Hubo un tiempo en que no concebíamos la vida sin el cine. Quiero decir, sin películas y sin salas de cine.
El ritual cinematográfico de las tardes del fin de semana de los años sesenta, setenta y, en menor medida, de los ochenta, era, de alguna manera, una prolongación de los rituales escolares y familiares de los días laborables. Con el cine alcanzábamos un nivel de conocimiento universal que no nos podían dar, por sus propias circunstancias, nuestros padres, maestros y profesores.
Un escalofrío sacudía nuestras espaldas cada vez que se apagaban las luces y aparecía en pantalla la esperada apertura de la película: el león de la Metro-Goldwyn-Mayer (MGM), la composición arquitectónica de 20th Century Fox, el pico nevado de Paramount, la dama de la antorcha de Columbia o el Miguelete valenciano de CIFESA. Empezaba una larga tarde.
Sentados en la butaca y en plena oscuridad embarcábamos en un crucero de lujo en el que dábamos la vuelta al mundo, haciendo escala en lugares remotos y tiempos inalcanzables.. Caminamos por el pueblo de Jesús de Nazareth; participamos, revolver en mano, de la conquista del Oeste; bebimos cócteles en lujosos hoteles y apartamentos de Manhattan; nos batimos a espada por mesones y palacios; desembarcamos en Normandía; bajamos pisando charcos por las cuestas de las calles de San Francisco; besamos tórridamente en lo alto de la torre Eiffel y en el interior de un descapotable en un mirador de Mulholland Drive.
En esas tardes nos refugiamos en la Isla de la Tortuga para repartir el botín; asesoramos a Scotland Yard; cruzamos sedientos todos los desiertos; navegamos a bordo de submarinos; bombardeamos de Londres a Berlín, silbando Coronel Bogey; bailamos bajo la lluvia y cantamos La Marsellesa; peleamos con nuestra pandilla por los patios abandonados del West Side; sobrevivimos a terremotos; nos libramos de invasores extraterrestres; viajamos al centro de la tierra, y vimos un rayo de luz.
Sin duda, como dejó escrito Fernando Fernan-Gómez en sus memorias, las películas fueron nuestra escuela de los domingos.
En los domingos de hoy hacemos deporte con ropa fosforecente, vamos a centros comerciales a disfrutar del aire acondicionado, paseamos por la ciudad en bicicletas de montaña o viajamos a cualquier sitio lejano que nos comentan en el trabajo. En casa, nuestro hogar, intentamos rodearnos de todo tipo de sistemas de entrenamiento, desde billares enanos a televisores gigantes, pasando por consolas de videojuegos de todo tamaño.
Podemos comprar, de primera o cuarta mano, no somos tontos, todo tipo de proyectores, monitores, consolas y accesorios para todos y cada uno de los miembros de la familia: La Xbox, con cámara Kinect para interactuar con el juego sin necesidad de tener contacto físico con la pantalla, ni con el mando. Nintendo con sus Wii y sus mandos GamePad. De Sony tenemos las PlayStation, consolas que pueden llegar a tener un disco duro de 500 GB; La Zune HD, de Microsoft… También disfrutamos de cientos de canales de televisión, canales temáticos de cine: ciencia ficción, misterio, clásico, oeste, comedia… Podemos disfrutar de selecciones de películas basadas en directores, países o actrices y actores. Y tenemos a nuestra disposición grandes cinematecas on line, como Netflix, a precios muy asequibles.
En casa podemos instalar salas para ver películas en las mejores condiciones, con tecnología Dolby Atmos o DTS: X y con pantallas sofisticadas como las Screen Innovatios, Screen Excelence o Stewarkas, con lectores de Blu-ray multiformato, con proyectores de pantalla gigante, o pantallas de proyección, con televisiones LED de gran formato, planos o curvos. Podemos cablear el hogar con HDMI, coaxiales, ópticos, subwoofers. Podemos dotar a nuestra vivienda de muebles con aislamiento mecánico y regletas para aislamiento eléctrico. Tenemos la posibilidad de instalar todo tipo de acondicionamientos acústicos: auriculares, puntas de desacoplo, difusores, absorbentes, reflectores, resonadores…
Afuera, en las calles, los antiguos y vacíos cines han evolucionado hasta convertirse en algo irreconocible. Debido a la crisis, los precios de las entradas, el consumo de ocio en casa y a todo el cine gratis que se consume, las salas han ido cerrando, y las que se reinventan ofrecen algo más que una butaca y una bolsa de palomitas, desde cine temático a viejas reposiciones de calidad, etc.
Otros van a lo grande, como los asiáticos: En el Blitz Megaplex, de Indonesia, las parejas tienen un sofá cama con mesa para el desayuno. En el Chef Soul, de Corea del Sur puedes consumir platos hechos por los mejores cocineros. En el Nokia Ultra Screen, de Bangkok, puedes ver una película mientras te dan un masaje en los pies…
Hubo un tiempo, vuelvo a empezar, en el que prácticamente solo existía el cine del domingo, con merienda envuelta y un jersey para la salida. Había muchos tipos de cines, desde el céntrico y elegante al más modesto y periférico, pasando por una gran variedad de salas, ubicación y público. En los primeros, solían proyectar una película de estreno y el No-Do (hasta 1981). En los otros, pasaban (decíamos “echaban”, “ponían”, “daban”) dos películas, una buena tanda de anuncios, el No-Do y, a lo mejor, unos cuantos cortos de dibujos animados o cine mudo. Y allí pasábamos toda la tarde.
Había magníficas salas de estreno en todas las ciudades, empezando por las monumentales de la Gran Vía madrileña: Gran Vía, Rialto, Callao, Avenida, Palacio de la Música… En Barcelona: Coliseum, Comedia, Tívoli, Windsor, Kursaal… En Valencia: Capitol, Artis, Serrano, Eslava, Tyris… En Bilbao: Coliseo Albia, Gran Vía, Consulado, Ayala… En San Sebastián: Trueba, Astoria, Bellas Artes… En Sevilla: Pathé, Llorens, Palacio Central… En Zaragoza: Coliseo Equitativa, Palafox, Dorado…
Recuerdo perfectamente las primeras películas que vi de pequeño y todas ellas me impactaron mucho. Lloré con Bambi, y me quedé un buen tiempo dando tumbos con una maleta tras ver Lilí. Pero la primera película que me dejó trastocado es una cinta extraña e hipnótica que todavía no alcanzo a comprender como la pude ver de niño en un cine de playa, el San Miguel, en la Almería de 1959: Corazón de piedra. Es una cinta de la República Democrática Alemana, dirigida por Paul Verhoeven II en 1950. Desde el día que la vi, he recibido con frecuencia la visita de duendes por la noche. Otra película que me quitó el sueño fue Molokai. Nunca lograré entender porqué mis padres me llevaron a ver ciertas películas…
Durante mi infancia, en Barcelona, acudía al cine con mi padre todos los domingos por la tarde. Solíamos acudir a cines de estreno cerca de casa, en Sant Gervasi. Mirábamos la cartelera de La Vanguardia: Aristos, ABC, Balmes, Atenas, Arcadia, ARS, Bosque, Windsor y Diagonal eran los más cercanos. Si no encontrábamos algo interesante, seguíamos buscando por el Eixample: Astoria, Alexandra, Montecarlo, Rex, Comedia, Coliseum, Novedades, Alcazar, Tívoli, Fantasio, Fémina, Publi y Savoy. Y los del centro: París, Palacio del Cinema, Catalunya, Vergara y Capitol (Can Pistolas). O los que tenían Cinerama: el Waldorf y Nuevo.
Estos cines (prácticamente todos cerrados ya) eran, por lo general, grandes y elegantes, muchos de ellos construidos en los años 30 del siglo pasado y en la postguerra, otros en los años 50 (Balmes) y los menos, como el ABC, Atenas o Diagonal, en los años sesenta. Tenían acomodadores uniformados y con linterna que te acompañaban hasta la butaca numerada, algunos disponían de guardarropa para dejar los abrigos, y la sala olía a desinfectante perfumado tipo lavanda, no a salfumán o a Zotal, como los más económicos. En el colmo del refinamiento, el Savoy disponía, y así lo anunciaba en la entrada, de sistema de refrigeración Carrier, toda una novedad.
En estos cines vi mucha morralla, pero sin duda también las películas que mejor sabor me dejaron para el resto de los días y que forman parte del catálogo íntimo de miles y miles de españoles: El experimento del Dr. Quatermass, A 23 pasos de Baker Street, El hombre que sabía demasiado, La vuelta al mundo en 80 días, El puente sobre el río Kwai, Tambores lejanos, Viaje al centro de la tierra, Un sabio en las nubes, El gran impostor, Rey de reyes, Los cañones de Navarone, Tú a Boston y yo a California, El día más largo, Hatari, La conquista del Oeste, Lawrence de Arabia, 55 días en Pekín, El Tulipán negro… y tantas otras.
Hay muchas películas magníficas que, por una razón u otra, no alcanzamos a ver de niños, cuando se estrenaron en sus países, y las vimos años después: El gran dictador, Los 400 golpes, Casablanca, Roma città aperta, Por quién doblan las campanas, La naranja mecánica, Senderos de gloria, El último tango en París, Viridiana… Y también están ausentes de nuestra infancia una buena parte de la obra de grandes directores: Huston, Hitchcock, Bergman, Rossellini, Fellini, Buñuel, Kubrick…
Gran parte de los asistentes se llevaban la merienda. Mi madre me preparaba siempre algo, que solía ser o un bocadillo de pan de Viena con embutido, un brioche con jamón dulce y, de vez en cuando, algún trozo del pastel que habíamos comprado al mediodía en las pastelerías cercanas a casa, Baixas y Tívoli. Recuerdo bien la caminata hacia el cine (siempre íbamos a pie y regresábamos en taxi, metro o autobús) con mi paquete de frágil y deliciosa merienda en la mano.
En los cines de estreno y sesión numerada había un bar bien surtido en el que vendían meriendas y refrescos, tal y como anunciaban en pantalla con el cartel de “Visite nuestro bar”. Disponían de buena barra en la que durante los descansos se podía tomar un café, un carajillo, una copita de Licor 43, Anís del Mono, Soberano, 103 o Terry, agua San Narciso o Vichy Catalán, un refresco (yo siempre tomaba Trinaranjus) o un Cacaolat. También se podía adquirir un biquini (sándwich mixto caliente de jamón y queso), tabletas de chocolate Crunch, ensaimadas, cruasanes, xuxos de crema y Donuts.
Tenían vitrinas en las que exponían bolsitas de celofán con peladillas de colores y almendras garrapiñadas, chicles, Chupa Chups y Piruletas de Corazón, que todo el mundo pensaba que eran de fresa pero el sabor era de cereza. Y varios tipos de caramelos, desde los gajos de naranja de la pastelería Mauri a los masticables y de larga duración como los Kikos, Darlins, Sugus y toffes de la Viuda de Solano.
En estos cines, por lo general, no solían expender frutos secos, tipo chufas o altramuces; ni, por supuesto, nada de pipas, que dejaban luego todo el suelo sucio, además del infernal concierto crujiente que emitían en la boca. Eso era para cines de barrio, repertorio y sesión continua, a los que también fuimos mucho. En mi caso, demasiado.
Continuará…
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