Una de las razones por las que sitúo los durísimos primeros 40 minutos de Pieces of a Woman entre el mejor cine de un año cuyas producciones, al modo de las estrellas desaparecidas, aún nos siguen alcanzando, es la actuación de Vanessa Kirby. Pero si se observa bien, el soberbio dúo que forma con Ellen Burstyn se sitúa todavía en el marco de los roles tradicionalmente asignados a las mujeres (la maternidad y las relaciones maternofiliales) y en realidad, lo que viene sucediendo de un tiempo a esta parte es que al mundo de la música, la literatura y el cine están llegando como nunca había sucedido antes, soberbias piezas de mujeres.
Corresponde a The Assistant, la fría y deliberadamente contenida película de Kitty Green interpretada por Julia Garner representar el punto hasta hace poco silenciado del espectro de roles femeninos y la particularidad temática: ¿cómo observa una mujer el complejo y desagradable dispositivo de poder construido por los intereses de los hombres?
Entre medias, los ejemplos son muy numerosos como para no darnos cuenta de que las cosas estaban demasiado tiempo demasiado mal en la industria del cine y en el mundo de la cultura. Basta ver lo que han hecho las mujeres con los géneros cinematográficos en los dos últimos años: Kelly Reichhardt levantó en 2019 un western sobre los valores silenciados en las viejas y violentas epopeyas contadas posiblemente por la inseguridad de los hombres: frente a la dureza, la mujer que detrás de First Cow recuerda la fuerza constructiva de la amistad y la sensibilidad masculina. En lo que toca al terror, las películas más inquietantes ya son obras parcial o enteramente de mujeres.
Veronika Franz siguió respetando en The Lodge, (tras Good Night, Mommy, 2014) la inteligencia del espectador, algo difícil de encontrar en un género tradicionalmente de hombres, al tiempo que proponía una lúcida revisión de la imagen del hijo, a partir de la recelosa desangelización de unos niños presentados como lo que (entre otras cosas) son: peligrosos seres inclinados a la malevolencia y a dañar de mil formas distintas el cuerpo y la salud de la madre.
Junto a The Relic, la Saint Maud de Rose Glass y otros títulos protagonizados por mujeres de los que ya pudimos hablar aquí, She Dies Tomorrow de Amy Seimetz, confirmaba su capacidad para reinventar y superar los miedos tal como hizo con la siniestra Sun Don’t Shine (2012). Desde el drama al documental, las mejores películas que pude ver este año también llevan el signo de la mujer: así, el debut de Claire Oakley Make Up (2019), Kim Bora y su House of Hummingbird, o el viejo-nuevo Crip camp de Nicole Newnham.
Si miro a nuestro país, tampoco he visto mayor sutileza para mostrar y deslizarse por las aguas más profundas de nuestra naturaleza que la que exhibe Nuria Giménez Lorang en My mexican Bretzel, con mucho, mi película española preferida y una de las que integran mi top ten de un año que he pasado, sobre todo, perdido en la atmósfera de la cantante y compositora norteamericana Julianna Barwick (Healing is a miracle).
Hay un tipo de curación que es un milagro, pero no es un milagro que las mujeres ocupen las listas de los mejores discos, novelas o películas. Tengo la impresión de que es lo más sano de un año, sobre todo, enfermo. Desde el jazz más vanguardista de Mary Halvorson a Kelly Lee Owens en mi género preferido (el dream pop), desde la experimentación de Alejandra Ghersi (aka Arca) o de Beatrice Dillon en el difícil Workaround, los discos más innovadores y brillantes fueron piezas hechas por mujeres.
La cantante de Indianápolis, Adrianne Lenker y su banda, Big Thief se encuentran entre mis discos preferidos del año, una lista en la que coloco primero los de King Hannah o Phoebe Bridges (Punisher) cuyas historias son las más claras cuando quieren, pero también las más oscuras cuando lo desean así. Fiona Apple con su Fetch The Bolt Cutters y las Haim y su Women In Music Pt. III constituyen una exitosa reinvindicación muy explícita pero en realidad todo el año está cubierto de piezas de mujeres que ya no son musas para el arte de los hombre sino para el Arte y que consituyen una estela para las batallas justas que el feminismo debe todavía librar.
Casi todos los libros que más me sorprendieron este año fueron también de mujeres. Leí las tres novelas de Bárbara Blasco, disfruté también con Raquel Taranillo, Vanessa Montfort, Rosa Moncayo, Manuela Buriel, Marta Sanz, Sara Mesa, Andrea Abreu; ya me he preparado lo último de Ana Merino, Elisa Ferrer, Elisabeth Duval, Julia Sabina o Brenda Navarro junto a dos novelas pendientes de A. M. Holmes y Jenny Offill.
A veces tengo la impresión que la belleza arrebatadora de los discos, las novelas o los fotogramas de las mujeres de este siglo XXI (de acuerdo con la filósofa Amelia Varcárcel El siglo de las mujeres) debe su fuerza a un tipo de dignidad largo tiempo pisoteada, de forma afín a cómo irradió fuerza, creatividad y verdad la música negra norteamericana. No hay, sin embargo, dos fenómenos iguales (las mujeres son la mitad de la humanidad y su silencio se ha impuesto siempre y por doquier) solo trazos de una analogía débil y sugestiva que ellas nos explicarán mejor.
Hermosos: Needy (2020) de Molly Burch.
Malditas: psicofonías machistas en las gala de los Goya.
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