Arnaud Desplechin y Mathieu Amalric, que estrenan Los fantasmas de Ismael, llevan haciendo películas juntos desde La sentinelle (1992). Fue con aquella película del año olímpico que el de Roubaix descubrió al que hoy es el actor más prestigioso y cotizado del cine francés, además de un realizador personalísimo, con grandes títulos como Tournée (2010) o la más reciente Barbara (2017). Amalric se convirtió en algo así como el alter ego de Desplechin, a lo largo de media docena de films, entre los que sobresalen Rois et reine (2004) y Un cuento de Navidad (2008). Y aquí, en Los fantasmas de Ismael, el número 7 de su intensa colaboración, lo es más que nunca, porque Amalric encarna a un director de cine al que, en pleno rodaje de una película de espionaje muy desplechiniana, sobreviene una profunda crisis personal. Justo cuando había encontrado la paz junto a Sylvia (Charlotte Gainsbourg), aparece la que fue su mujer (Marion Cotillard), que llevaba 21 años desaparecida, y ya daba por muerta. La película se plantea así, podríamos decir, casi como una secuela de La aventura (Michelangelo Antonioni, 1960), el cine fundacional del cine moderno. Tantos años después de aquella inexplicada desaparición, la desaparecida reaparece en la playa como si tal cosa, sólo para sembrar el caos y enloquecer la atormentada mente del creador.
A todo esto se suma el desconsolado padre de la desaparecida (László Szabó, recurrente en el cine de Desplechin desde La sentinelle); la película dentro de la película, que protagonizan Louis Garrel y Alba Rohrwacher, y el productor (Hippolyte Girardot, otro fijo chez Desplechin), que perseguirá a Ismael cuando este, perseguido por sus fantasmas, busque refugio en la mítica casa familiar de Roubaix, en un regreso que recuerda al de Guy Maddin en My Winnipeg (2007). Desplechin estaría por cierto, rodando ahora mismo Roubaix: Une lumière, con Léa Seydoux. Y sin Amalric, qué cosas. Los fantasmas de Ismael es una película muy novelesca (vuelven los nombres joyceanos de Dedalus y Bloom), y alocada, que tira de todos los hilos de la mente de su creador, e incluye una escena muy Spider (David Cronenberg, 2002). No fue demasiado bien recibida cuando inauguró el Festival de Cannes de 2017, pero lo cierto es que, si bien la película tiene algún problema (seguramente no el mismo para este crítico que para la masa cannoise), gana muchísimo en un segundo visionado, y más si este es el director’s cut, y no la versión más corta que se vio en Cannes.
En la siguiente entrevista, son Desplechin y Amalric quienes nos despejan esta y otras cuestiones.
¿Cómo es que en Cannes se vio la versión abreviada de Los fantasmas de Ismael?
Arnaud Desplechin: El problema es que mis películas en Francia se estrenan tanto en las salas de Arte y Ensayo como en los Multiplex, y a mi productor se le ocurrió comercializar una versión abreviada para que encajara en las sesiones de los multicines, para poder vender más entradas. Era una versión que me parece peor, porque hay cosas que no se entienden. No sé por qué motivo Thierry Frémaux, director artístico del Festival de Cannes, quiso proyectar la versión corta, pero yo empecé a sentirme mucho mejor cuando estrenamos mi versión en el Festival de Nueva York, al que Mathieu tuvo también la amabilidad de acompañarme. De todos modos, la versión corta ya está obsoleta.
Sí, pero no deja de ser curioso. ¿Qué se perdía en el montaje del productor?
A.D.: Había dos cambios importantes, principalmente. El viaje que hace Ismael a Tel Aviv, donde dedican una retrospectiva a su ex suegro, el padre del personaje de Marion Cotillard. Es un episodio muy cómico y trágico al mismo tiempo, porque también es muy político, habla del terrorismo etc. Podríamos decir que es toda la parte judía de la película. Y luego también está la parte en la que se explica por qué Ismael hace una película sobre el que en realidad es su hermano Ivan (Louis Garrel). Vemos al verdadero Ivan a través de una conexión Skype, cómo es la relación entre los hermanos, por qué se detestan, y por qué uno quiere hacer una película sobre el otro. Son peripecias cómicas que hacen la película mucho más gozosa y comprensible. Es una pena que se suprimieran, pero vuelvo a decir que o no tengo nada que ver con aquel montaje del productor, que para mí ya está olvidado.
(No sabemos si se refiere a Pascal Caucheteux o Oury Milshtein, productor y productor ejecutivo de Los fantasmas de Ismael, pero el rifirrafe resulta gracioso si recordamos que [Spoiler] en la película Ismael le acaba pegando un tiro a su productor ejecutivo en un momento de enajenación delirante).
Es curioso tenerles juntos: el director y su alter ego.
A.D.: No estoy del todo de acuerdo con el concepto de alter ego (risas). Mathieu es, sobre todo, mi amigo. Y he querido que viniera conmigo, porque me dan miedo las entrevistas. Esta mañana me levanté muy pronto, a las seis. Estaba angustiado pensando en qué preguntas me harían los periodistas, y si sabría responderlas…
(Mathieu Amalric, que hasta el momento estaba cargando su vaporizador junto a la ventana, se acerca e interviene en la conversación).
Mathieu Amalric: Creo que me necesita, por si puedo aventurar comentarios sobre la película en zonas que igual él no ha contemplado.
Como realizador, ya ha dirigido cinco largos, pero últimamente está encarnando a muchos directores de cine en la gran pantalla. En Bárbara, sin ir más lejos…
M.A.: Sí, es verdad. Ya he perdido la cuenta. Hago de director en À jamais (Benoît Jacquot, 2016), que es una adaptación de la novela Body Art, de Don DeLillo; en Barbara, por supuesto, y en la de Polanski (La Venus de las Pieles), que creo que es un caso muchísimo más flagrante de alter ego. En el caso de Arnaud es muy distinto, porque el esfuerzo de la película va en otra dirección. Lo que intenta es crear nuevos espacios de ficción novelesca.
¿Su experiencia como director no ha modificado su comportamiento en el plató?
M.A.: No, sigo llegando a la hora con el texto aprendido, y no interfiero para nada. Eso sí, soy mucho más consciente de la soledad absoluta del dios creador, que es el director. Otros actores quizás no son tan conscientes de eso. Creen que el director lo sabe todo, y que pueden preguntarle cualquier cosa. Luego es verdad que cuando me encuentro de nuevo en soledad, escribiendo una de mis propias películas, descubro que tengo a mi disposición una caja de herramientas impresionante, por haber trabajado con Arnaud, Wes Anderson, Resnais, Polanski, Techiné, los Larrieu etc.
Entonces, Arnaud, ¿de verdad que no escribe las películas pensando que las protagonizará Mathieu Amalric?
A.D.: Nunca escribo pensando en tal o tal otro actor. Sólo al final, cuando el productor empieza a torturarme (segundo dardo contra el productor), y me pide que le diga nombres. Pero antes de llegar a la página 60, escribo para crear personajes imposibles, difíciles de interpretar, que sean tan extraños que me sorprendan primero a mí mismo, antes que a nadie más. Digamos que escribo, sin pensar en nada, sin poner caras.
¿Nunca ha pensado que una película era imposible sin tal o tal otro actor?
A.D.: Sólo me ha pasado dos veces en mi vida. Con Catherine Deneuve en Rois et reine (2004), donde había una escena que, si no hubiera sido protagonizada por ella, hubiera parecido misógina. Eran necesarios su carácter, su feminismo y su sentido del humor para que la escena pudiera funcionar sin malentendidos. Y la segunda fue, precisamente, cuando acabé de escribir Los fantasmas de Ismael. Había tanto que interpretar. Comedia, drama, gritos, murmullos. Realmente, no se me ocurría nadie más en el mundo que pudiera afrontar un reto como este. Si no hubiera podido contar con él, tendría que haber reescrito toda la película.
M.A.: Pues estaba a punto de decir que no, porque iba a rodar Barbara en esas fechas. Pero nos pusimos de acuerdo. Él hizo lo posible por avanzar al máximo el rodaje, y yo aplacé también un poco el mío.
Hablando de escenas raras. El baile de Cotillard en la película me parece el más extraño de la historia del cine. Me dejó muy desconcertado.
A.D.: Pues fue una escena apasionante de rodar, porque es al mismo tiempo muda y musical. Ni Charlotte, ni Marion, hablan en la escena. La letra es la de la canción de Bob Dylan, It Ain’t Me Babe. La canción es la que transmite el mensaje, que vendría a ser algo así como Ismael no es para ti, es para mí. No estábamos muy seguros de si Marion podía conseguir que pareciera un tema bailable, pero a la vista está que así ha sido.
Dice que no piensa en los actores cuando escribe. Y sin embargo, Marion y Charlotte no pueden ser más opuestas, acaso también complementarias. La primera podría ser, digamos, una actriz más bien instintiva, mientras que la otra es más sensible y a la vez intelectual.
A.D.: Sí, son dos de las más grandes. Pero el arte no está en el mismo lugar de su cuerpo. No están fabricadas de la misma manera, como si pertenecieran a especies distintas. Me fascinaba trabajar con una oposición tan radical. Era como un sueño, porque nunca podía imaginarme que pudieran llegar a coordinar sus agendas. Hable de ello con el productor, y por la noche recibí un escueto mail de Charlotte: Hace 20 años que nos cruzamos sin encontrarnos, ¿Y si por fin pudiéramos encontrarnos? Así empezó la película. Para ellas, era muy importante también encontrarse.
¿Y usted, Mathieu, cómo se veía en medio de las dos?
M.A.: ¡Estaba muy excitado! ¡Como si fuese una primera cita! Y además, evitaba que Arnaud y yo empezáramos a comportarnos como una vieja pareja. Hay que decir también que es una película con mucha sangre nueva, porque también están Louis Garrel y Alba Rohrwacher.
Más sangre nueva tenía Tres recuerdos de mi juventud.
A.D.: Sí, yo empecé a rodar tarde, casi cumplidos los 30, y nunca me había atrevido a escribir para personajes tan jóvenes. Y en ese caso, la actriz principal tenía 17 y la que interpretaba a su hermana pequeña, 14. Tenía mucho miedo, porque escribo diálogos que no son fáciles de decir, pero al final todo fue sorprendentemente bien.
Volviendo a Los fantasmas de Ismael, de algún modo es una película compendio, en la que revisa su filmografía.
A.D: Sí, totalmente. Es como si volviera a visitar todas mis películas. Para mí, fue un placer revisitar todos esos territorios que ya había explorado en otras ocasiones.
Los fantasmas de Ismael es una película que, como decíamos antes, crece con el segundo visionado, y más si se trata del director’s cut. Pero puede no gustar. Para este crítico sólo tiene una pega, distinta al gusto de la mayoría, y se llama Marion Cotillard. Su presencia impávida, que se adivina completamente hueca, no le hace ningún favor al film, más cuando es el eje sobre el que todo pivota. Una actriz en absoluto fascinante, a la que sólo los Dardenne, en la extraordinaria Dos días, una noche, supieron brindar gracia divina. Y el baile, con la canción de Bob Dylan, es el horror. Por lo demás, todo bien. Puro Desplechin. No es Rois et reines, su obra cumbre, pero resulta mucho más estimulante que su aventura americana. Aquella en la que Benicio del Toro parecía un oso recién levantado de la hibernación.
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