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Europa ha muerto

En Música 26 diciembre, 2018

Carlos Pérez de Ziriza

Carlos Pérez de Ziriza

PERFIL

Lo cantaban los Ilegales hace más de treinta años. Nos lo volvieron a recordar León Benavente hace cinco. Y los hechos les siguen dando la razón, de forma cada vez más tozuda. Corren tiempos de reclusión en las viejas esencias, de miedos y populismos ultraderechistas, y el continente está seguramente más desunido que cuando empezó a forjar un vínculo que apenas ha pasado de lo monetario. Es solo el interés, y no precisamente la estima entre sus miembros.

No siempre fue así. La resaca de la segunda guerra mundial generó uno de los escasos fenómenos netamente europeos de la cultura pop: el krautrock y el maquinismo de Kraftwerk proponían una visión autóctona, desligada del árbol troncal de aquel viejo rock and roll anglosajón que era hijo bastardo del blues y de los sonidos de raíz negra. Lejos de esa primacía cultural que ya nos lleva a celebrar Halloween como los viejos días de guardar.

Sí, es cierto que el primer electro fundía ambas pulsiones: el “Planet Rock” (1982) de Afrika Bambaataa podía hermanar la frialdad de Kraftwerk con la sensualidad funk de George Clinton y la frescura del primer hip hop. Pero hay una línea argumental cien por cien europea que venía de los años setenta y dio con su particular ritmo, inconfundiblemnente continental, en los años noventa.

Porque si Europa ha muerto, también es lógico que nadie le cante ya. ¿Qué fue de aquellos géneros que anteponían el prefijo euro a su enunciado? El periodista norteamericano Peter Shapiro definió extraordinariamente bien, en su libro Turn The Beat Around. The Secret History of Disco (2005), lo que una vez fue el fenómeno eurodisco: una formulación propia de la música de baile, desacomplejada y carente (salvo casos puntuales) de deudas con el sonido acuñado en las discotecas de Nueva York, Detroit, Chicago o San Francisco.

El ritmo lo podía marcar Alemania (Moroder), las líneas de bajo las ponía Bélgica (Telex), las voces eran cosa de Suecia (ABBA) y la producción quedaba en manos de Francia (Cerrone) o Italia (la tradición italodisco). Eso decía Shapiro. Con tales mimbres históricos, no es de extrañar que incluso unos indies escoceses (ni les hablen ahora del Brexit, por cierto) como Bis triunfaran en medio continente hace justo veinte años con un petardazo que reivindicaba con jovialidad aquel legado. Hoy nos parece inverosímil.

Conforme ha pasado el tiempo, nos hemos ido distanciando. En aquella recta final de los ochenta en la que el programa Erasmus ya ejercía de catalizador y el Interrail llevaba años acercando a la juventud del continente, podíamos pasar noches enteras bailando al son de producciones netamente europeas.

Posiblemente muchos de aquellos hits eurodance de la primera mitad de los noventa no pasen la prueba del algodón del melómano más sibarita, pero todos proponían eso que ahora brilla por su ausencia: un relato meridianamente europeo.

Este videoclip (alternativo al oficial) del “Rythm is a Dancer”, compuesto por los alemanes Snap!, grabado en calles de Nápoles y celebrado con decenas de comentarios por internatutas griegos, genera una melancolía infinita por aquella suerte de sentimiento paneuropeo que se esfumó.

Hace unos días tuve la ocasión de charlar con Fito Páez (para una entrevista que verá la luz cuando nos visite, en enero) y me comentaba, al hilo de ese poderío englosajón que empieza a requebajarse por la fuerte irrupción del castellano en los géneros urbanos, que no solo los músicos latinoamericanos, sino también los músicos jóvenes del continente europeo, tienen la gran responsabilidad de recuperar ese arcón de invención y locura que es el legado musical francés, el español o el italiano.

Me decía el músico argentino que eso era necesario para poder nutrirse de obras excelentes que intervengan en esta época, y que no solo le agraden a la época. Eso me recordó lo fácilmente que se consumían en este país las músicas de Francia o Italia.

Y no solo en los años sesenta, setenta u ochenta. El desembarco de estupendas bandas y solistas franceses que nos procuraron en los noventa distribuidoras como la sevillana Green Ufos (con Dominique A como mejor embajador) tuvo su eco en deliciosos discos en francés facturados por músicos españoles.

Recuerden a Souvenir, Plastic d’Amour o Néstor Mir y las Potencias del Este. Todo aquello se diluyó como lágrimas en la lluvia, que diría aquel.

El esperpento irrecuperable en el que se fue convirtiendo Eurovisión tampoco ayudó. La identidad europea se ha ido perdiendo por el desagüe de la globalización. Y la invisibilidad de un discurso musical que remarque esa personalidad, ya extraviada, lo refleja. Es más, ¿cuándo fue la última vez que una canción europea no facturada en el Reino Unido se convirtió en éxito continental? ¿El «Dragostea Din Tei» de los rumanos O-Zone

No hay un solo género musical nacido en la época euro que lo utilice como prefijo. Paradójicamente, todos se desvanecieron en los noventa, antes de que fuera divisa común. Resistámonos a entonar un réquiem en la esperanza, qué menos, de que ese europop al que cantaba Neil Hannon con sus The Divine Comedy vuelva a ser algún día una realidad.

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