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Cine y Series

¿Y qué pasó con Terence Stamp?

En Con vistas al mal, Cine y Series 17 septiembre, 2017

Ángel Pontones

Ángel Pontones

PERFIL

¿Qué pueden tener en común un peso pesado del Hollywood clásico como el director  de Ben-Hur, una mente tan sibarita como la de Peter Ustinov, una mirada tan  desarmante como la de Julie Christie, una banda tan inconformista como The Who, un marciano tan genial como Fellini, un superhéroe tan conciudadano como Superman, un coach tan emblemático como el Yogi Maharishi, una reina del desierto tan drag como Priscilla, un episodio tan innecesario como el I de Star Wars, un poeta visual tan comprometido como Passolini, una jungla tan despiadada como Wall Street, una banda electropop tan cool como Hot Chip,  o una perfeccionista como Pilar Miró? Correcto. Terence Stamp.

La fragata infernal (Peter Ustinov, 1962).

La fragata infernal (Peter Ustinov, 1962)

Terence Stamp no se solventa en una ojeada. Amaneció y anocheció mediáticamente en la misma década, y esto no es cualquier cosa si tenemos en cuenta que hablamos de los 60 en Reino Unido, años locos y brillantes donde se podía cruzar de Dover a los Highlands sin dejar de pisar juanetes de talentos.

Reunía muchas de las virtudes de sus coetáneos. Podía manejarse con la elegancia de un Caine,  exhibir la animalidad de un Connery, la determinación disfrazada de fragilidad de un O’Toole, o mostrar  el cristal oscuro de un John Hurt o un David Hemmings, y en todos estos casos parecer ser capaz de dar un paso más allá. Podía ser astuto, encantador y mala sombra en un mismo fotograma, pues tan  inquietante resultaba su media sonrisa como su rictus de ira. Hasta contaba con una alopecia paciente y atractiva.

El coleccionista (William Wyler, 1962)

El coleccionista (William Wyler, 1962)

Se pegaban por sus servicios los mejores realizadores de la época y su vida privada, salpimentada por idas y venidas con BardotJulie Christie o la top model Jean Shrimpton, era lo suficientemente turbulenta para servir de fuente inagotable de carnaza para tabloides en el país de los tabloides. Los adjetivos se acumulaban: El actor irreverente, decadente, excesivo, l’enfant terrible (al alimón con su hermano Chris, manager de The Who), the ultimate actor, el hyper más hyper que pasó de promesa a vieja gloria en la medianoche que separa  1969  de 1970, convirtiendo una carrera medianamente asentada en un carrusel de luces y sombras al que el tiempo ha tratado aún mejor de lo esperado.

Lejos del mundanal ruido (John Schlesinger, 1967)

Lejos del mundanal ruido (John Schlesinger, 1967)

Terence Stamp fue la apuesta arriesgada de un director inusual, Peter Ustinov. Su arcangélico Billy Budd en La fragata infernal (Billy Budd, 1962), contrapuesto a la quintaesencia del mal, representada  por Robert Ryan, le sacó del anonimato y le dio la notoriedad necesaria para situarlo en estatus de interesante promesa. William  Wyler, apurando su carrera tras la madre de todos los blockbuster de romanos, y de la valiente  La calumnia (The Children’s Hour, 1961), le ofreció el papel que marcaría su carrera y le convencería que estaba destinado a cotas aún mayores. El coleccionista (The Collector, 1965)  era un muestrario de todo aquello que podía ofrecer Stamp, con el añadido de una contención que raramente hemos vuelto a verle. Fue punto y aparte en muchos sentidos, y a la larga hizo más mal que bien a su carrera.

Jean Shrimpton y Terence Henry Stamp. Foto: Terry O'Neill, 1964

Jean Shrimpton y Terence Henry Stamp. Foto: Terry O’Neill, 1964

Mientras su colega Michael Caine, durante muchos años compañero de piso y esperanzas de estrellato, aceptaba cualquier proyecto que se le pusiera a tiro, pudo verse a Stamp debatirse en dudas que le hicieron equivocarse a menudo, pasando por alto personajes que le venían como hechos a medida, como el Alfie (Alfie, 1966) que sí aceptó Caine (una amistad que fue rompiéndose a medida que una carrera despegaba y la otra se iba estancando).

Michael Caine, David Warner y Terence Stamp en el swinging London.

Michael Caine, David Warner y Terence Stamp en el swinging London.

Terence Stamp se cerró la puerta a entrar en la terna de sucesores de Connery cuando este empezó a hartarse de Bond, pero aceptó participar junto a Monica Vitti en Modesty Blaise (1966), infumable variante femenina del superagente, representativa de ese cine tan de su tiempo donde los guiones parecían salidos del interior de un porro y en el que todos los implicados, salvo los espectadores, parecían pasárselo bomba. Descartó también ser icono de Sergio Leone en esa antología del spaghetti-western que fue Hasta que llegó su hora (1968), a cambio de protagonizar uno made in USA: Infierno en el río (1967), con reparto tan variopinto que casi garantizaba su fracaso. Lució en cambio como pretendiente irascible junto a su ex Julie Christie en Lejos del mundanal ruido (1967), y supo manejarse en el triángulo de bajos fondos  Poor Cow (1967) del debutante Ken Loach.

Toby Dammit (Federico Fellini, Louis Maille, 1968).

Toby Dammit (Federico Fellini, Louis Maille, 1968).

Igualmente, funcionó como divo cuyas maneras decadentes convencieron a Fellini para embarcarlo en Toby Dammit (1968), la pieza más interesante del proyecto Historias extraordinarias, pues Federico no buscaba al actor sino al personaje; también fue convincente como el pichabrava que vuelve del revés las convenciones familiares de un grupo familiar tan enfermo como el de Teorema (1968). El final de la década le vio mezclarse con otro desperdicio de talento como Robert Vaughn (años después ambos serían archivillanos en diferentes momentos de una misma saga). Y entonces…

Entonces el teléfono dejó de sonar. La gente empezó a buscar Stamps de 20 años que aún no se hubieran ajado de sobreexposición. Esta situación pasó de desconcertante a insoportable, y nuestro hombre decidió subirse a un Magical Mistery Tour patrocinado por su conocido George Harrison, que le depositó en la India por tiempo indefinido. Este viaje sin retorno iba sustentándose con apariciones alimenticias en subproductos que iban del erótico al giallo o a la aventura más pedestre, a las órdenes de gente tan estrambótica como Germán Lorente o Juan Piquer Simón, y solo se detuvo cuando apareció en escena la familia Salkind. Los Salkind, como los De Laurentiis, ejercían en los 70 de Reyes Midas que invertían alegremente  en cualquier superproducción que les hiciera tilín. Se fijaron en la adaptación al cine del Hombre de Acero, y también en el hombre a los mandos de un proyecto tan ambicioso, Richard Donner.

The Hit (Stephen Frears, 1984)

The Hit (Stephen Frears, 1984)

Con meses de retraso, y cruzando medio mundo, llegó a cierto retiro hindú un telegrama a nombre de Clarence Stamp, ofreciéndole un papel jugoso que compartía minutos con gente como Marlon Brando o Gene Hackman. Aceptar la oportunidad de representar al inquietante y engreído General Zod le dio a Stamp más notoriedad de la que nunca tuvo ni tendría, y él contribuyó enormemente a ello, insuflando toda su personalidad elegante y caprichosa a un papel que le obligaba a manejarse con un vestuario indefendible. Su Arrodíllate ante Zod aún sirve de password en cualquier convención de freaks nostálgicos.

La aparición de Terence Stamp en Superman I y II (una especialidad marca de la casa Salkind, partir en dos una película para multiplicar beneficios) tuvo como consecuencia que éste retomara su carrera, aunque prestando su imagen de forma más dosificada, acogiéndose al trabajo bien pagado de secundario y apostando cada cierto tiempo por alguna intervención estelar, ya fuera en The Hit (1984), la anodina aventura española a las órdenes de un primerizo Stephen Frears (en compañía de John Hurt y Tim Roth), o en la irregular pero interesante Beltenebros (1991), como ángel de la muerte exbrigadista que vuelve en lo más gris de la posguerra a ajustar cuentas con el traidor José Luis Gómez; o ese pedazo de buen cine negro que es El halcón inglés (The Limey, 1999). Stamp en plena forma no es algo tan habitual como para no disfrutar de su clase, a lo largo de esta joya reivindicable.

Wall Street (Oliver Stone, 1987)

Wall Street (Oliver Stone, 1987)

Se han servido de él, en escasos e imprescindibles minutos, Oliver Stone para su Wall Street (1988), Neil Jordan para En compañía de lobos (1984),  Tim Burton para su Big Eyes (2013) o Bryan Singer para Valkyria (2008), por nombrar cuatro entre otros tantisimos ejemplos. En todos ellos ha robado una buena cuota de escenas al resto del cast. La madurez no ha cambiado la sonrisa cínica, la mirada indescifrable, el carácter ni la ironía (confesó a Pilar Miró, con cierta decepción, que era su primera película en la que no ligaba con alguien del reparto). Stamp (1987), la primera de sus numerosas autobiografías, es un compendio de narcisismo con encanto. En otras palabras, la cuadratura del círculo.

En ningún momento ha desaparecido. Si acaso, ha dejado la idea de un Rolls Royce desaprovechado al que no le sentaban bien los caminos vecinales, pues la polvareda que levantaba sobrecalentaba en exceso su motor. Recién cumplidos los 79, nos sigue dejando la curiosa sensación de ese tipo inquietantemente encantador que ha conseguido que le perdonemos hasta el habernos perdido lo mejor de su filmografía.

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