Los Duncan Dhu eran vascos, ceñudos y de la segunda mitad de los ochenta. Sabían que, por grande que fuera el país, en él, finalmente, hay que morir. Fueron de los primeros en enunciar semejante perogrullada en una década en la que la música española se dejó cegar por el brillo de lo ajeno. Es un tema del que apenas se ha hablado, pero que está garabateado en cada esquina: el exotismo del pop-rock español.
En algún lugar de un gran país
olvidaron construir
un hogar donde no queme el sol
y al nacer no haya que morir.
Recordémoslo: el pop-rock español a partir de los años sesenta es, en buena medida, el rastro sonoro de una generación de incomprendidos, que, insatisfechos con la censura y el yeyé casposo que les ofrecía la industria musical, se enclaustraron en los fulgurantes neones de Gran Bretaña y Estados Unidos. La idolatría de algunas de nuestras letras habría sonrojado a cualquier punki de la lluviosa Inglaterra:
Sid, Sid, Sid,
voy a teñir mi pelo,
te recordaré
en mi cazadora de cuero
(Farmacia de Guardia, 1982).
Natural que, desde sus momentos fundacionales, la música pop española se embarcara en la búsqueda de algún país donde los barrenderos aparten «la basura con cucharas de plata» (Aguaviva). Sin embargo, hacia la mitad de los setenta, la senda se bifurcó. Unos probaron a sintetizar lo aprendido con la raíz flamenca o los folclores regionales, o redescubrieron el latido latinoamericano de la música peninsular. A ellos les bastaría un fin de semana en Córdoba o Tánger para encontrar referencias estéticas que enriquecieran sus propuestas. La otra facción, en cambio, prosiguió su huida hacia delante, reclamando un glam, un punk, un metal, un synth pop, un disco parecido a los anglosajones, solo que con letras en español.
Es el caso de lo que llamamos Movida madrileña y bandas afines en otros puntos de la península. Su geografía imaginaria comenzaba con los sospechosos habituales de la radiante América:
Siempre quise ir a L. A.,
dejar un día esta ciudad,
cruzar el mar en tu compañía
(Loquillo, 1983).
Me marcho a Nueva York
con la botella de Fundador.
Me marcho a Nueva York
con la navaja de explorador
(Mecano, 1988).
Pero el escapismo del pop español no se contentaría con L. A. Pronto se les harían pequeñas esas metrópolis anglófonas donde “los jamones son de York” y apuntarían más lejos. Es la época de bandas con nombres como Las Chinas, Objetivo Birmania, Banzai o Ñu, además de Tennessee, Estación Victoria y, por supuesto, Alaska. En resumen, ¡Paraíso! El cielo era el límite, o más bien “el espacio exterior”. Una de las canciones más célebres de la Movida empieza su periplo en Groenlandia:
Y yo te buscaré en Groenlandia,
en Perú, en el Tibet,
en Japón, en la isla de Pascua.
Y yo te buscaré en las selvas
de Borneo, en los cráteres
de Marte, en los anillos de Saturno.
Cruzando amplios mares,
escalando altas montañas,
descendiendo los glaciares.
Surcando el mundo en busca de un edén, aunque supiéramos en nuestro fuero interno que era más una idea que una realidad empírica lo que buscábamos:
Es un edén de ambientación sensual,
un escondite, un lujo tropical,
refugio imposible, por supuesto irreal,
creado del deseo, del mismo material
(Danza Invisible, 1987).
Además, éramos conscientes de que no todo en el planeta Tierra está dispuesto para el goce explorador del varón europeo de clase media. Había un reverso entristecedor detrás de todo aquello. Pues también, como nos recordaban los Glutamato Ye-Yé, existen niños pobrecitos que pasan muchas fatiguitas:
Aunque puedas pensar que están muy lejos
llaman a tu corazón.
Niños de todo el mundo
padecen y mueren de inanición.
Biafra, Chad y Malí
India, Camboya, Honduras y Vietnam.
Solo, solo necesitan
que una mano amiga les ayude a caminar
Todos los negritos
tienen hambre y frío:
tiéndeles la mano, te lo agradecerán.
Tú pones tu granito
que yo ya pongo el mío:
haremos la montaña de la felicidad.
Producto de una época en la que se hacían colectas escolares por los pobres de África con huchas en forma de “negrito”. El flequillo y bigote hitlerianos del vocalista Iñaki Fernández sin duda realzaban el carácter humanitario del mensaje.
Pocos vieron (¿pocos ven?) más allá de ese doble velo de miseria y fascinación exotizante que empaña nuestras percepciones del Oriente, el Caribe o los pueblos indígenas del planeta; pocos se atrevieron (¿pocos se atreven?) a considerar a sus habitantes algo más que buenos salvajes, esto es, salvajes. El español cultivaba, en esta y otras obsesiones de la Movida, su ancestral sordera cultural, su faceta más risueña y turulata. El público «se iba xino-xano a la China» (Albert Pla) sin salir de sus oxidados garajes mentales. Javier Krahe susurraba en oídos sordos, como de costumbre, cuando nos advertía de que, en el fondo, en lo esencial (y en teléfonos, semáforos, automóviles…), “en las antípodas todo es idéntico, idéntico a lo autóctono”. Fantasmas románticos aparte, todo es autóctono… de algún sitio. Hawái es un estado del alma, y el joven Loquillo sabía montarse el suyo en La Barceloneta:
Esto no es Hawaii, qué wai.
Da igual, procura soñar junto a mí.
Escuchando a los Beach Boys
pronto muy ciego estaré.
No importará.
Si no hay olas ya soplaré.
*Foto cabecera: Rostros de la Movida, retratados por Pablo Pérez-Mínguez.






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