Apenas tendríamos que presentar en su contracara especular los socorridos versos de Hölderlin Pero donde está el peligro, crece también la salvación, para empezar a dar cuenta de lo que tengo ya como uno de los mejores libros del año: en los relatos de la escritora boliviana Giovanna Rivero reunidos en Tierra fresca de su tumba (Candaya, 2021) el peligro crece donde acontece la salvación.
Hay algo hipnótico y escatológico en el fondo de Patmos como hay algo macabramente melancólico y suavemente letárgico en las singulares ficciones tan fantasmagóricas como nostálgicas, neo-naturalistas y sinceramente apenadas de esta formidable escritora y doctora en literatura hispanoamericana, afincada en EE. UU. que es Rivero (Montero, 1972).
El libro se compone de seis relatos: «La mansedumbre» anticipa una constante de un (en mi opinión solo tangencialmente) neo-gótico expresado en un hermoso castellano: círculos de sacrificio, corporalidad y pérdida, deformación (interior y exterior), integración del yo en la naturaleza, carne y venganza en las antípodas del redondel vital de Goethe, rueda de trascendencias de encarnaciones muy bien construidas que lejos de crecer y cultivarse (Bildung) acaban disolviendo su inocencia en un estrato de tierra primordial cuya fórmula se esconde en la última capa del orbe: el pecado es expiable, pero el delito no y cuando la lógica retributiva desemboca en una reflexión sobre lo irreparable intuimos, gracias a cierta magia de la autora, que no es la muerte sino la «pureza», la inocencia, el candor, etc., lo que se presenta en la Phisis como irreversible.
Las páginas de «Pez, tortuga, buitre» traducen ante todo una profunda sensación, expresada en algunos versos del Océano nox de Víctor Hugo: «Olas, cuántas historias lúgubres conocéis/ Profundas olas, temidas por las madres de hinojos/ os las contáis cuando sube la marea…». La intoxicación (el envenenamiento) como una forma de devolver la amargura, la aflicción, el resentimiento, el encono más íntimo por la pérdida de aquello que una vez estuvo dentro de nosotros y que desaparece inexplicablemente en el más siniestro de los cementerios, aquel donde no hay tumbas, como bien sabemos en la ribera privilegiada de esta mezquina fortaleza europea: el mar profundo.
En «Cuando llueve parece humano» (un título magnífico para un relato tan rico como quizás excesivamente explicado o subrayado), entre espantapájaros, presas inquietantes, peligros inminentes e imágenes que recuerdan El fantasma de Oyuki de Maruyama Ōkyo, superpuesta una atmósfera sobre otra, un temor que oculta el siguiente, (el fantástico de Rivero es generoso en desasosiegos emocionales) asoman de nuevo el hocico la biología, los pecados materno filiales, la fragilidad del vínculo fraterno como subtexto, lo que se pierde en el desplazamiento, la riqueza del término «engendro» tan distinto a los calificativos que prefiere el artista creador (que engendra), lánguidas variaciones de los Zashiki-warashi (fantasmas infantiles), recuerdos como sueños de amor cubiertos de finas texturas, ausencias, prisiones interiores, culpa, dolores ocultos.
«Socorro», con toda su anfibología, supone tanto el retrato turbador de una mujer enloquecida (de una persona que deja de ser ella) como una llamada de auxilio frente al habitual causante de las desgracias de las mujeres sin medios biopolíticos: el agresor, el abusador, el verdadero loco. Un relato de personaje (o, mejor, de figura poseída, de forma, contorno o figure capaz de poseernos, al decir de George Steiner) con un fuerte trasfondo ético que me reafirma en la idea de que está correspondiendo a la literatura dar solidez a las rupturas de los vínculos familiares o simplemente humanos que descompuso la sociedad líquida al modo nietzcheano: generaciones que se relacionan de dos en dos.
Ni el canto de la palabra de dios (el góspel), ni la integración en las comunidades primigenias de un Canadá frío e inmenso se muestran capaces de salvar a una pareja de niños semiabandonados que crecen como pueden en «Piel de asno», entre efluvios etílicos y oscuridades que recuerdan La noche del cazador. Creo ineludible rastrear el impacto del lenguaje y de la narrativa cinematográfica en los escritores nacidos a partir del siglo XX. Uno advierte en este relato (mi preferido) aquí y allá muy sutiles, las claves psicoanalíticas del cine fantástico salpicado de insinuaciones de Val Lewton –un productor con una solidísima formación literaria– el grito del oso que se revela de forma afín a la presunta herencia genética de La mujer pantera (Tourneur, 1942) o más aún de La maldición de la mujer pantera (Tourneur, 1944). Uno repara en este cuento extenso en la facultad de Rivero para refinar las metáforas del duelo telúrico, una suerte de agujero fino y perfecto en el hielo, un vacío gravitando en el vacío.
Como en toda la aplaudida obra de Giovanna Rivero hay en Tierra fresca de su tumba tanto una sensibilidad e inteligencia muy originales como un profundo conocimiento de la evolución del relato gótico en su variante o sub-etiqueta de la «pérdida en lo inmenso»: jóvenes desaparecidos demasiado pronto, recuerdos que yacen en el lago, rostros que evocan otros rostros entre náyades del estanque, dejaciones voluntarias de la vida, olas inmensas de Arthur Gordon Pym, ecos de influjos astrológicos de Washington Irving a Nathaniel Hawthorne, de Poe a Quiroga, de Le Fanu a Henry S. Whitehead. Quizás la etiqueta de gótico andino o latinoamericano tan querida por la mercadotecnia literaria (la reseña hipercomercial, ese cáncer cultural) se queda a mi juicio corta: hay ecos generales (de Rulfo a Clarice Lispector) y muy particulares (de William Kotzwinkle a Sharon Olds); asiste especialmente a este bello «cuento de testigo» una rara maestría de la gran forma literaria con que esta escritora ilumina sus paseos nocturnos, impactos multiculturales, testimonios de final girl, filamentos de la congruencia asociativa entre nostalgias, velas decimonónicas y nuevos segmentos de oscuridad y desamparo en el hemisferio norte; anatomía y ciencia, oclusiones a las salidas felices (escribía Emil Cioran que quien se cura de la melancolía por la intervención de un tercero es un farsante), sugerencias encubiertas o declaradas, comparaciones muy finas, tropos ilimitados.
Por lo demás, y ya que hablamos de lo que el rumano describió más o menos como estar fragmentado en el mundo, es en los últimos relatos donde más explícito parece el gran tema de fondo de Tierra fresca de su tumba: la sublimación melancólica. En uno de mis libros de cabecera, Saturno y la melancolía, Raymond Klibansky, Erwin Panofsky y Fritz Saxl recordaban que según la teoría de los temperamentos de Hipócrates, y luego de Galeno, fue posible distinguir en la literatura fisiológica de la antigüedad cuatro temperamentos, considerados como emanación del alma por interrelación de los diferentes humores del cuerpo. Los sanguíneos son personas enérgicas pero muy variables; el predominio de bilis blanca y amarilla hace de los coléricos seres humanos de voluntad fuerte y sentimientos impulsivos; los flemáticos son fríos, se demoran en la toma de decisiones, suelen ser personas apáticas: la flema es el componente predominante de los humores de su cuerpo; por último, los melancólicos de bilis negra son personas tristes y soñadoras. Si la bilis negra es el humor del melancólico y la melancolía es propia de los seres soñadores, esta inmersión en lo negro-sublime de Rivero es un extraordinario relato no tanto sobre la identidad, la supervivencia y sus distintas amenazas como una crónica de esa tristeza vaga, profunda, sosegada y permanente, nacida de causas físicas o morales que hace que quien la padece no encuentre gusto ni diversión en nada.
Al final de este volumen, «Hermano ciervo» (acaso el mejor cuento) palpita como el corazón de un animal herido entre la denuncia social y el aislamiento migratorio, entre el extremo lirismo y la crueldad que hiela la sangre, entre la bioética farmacéutica y la gran historia de amor. Un relato ligeramente asomado al horror corporal y a las historias de infección de David Cronenberg que permite de nuevo una lectura psicoanalítica (la pérdida fraterna) y romántica acerca tanto de la alteración del sistema social como de la propia transformación del sentimiento del amor carnal (parafraseando la célebre biografía de Foster Wallace: todas las historias de amor son historia de monstruos). Denuncia de la (falsa) libertad a la que obliga lo precario, metáforas sobre la fraternidad y el ciclo de la vida, imágenes glaciales muy poderosas a vuelo de águila que a mí personalmente me trajeron violentamente a la mente canciones maravillosas como el rotundo título de Bill Callahan «All thoughts are prey to some beast» que nos ha servido para cobijar en Hermosos y malditas este gran libro: todos los pensamientos son presa de alguna bestia, criaderos literarios, gramática de las estrellas, aves del extremo como la que corona el cúmulo de la inquietante portada de Francesc Fernández, responsable del diseño de la estupenda colección «Narrativa» de Candaya.
Y es que estos relatos de Giovanna Rivero tienen la ventaja de recordarnos, mediante una apelación a los espacios abisales y sublimes de la melancolía, la identidad estelar y la memoria vital, que la sinrazón tiene hermosas raíces tanto en la tierra profunda del enigma como en la senda de los desplazados, que la misteriosa densidad de la naturaleza no obedece a la ignorancia sino a una sabiduría celeste y oscura mucho más exigente que la tecnociencia o la mezquindad de los gobiernos y que la pretensión –aparentemente tan racionalista– de desprenderse de lunas, astros, bestias y raíces equivale llanamente a la pérdida del control de uno mismo, a la merma de la razón que parecía resguardarnos, a una rendición ante el nuevo irracionalismo (narcisista, infantil, plano nihilista o neoliberal) mucho más poderoso y destructivo que el que el que todavía algunas librerías del siglo XXI y no pocos críticos culturales atribuyen a la antigua letra del horror.
Ni la venganza, ni la etiqueta andina, ni el puerto que recibe a los que se aventuran en el mar de la muerte, ni la ciencia, ni la familia biológica, ni las políticas de integración, ni una supuesta e improbable identidad esencial, ni el igualmente dudoso buen feral, ni el amor, ni el duelo, ni la naturaleza inmensa, ni el positivismo sociológico, ni la mismísima verdad constituyen para Giovanna Rivero remedios para la melancolía o el ser ilusorio-aparencial (la advertencia-Cioran), tampoco espacios definitivos de salvación, sino más bien y por regresar al otro poeta poseído con el que comenzaba esta reseña admirativa, zonas umbrías llenas de peligros donde crece de forma salvaje una elevada y salvífica yedra literaria.
Hermosos: Subtextos de lo íntimo indescriptible (una inversión de lo inenarrable fuera del espacio en Lovecraft).
Malditas: políticas de cierre de fronteras de la UE.
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