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«Sin tiempo para morir»: la gran fiesta de despedida de Daniel Craig (sin spoilers)

En Cine y Series 30 septiembre, 2021

Philipp Engel

Philipp Engel

PERFIL

No era ningún secreto que la película nº25 de la saga Bond iba a ser la quinta y última del actor británico luciendo el smoking de 007, como tampoco que esta es una fiesta que nadie en sus cabales se va a perder, y menos después de tanto aplazamiento, pandemia mediante (con la que ha acabado teniendo alguna que otra rima argumental), que nos coloca a más de un lustro de la precedente Spectre (Sam Mendes, 2015). Su más que esperado triunfo en taquilla será decisivo para devolver a las salas su necesario esplendor, pues ya se sabe que los antes conocidos como blockbusters son los que tiran del carro, que la experiencia en sala no es comparable a la de casa, y que el cine ya no seguiría siendo cine si sólo se concibiera para las plataformas. Evidencias que igual no vienen al caso, pero que nunca está de más recordar, dado que no faltan los que no se quieren dar por enterados. Añado que no soy anglófilo, ni especialmente monárquico, y por tanto tampoco fan absoluto de la saga Bond, cuya ideología es clara, aunque acudo en Aston Martin cada vez que le encomiendan una nueva misión a 007. Tampoco está de más que sepan quien les escribe. Las cartas sobre la mesa.

Sin tiempo para morir pasará a la historia por ser, con sus dos horas y 43 minutos, la más larga de una saga cinematográfica que está a puntito de cumplir 60 años, y eso hace que el espectador no sólo tenga tiempo de perecer, aunque salga contento y coleando, sino que es posible que, en algún momento, eche algún que otro vistazo a su fiel Omega Seamaster. En general, la película está entre bien y muy bien, pero hay inevitables momentos de bajón. En concreto hay una set piece que, en contra de la tónica general, me pareció resuelto de manera confusa y apresurada. De repente, Bond tiene un montón de vehículos persiguiéndole, casi enseguida se queda sin ninguno. No sé si es que me distraje mirando el reloj, o es que hay ahí alguna elipsis que no cuadra con la dinámica general del relato. La película también flaquea a nivel de villanos, Christoph Waltz tiene un concepto demasiado elevado de sí mismo, salta a la vista, y ese Rami Malek con problemas de cutis, sobre el que recae la parte final, no acaba de dejar huella, pese a que resulta tan inquietante como un gato sin pelo. El conjunto de clichés bondianos que le rodean –ahora secuestro a la chica, ahora estoy a punto de ejecutar mi plan de destrucción masiva desde mi base secreta– tampoco ayudan a conferirle un aura especial. Y luego está la trama pseudo-científica, que gira en torno a una sofisticada arma bacteriológica, entre sugerente y no lo suficientemente bien explicada. Lástima, porque hay una parte importante que consiste en no poder tocar a la persona amada que encuentra eco en nuestro pasado reciente.

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Otro desequilibrio típico de la saga es que el prólogo resulta tan arrollador que lo que viene después sabe a menos, cuando debería ser lo contrario. Una sensación parecida a cuando ves demasiadas veces el tráiler de una película muy esperada, y luego resulta que las mejores jugadas ya estaban ahí. Al margen de lo dicho, que pueden parecer pegas importantes, aunque realmente no lo sean, todo bien. Como decíamos, el prólogo es de una espectacularidad avasalladora, y además está narrado en dos tiempos muy distintos, en todos los sentidos. Por un lado, tenemos un paisaje nevado en el que se desarrolla, con un toque elegantemente terrorífico, un traumático episodio de la infancia de Madeleine Swann, el proustiano personaje ya encarnado por la diosa gala Léa Seydoux, en la precedente y quizás injustamente denostada Spectre –digo quizás, porque la presencia de la francesa me ciega, no puedo juzgar–, y por el otro un baño veraniego en una playa del sur de Italia que deriva en una emboscada multidisciplinar, conectada con Casino Royale (Martin Campbell, 2006), porque resulta que Vesper Lynd, aquel personaje otrora interpretado por Eva Green, está enterrada ahí. Una forma de cerrar el círculo. Estas dos largas escenas inaugurales, absolutamente impecables, y perfectamente interrelacionadas, aparecen bañadas en el líquido de la memoria, un poco a la manera de Dolor y gloria (Pedro Almodóvar, 2019), cuando el personaje de Antonio Banderas recordaba su infancia junto al río sumergido en el fondo de la piscina, pero al revés. Del lago donde se sumerge la pequeña Madeleine, emerge la mujer sobrehumana que todos conocemos.

Los títulos de crédito al son de Billie Eilish, la inevitable cantante de moda, tardan como media hora en llegar –casi parece una película de Apichatpong–, dejando acaso el listón demasiado alto para lo que sigue, que también nos devuelve a los orígenes, puesto que nos sitúa en Jamaica, la patria de Bond, ahí donde lo creó Fleming y donde transcurría Dr No al son de Byron Lee & the Dragonaires. En esta ocasión el sonido no está tan a la orden del día, pues nos remite al dance hall de los 80′ a través de clásicos de Sister Nancy o Buju Banton, pero lo que importa es que nos presenta a un James Bond solitario, con el corazón roto, prácticamente convertido en un anacoreta cuya mayor diversión es salir a pescar, pero no mujeres como antaño, simples doradas de generoso tamaño. La película final del ciclo Craig obvia casi totalmente, al margen de algún chiste, su lado “conquistador” para convertirlo en el último romántico.

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Volviendo al prólogo, rico en intertextualidades, no es casual que el tema musical que se insinúa, como quien silba una melodía nostálgica, no sea otro que aquel maravilloso We Have All The Time in The World, de Louis Armstrong, que sonaba por supuesto en 007 al servicio secreto de su Majestad (Peter R. Hunt, 1969) –discazo–, no por nada la película en la que el único Bond encarnado por George Lazenby se casaba y perdía prácticamente al momento a su mujer (la recientemente fallecida Diana Rigg), terminando con su cadáver en brazos y aquella frase lapidaria de Solo está descansando, que mostraba una rara dimensión trágica del personaje. Una dimensión trágica que, con ese puente musical como nexo, encuentra en Sin tiempo para morir su universo expandido, que explota en una gran final de alto voltaje emocional.

Recordemos que, hace ya más de tres lustros, Daniel Craig refundó la saga con la seca violencia de Casino Royale para que esta no se quedara atrás respecto a la entonces revolucionaria saga Bourne. Craig era un tipo más bien hosco y rudo, con un físico al borde de la vigorexia que apestaba a gimnasio barato, pero que supo dinamitar el pasado para empezar de nuevo, marcando un océano de distancia con Muere otro día (Lee Tamahori, 2002), cuyo Pierce Brosnan todavía despedía aroma a a Varón Dandy, una fragancia muy siglo XX. Sam Mendes lo tumbó, como quien dice, en el diván del psicoanalista, y finalmente Cary Fukunaga, el afamado director de la primera temporada de True Detective, le ha dejado el corazón hecho añicos, sin perder eso sí su punch ingenioso cuando hay que demostrar que el encanto sigue intacto.

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Fukunaga, que aquí oscila entre el artesano eficiente y el autor discreto, entre las postales de siempre y algunas estampas fosforitas más de ahora, maneja muy bien los códigos de la saga, que consisten en modernizarla todo lo que se pueda, sin perder de vista las esencias. Las inevitables escenas de acción, persecuciones y tiroteos, pero resueltas con elegancia, desempolvando el Aston Martin y paseando trajes de Tom Ford con la mejor percha del mundo. Al nuevo Bond moldeado por Craig y los productores de la saga a lo largo de estas cinco películas se le ha quitado definitivamente la gloria del playboy, para dejarle el dolor del amante despechado. Habrá quien ponga el grito en el cielo, pero una vez más la saga no ha hecho más que adaptarse a los tiempos que corren, y por eso ha contratado a la creadora de Fleabag, Phoebe Waller-Bridge, que ha coescrito el guion junto al propio Fukunaga y los guardianes de las esencias Neal Purvis y Robert Wade, que trabajan para la Broccoli desde El mundo nunca es suficiente (Michael Apted, 1999).

A Waller-Bridge, como es mujer, ya se le puede atribuir todas las sintonías posibles de Sin tiempo para morir con la era MeToo. Desde la rivalidad profesional entre Bond y la afrobritánica Lashana Lynch, que oposita, más tímidamente de lo esperado a sucesora de 007, a la complicidad exenta de flirteo con una maravillosa Ana de Armas que vuelve a sus orígenes cubanos para darlo todo en el trabajo más importante que me han dado, hasta este momento. Otro metachiste. Bond no anda por ahí de picos pardos, porque Madeleine tiene su corazón en un puño. Ahora que el arco dramático de esta saga totalmente renovada ha quedado completado, no faltarán estudios sobre la evolución de la masculinidad a lo largo de las seis últimas décadas a través de un personaje con el que todo hombre, en algún momento, por efímero que sea, se ha querido identificar. La evolución del hombre como género y como especie siempre es algo fascinante que, al igual que la saga Bond, avanza inexorablemente sin dejar de mirar atrás. Al margen de los estudios de género, de indudable interés, podemos decir, ya para concluir, que si Casino Royale fue una estupenda entrada en materia, como uno de esos prólogos que superan a lo que sigue, Sin tiempo para morir es un extraordinario epílogo que recapitula lo que estos 15 años han dado de sí, que no es poca cosa. Un Bond que no se parece a ningún otro, el más distinto de todos. Al final da un poco de pena y todo. Snif.

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