que te das cuenta de que el tiempo no es ilimitado ni la salud inmune al embate del tiempo. Y que aburrirse empieza a ser un raro privilegio, y no una rutina.
A veces es complicado explicar por qué a uno le engancha un disco. Me gusta pensar que en este caso, o en estos dos casos —mejor dicho— conviven razones de forma y de fondo. El mensaje me resulta tremendamente atractivo, pese también la forma. Suenan tremendamente contemporáneos (la nómina de colaboradores coetáneos refuerza esta idea), pero al mismo tiempo conscientes del legado que asumen, y eso me gusta porque evidencia que son trabajos de mirada amplia, compuestos y producidos con las luces largas activadas, pero también con el cristal de los retrovisores bien limpio.
Charli XCX, cuya discografía hasta el momento no me había dicho gran cosa, arrincona cualquier peaje mainstream para una apuesta de extremos, tanto desde lo lírico como desde lo visual o lo estilístico: se pronuncia como hija de la última generación que se arrobó el derecho de tener el vocablo rave en la boca (aunque fuera desde aquel enfoque, ya un poco de segunda mano, que grupos como los Klaxons llevaron a las portadas de las revistas musicales a finales de los noughties, la primera década de este siglo), y combina en su excepcional túrmix cosas del house, del trance, del glitch pop, del synth pop y hasta de la disco music.
Remueve en nuestra mollera los recuerdos de Madonna, Disclosure, Kanye West, M.I.A. o cualquier género o subgénero de los que nutren el continuum de la mejor música de baile facturada en Gran Bretaña en los últimos veinte años, igual da que sea desde el subsuelo o desde la alfombra roja de los Brit Awards: es la sublimación del hyperpop, con toda seguridad su obra cumbre. Por algo el gurú A.G. Cook es el único que aparece dos veces en su versión colaborativa (Brat and it’s completely different but also still brat, publicado tres meses después), con Troye Sivan, Tinashe, Caroline Polacheck, Shygirl o Billie Eilish surtiendo lo que ya es un nuevo star system post pandémico.
Tampoco me había terminado de zambullir en la obra de Viva Belgrado, he de reconocer. Menos aún con un nombre de resonancias a filo indie cansino —ellos no tienen la culpa, que se formaron a finales de 2011— que podría llamar a engaño al neófito. Sus herramientas están en las antípodas de las que emplea cualquier puntal del hyperpop (o quizá no tanto, porque utilizan procesadores de voz y cuentan con Erik Urano entre sus aliados, alguien para quien no son ajenos ni el hip hop —con el que ellos también han flirteado en anteriores discos— ni el grime), pero también son válidas para reflejar los claroscuros de un tiempo tan sobresaturado de estímulos, en el que quizá solo desde cierto maximalismo sonoro se logre llamar la atención. Se alimentan de la ira del post hardcore y de la agridulce melancolía del emocore, derivaciones genéricas que nacieron en los noventa. Pero también de la ensoñación del shoegaze y de una actitud punk que ni se crea ni se destruye, tan solo se transforma. Y la imaginería lírica de trasfondo religioso que es propia a su ciudad, conocida (sobre todo) por su mezquita.
Cancionero de los cielos (2024) es un trabajo ardiente, incandescente, valiente y adictivo, que enardece el ánimo. Brat (2024) también es descarado, desafiante, audaz, igual de honesto (esas letras que se leen como espontáneos mensajes de whatsapp, propios de una estrella sin filtros) y magnético. Ambos se interrogan sobre el sentido de la creación, sobre el fin último de lo que hacen y por qué o para qué lo hacen. A mí me han tenido embelesado durante unas cuantas semanas, algo que cada vez me ocurre con menos frecuencia. Y me han recordado, quizá porque cuando uno rebasa los cincuenta las cosas ya se ven distintas (posiblemente con una serenidad un poco engañosa), lo mucho que tenemos que aprender de esa generación que se ha topado con un porvenir aún más complejo y embarrancado que el que nos aguardaba a nosotros hace veinte o veinticinco años (que tampoco era un chollo), y que solo queda afrontar a tumba abierta. Con la certeza de que es el momento de intentarlo absolutamente todo.
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