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Cine y Series

«No Bears» de Jafar Panahi, la libertad y la tradición

En Director's Cut, Cine y Series 11 septiembre, 2022

Eva Peydró

Eva Peydró

PERFIL

El título de la última película dirigida por Jafar Panahi, estrenada en su ausencia en el 79 Festival de Venecia, por hallarse encarcelado en Irán, resume perfectamente su tema. No Bears (Khers Nist, 2022), es decir, Los osos no existen, nos habla de confinamiento, de un tipo de reclusión forzada que actúa a varios niveles, y que impide a las personas circular, literal y metafóricamente, a su antojo. Salvando las distancias, los osos de Panahi son los mismos monstruos que la comunidad de El bosque (The Village, 2004), de M. Night Shyamalan, inventó para proteger a sus hijos de los peligros del mundo.

En el caso del iraní, la metáfora proveniente del folklore y destinada a forjar en los niños las creencias de inseguridad y necesidad de protección funciona como un marco conceptual, que el director ilustra magistralmente, con su minimalismo característico y también a través de la contundencia creciente a lo largo del filme.

La anécdota de arranque de No Bears es la estancia de un director de cine, interpretado por el propio Panahi, en un pequeño pueblo de la frontera de Irán con Turquía. Desde allí, a distancia, está dirigiendo una película semi-documental sobre una pareja de exiliados que pretenden viajar ilegalmente a Europa. En principio, el casero de la humilde casa que habita se muestra complacido por albergar a una personalidad importante, pero poco a poco, la relación con este, como mediador, y el resto de los vecinos, se irá enrareciendo.

No Bears

Gradualmente, el extraño sabrá que es observado y considerado como un elemento a quien hay que controlar y dejar claro que su presencia en el pueblo no es aceptable a cualquier precio. Esta gradación es identificable con la represión sobre los ciudadanos a los que, por ejemplo, se niega el pasaporte, el trabajo y por último, la libertad, como ha sido el caso del propio Panahi y otros cineastas iraníes; así como el consejo local que decide sobre cuestiones de convivencia es un tribunal a escala, donde las sentencias no dependen del proceso. El destierro exterior imprescindible para poder trabajar en su proyecto, aunque se limite a una región remota y no a otro país, revela un desarraigo inevitable que dificulta su trabajo, y su vida en suma.

Encontrándose, sin buscarlo, en medio de una disputa por los usos sociales de una comunidad paralizada por sus costumbres, el protagonista intenta mantener su integridad como un Carlo Levi, viéndose envuelto a su pesar en una situación que no solo habla de sus paisanos eventuales, sino de todo un país, de una mentalidad. Como un cuerpo extraño, el director es aislado tras varios intentos de reconducir su educada retirada del conflicto, su tolerante aceptación de las exigencias de la comunidad, pero su grado de asentimiento nunca es suficiente.

La tradición, en su repetitiva cantinela, es una imposición tan arbitraria que ni siquiera los aldeanos se esfuerzan en justificar: los ritos matrimoniales, los juramentos públicos, el temor  ancestral a los osos imaginarios que aguardan más allá de los límites a quienes osen traspasarlos. Esa tradición asfixiante, bloqueadora, garante del statu quo y la paz social, es un prisión moral, reveladora de la distancia insalvable que separa al protagonista de sus vecinos. Las formas en que se envuelven esas absurdas, pero eficaces, reglas, muestran hasta qué punto el director de cine es un extraño en el entorno, y es inaceptable para los demás, tanto como son los miembros de ese enjambre —como vemos al final de la película— que, de un modo u otro, intentan introducir un elemento de libertad o transgresión, por legítimo que parezca al espectador y al protagonista, pero que es una negativa a vivir la vida de los otros.

No Bears

Las formalidades de que está tejida la vida del pueblo nunca son inocuas, los circunloquios con que la diplomacia local teje la red en que caerá el interlocutor, incapaz de despegarse de las demandas con que se concluyen, tienen consecuencias profundas y, a lo largo del filme, la progresión se va volviendo más asfixiante. Por otra parte, esta reclusión social con la amenaza de la expulsión se traslada a una dimensión superior, que es la que ha confinado al director en la frontera del país, del que no puede salir, pero en el que llega literalmente hasta el extremo legal. Panahi recurre también, a través de una anciana, a los djinns, los duendes de la mitología preislámica, entes sobrenaturales, que se presentan tanto como ángeles protectores como demonios, que se encarnan en la ambivalencia de su asistente o en los contrabandistas de personas.

En una significativa escena nocturna, en la que su asistente le insta a cruzar el límite ilegalmente —lo ha acordado con los traficantes que oficiosamente velan el paso, en lugar de la policía—, el director pregunta dónde está la frontera, le responde que justo la está pisando y, sobresaltado, da un paso atrás, recapacita y deshace su camino. La evidencia física de lo que percibía como un concepto se transforma en un parpadeante neón que le muestra su falta de libertad para salir del país, o incluso para vivir en una comunidad intolerante.

No Bears

Aún así, el cineasta rueda como puede su docudrama, con unos protagonistas que, paralelamente, experimentan su propio éxodo. Zara ha sufrido cárcel y torturas, ha sido deportada, pero no quiere entrar en Europa sin su pareja. Finalmente, él consigue un pasaporte -el de ella pertenece a una turista francesa y se insinúa que es robado- y ambos se aprestan a salir, imitando el aspecto de quienes suplantan —ella patéticamente maquillada con sus labios rojos, bob y camiseta a rayas bajo la americana—, pero en el último minuto, Zara descubre que el pasaporte de él es patentemente falso y que todo ha sido una treta para fingir que la acompaña y así darle la oportunidad de cumplir su sueño.

En este clímax del drama dentro del drama, Zara nos muestra en un arranque de ética y solidaridad que no quiere perjudicar a una extranjera, que tampoco desea abandonar al hombre que quedará desvalido sin su compañía, y que la mentira piadosa (y manipulación) de él es una deslealtad peor que la cárcel y la tortura. La integridad es la última frontera para Zara, que la llevará finalmente a un destino sin retorno, en una reflexión sobre en quiénes nos convierten la necesidad y la desesperación, y probablemente mostrando una talla moral que supera a los portadores de pasaportes legales, que le han cerrado las puertas, una y otra vez.

Los actores interpretan su propia imposibilidad de crecer, de caminar, de elegir, y la realidad se impone a la ficción, decidiendo su propio final y, a la vez, el final de su película, de la misma manera que, fuera de su control, la sociedad decide también que el director no puede seguir su plan de trabajo.

La cámara siempre dice la verdad, afirmaba Bertolucci, refiriéndose al poder de la improvisación y la magia del «momento supremo» que solo esta puede captar, y Panahi lo corrobora. En lugar de asistir a una absurda ceremonia de compromiso nupcial en el río, el protagonista delega en su casero la tarea de rodarla y mostrársela. Sin entender bien el funcionamiento de la cámara, confunde las funciones y graba involuntariamente cuando creía tenerla apagada, desvelando su conversación y lo que en realidad se piensa del forastero en el pueblo. La cámara de Panahi nos ha brindado en No Bears una nueva verdad desde el arte, la de la impotencia del superviviente represaliado, que no puede ni quedarse ni partir, en una paradoja cuya única resolución —hasta este momento— es la privación absoluta de libertad.

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