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25 años de la cima de Massive Attack y Boards of Canada

En Música 9 mayo, 2023

Carlos Pérez de Ziriza

Carlos Pérez de Ziriza

PERFIL

Fueron dos discos de influjo prolongado, pero casi imposibles de imitar. Ambos desmintieron a sus respectivos géneros. Escaparon de sus sombras. Se alinearon con la vis más oscura de la angustia finisecular de los últimos años noventa. Habitaron en su propia burbuja. E hicieron historia. Han pasado 25 años desde su edición, pero mantienen intacto su enigma.

Fueron publicados el mismo día. Como si se hubieran puesto de acuerdo. Un 20 de abril de 1998. Mientras el nuevo laborismo de Tony Blair celebraba los acuerdos de Paz de Irlanda del Norte y aún no había tenido tiempo de entrar en barrena y decepcionar a su clientela. Lo más oscuro estaba por venir. Pero ya había quien lo pronosticaba. Al fin y al cabo, Massive Attack y Boards of Canada operaban desde la periferia. Bristol y Edimburgo. Ningún posible fasto iba con ellos. Tampoco ningún protagonismo personal.

Ambos trabajos dispusieron de portadas rebosantes de desasosiego. Tan magnéticas como malrrolleras. Icónicas, si se me permite el abuso del manoseado término. Con los confines de la condición humana difuminados. En el caso del Mezzanine de Massive Attack, una especie de gran insecto desconocido, de apariencia amenazante, fruto de la obsesión de Robert Del Naja (3D) por las arañas (al más puro estilo Robert Smith), en colaboración con el director de arte Tom Hingston y el fotógrafo Nick Knight, tomando como modelo un escarabajo del Museo de Historia Natural de Londres, que fue fotografiado desde varios ángulos, subrayando el carácter mutante de sus canciones.

En el caso del Music Has The Right To Children de Boards of Canada, con una fotografía familiar tomada en el paraje turístico de Banff Springs, en Alberta (Canadá), en la que los rostros de sus protagonistas aparecen difuminados hasta borrar sus facciones, jugando con los pliegues de la memoria humana: «Si hay tristeza en la forma en la que usamos la memoria es porque el tiempo en el que estás concentrado se ha ido para siempre: es un tema que tratamos mucho, esa forma agridulce en la que te enfrentas a ciertos capítulos de tu vida que ahora son como Polaroids desvaídas», dijo Michael Sandison, mitad del dúo escocés.

Massive Attack venían de ser los padres de eso que alguien llamó trip hop. Con este disco de apariencia y sonido amenazante, caricaturizaron a todos esos proyectos que les seguían la pista y habían convertido aquel estilo en poco más que un sonido para anuncios de colonias. Proliferaban de nuevo los samples, pero eran de procedencia más insospechada y turbia: The Cure, The Velvet Underground y música turca. Había guitarras eléctricas, pero empleadas de una forma distinta a como lo hacían los grupos de rock.

Su contrapunto femenino era ahora, fundamentalmente, Liz Fraser, voz de los Cocteau Twins. De hecho, fue este disco el único trabajo capaz de hacerla salir a la carretera en los últimos quince años: participó en la gira de 2018, que celebraba su veinte aniversario. Creo que ninguno de los impecables directos de Massive Attack posteriores a 1998 se entendería sin este disco. Es una horma que solo ellos han logrado perfeccionar.

Todo lo que en Massive Attack era fruto de una experiencia mutante, la sensación de transformación física de una crisálida a punto de convertirse en un organismo distinto, en el caso de Boards of Canada era un desasosiego mucho más mental que meramente somático. La utilización de sintetizadores vintage, de sonidos de cinta de cassette, de fragmentos de programas de televisión y documentales emitidos por la BBC durante su niñez y una producción que tendía a lo analógico eran elementos que reforzaban la idea de estar ante un disco que jugaba con las diferentes percepciones de la realidad a través de las trampas de la memoria humana.

Obviamente, el debut en formato largo de Marcus Eoin y Michael Sandison no podía, ni de lejos, llegar a las cotas comerciales alcanzadas por Massive Attack: vendió algo menos de 100.000 copias, por las más de dos millones de los de Bristol, quienes contaban con la ventaja de no ser precisamente unos desconocidos para el gran público. Pero su condición de artefacto de culto es igual de poderosa. O más.

La onda expansiva de Mezzanine es difícil de determinar. Nadie ha tenido el cuajo de tratar de imitarles. Como su propio nombre indica, es un entresuelo. Y nadie, o casi nadie, quiere vivir en esos espacios intermedios, indeterminados, con escasa ventilación y menos luz. Un hueco con la misma forma de limbo que adoptó buena parte de la década de los noventa, tan recalibrada ahora a través de películas, documentales y libros que nos muestran cosas que entonces nos parecían normales, pero ahora nos resultan inauditas. Es un disco surgido de la fricción, de la tensión, de la angustia. De la que sentían entre ellos y también ante lo que les rodeaba.

¿El sonido tribal de las producciones de Timbaland? ¿Los posteriores experimentos de Björk? ¿Las pesadillas descritas por David Holmes, Primal Scream o Death In Vegas? No es fácil advertir la huella de un trabajo de un magnetismo tan reptante, intrigante y complicado de desentrañar como fue Mezzanine, prácticamente único en su forma de fundir guitarras eléctricas y tramas electrónicas. Lo mejor que se puede decir de él es que, a oídos vírgenes, seguramente no suene a ninguna década concreta. Trasciende.

La sombra de Music Has The Right To Children es más identificable, aunque más o menos igual de subterránea. Hay toda una pléyade de músicos que se declaran deudores de él. Four Tet, Bibio, Gold Panda, Tim Hecker, Lone. Y son muchos más aquellos de quienes no consta una expresa declaración de adhesión pero se deduce de su música, de forma inequívoca.

Fue precisamente un periodista escocés (como ellos), David Keenan, quien acuñó la etiqueta de pop hipnagógico (luego vino lo del glo fi, el chillwave o el vaporwave) para referirse a todos aquellos artistas que remitían a su infancia y adolescencia, vividas generalmente en los años ochenta, mediante un pop vaporoso, levitante, de acento melancólico y contornos difuminados, que se nutría del juego entre la realidad y lo imaginado, lo tangible y lo soñado, la conciencia y la duermevela.

Una música que se alimenta del empleo de cintas (la cultura del cassette), de los sintetizadores analógicos y la cacharrería vintage, y que va de Ariel Pink al fantástico último disco de Caroline Rose (quien participa de ese juego entre loops de cintas y memoria sensorial, aunque lo suyo sea más inclasificable), pasando por todo lo que han ido haciendo Memory Tapes Washed Out, Neon Indian, Toro y Moi, Com Truise o Part Time. Ninguno de ellos existiría sin la piedra fundacional que fue el debut de Boards of Canada.

Han pasado 25 años desde que los escuchamos por primera vez, y ambos siguen sonando como si procedieran de una dimensión desconocida y apenas explorada.

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