Crear es un acto personal casi intransferible, el cine no escapa de semejante intensidad, y menos el cine independiente. Últimamente, una nueva ola de cineastas amateurs está sacudiendo de arriba abajo el catálogo de películas españolas, aunque se estrenen en festivales y apenas lleguen a las salas.
Sacar adelante un proyecto fílmico es tarea complicada para un aspirante a directora o director pero, sin embargo, cada año surge un buen puñado de jóvenes talentos que despuntan con sus óperas primas. Desde hace no más de dos años, en nuestro panorama audiovisual están apareciendo joyitas cinematográficas: Clara Simón ya abrumó con la íntima Verano 1993, siendo la ópera prima más aplaudida del pasado año. También es reseñable el debut de Sergio G. Sánchez, con El secreto de Marrowbone o de Lino Escalera, con No sé decir adiós.
A Simón le pisan los talones nuevos y jovencísimos talentos femeninos como Elena Martín o Sara Gutiérrez, ambas de la cantera de la Universitat Pompeu Fabra. La primera despuntó como actriz en la aclamada Las amigas de Àgata y posteriormente debutó en la dirección y el guión –donde también encarnaba a la protagonista– con Júlia Ist, otra muy bien acogida por la crítica y que le ha valido a Martín, entre otros, el Premio Un futuro de cine del festival Cinemajove. La segunda se lanza al oficio directamente con su largo Yo la busco, también proyecto final de grado con el que ha estado presente en los festivales D’A Film y Atlántida.
En estos dos últimos casos, con Las amigas de Àgata y Yo la busco, ni Martín ni Gutiérrez han tenido que pasar un filtro de la industria, puesto que eran trabajos de la universidad, lo que es una victoria. No han pasado esa criba, porque filmaron y luego sus proyectos fueron vistos y reconocidos, pero nadie ha confiado en ellas ni las ha producido a ciegas. Esto ejemplifica que como ellas, existe más talento femenino amateur que tiene cosas que decir y que las dice con rigor. Con su voz, su mirada y un relato honesto.
El principal caldo de cultivo son la ESCAC (Escola Superior de Cinema i Audiovisuals de Catalunya), que cumple ahora su vigésimo quinto aniversario, y la ECAM (Escuela de Cinematografía y del Audiovisual de la Comunidad de Madrid). De esta explosión de talento y demanda de formación, nace la inminente fundación de EQZE (Elias Querejeta Zine Eskola), en San Sebastián, que en septiembre comenzará a formar a su primera promoción.
Muchos medios han catalogado a esta nueva corriente como el nuevo cine indie español, quizás entiéndase como las nuevas películas que están apareciendo en un recorrido más de autor independiente.
El indie en el cine es lo personal, aquello que proviene de las entrañas y que es esencial en sus directores, lo que les ha determinado en algún momento y les lleva a ser así. De ahí que las nuevas generaciones de cineastas hablen de lo real y, en la era del individualismo, resalten los sentimientos humanos, propios, las preocupaciones que ocupan al yo, dejando de un lado la crítica, la tecnología y las superproducciones.
Se trata de una escena donde otras generaciones han dejado –y todavía dejan– el listón muy alto, aunque algunos no hayan sido reconocidos en su tierra patria y otros gocen de una medida popularidad: Elias León Siminiani con Mapa, Josecho de Linares y Desaparecer, Chema García Ibarra, también en la sombra –rodó su único largo Uranes con cero euros y es uno de los autores más singulares del cine español. Otros, como Jonás Trueba y Los ilusos, gozan de algo más de fama debido a su apellido. Mar Coll –salida de la inagotable cosecha de la ESCAC–, ganó el Goya a la Mejor Dirección Novel, con Tres días con la familia; Nely Reguera es conocida por María (y los demás), Neus Ballús se llevó el Gaudí a la Mejor Película, en 2013, con La plaga; El futuro de Luís López Carrasco es otra de las buenas obras que han vivido a la sombra. Ya ven, la lista es larga y los nuevos talentos tienen en quién orientarse.
Igual de buenos en la joven liga amateur –aunque quizás con un matiz menos independiente–, encontramos la arriesgada propuesta de Eduardo Casanova, con Pieles; a Javier Ambrossi y Javier Calvo, ‘los javis’, que debutaron en la dirección de largometrajes con la adaptación de la obra teatral La llamada, ya todo un fenómeno; o a Adolfo Martínez, con Zona hostil, cinta que narra el suceso real de un grupo de legionarios españoles que quedaron atrapados y acosados por el enemigo en una zona aislada de Afganistán.
Así, este podría ser el año de Andrea Jaurrieta, que se presenta con el thriller psicológico Ana de día, o de Dídac Cervera, que debuta con la comedia romántica Mil cosas que haría por ti. Lejos de agotar el talento, la temporada de 2018 tampoco terminará sin que estrenen otros nuevos cineastas como Jorge M. Fontana con Boi, rodada en 35 mm e inclasificable; Arantxa Echevarria con Carmen y Lola, Montse Bodas y Raquel Troyano con El pomo azul y Carmen Blanco con Los amores cobardes. También se verá en salas lo nuevo de algunos exponentes más experiemntados en lo alternativo, como El árbol de la sangre de Medem, Apuntes para una película de atracos de Siminiani o Entre dos aguas de Isaki Lacuesta.
Todos ellos, tanto los primerizos en dirección como los que llevan más metraje a sus espaldas, encarnan la reivindicación –más que nunca– de los productos sofisticados y singulares para encarar la sobreabundancia de contenidos y la democratización de la producción fílmica. Con una mirada sugestiva y una sensibilidad distinta, son la esperanza de una nueva corriente: la del cine rompedor y la del triunfo transversal de las emociones.
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