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Los olores de la casita pequeñita en Canadá

En Lifestyle viernes, 5 de junio de 2020

Fernando Ruiz Goseascoechea

Fernando Ruiz Goseascoechea

PERFIL

Siempre recordaré los olores de aquella  casa donde vivíamos en Almería. Estaba en el barrio de Ciudad Jardín, más allá de la estación y el Cable Inglés; junto al cine del balneario San Miguel, cerca de la iglesia, el mercado, el colegio y el campo de fútbol, que en aquellos tiempos se llamaba el Estadio de la Falange y hoy es el Estadio de la Juventud Emilio Campra. Se trataba de una construcción típica de esa idílica urbanización racionalista que diseñó el arquitecto municipal Guillermo Langle Rubio para las clases populares necesitadas. Una vez acabadas las obras y visto lo bien que había quedado el barrio —con sus chalecitos ajardinados, su casa de socorro, su mercado, su colegio y su parroquia de San Antonio—, pues prefirieron adjudicarlas a dedo a miembros del consistorio de la ciudad, a funcionarios y gerifaltes del régimen.

Muchos años después, de visita en Almería, me acerqué una tarde con curiosidad a mi barrio a ver si nuestra casa resultaba ser como la recordaba. No fue difícil ubicarme, una vez situado frente a la plaza de España. Podía haber hecho el recorrido con los ojos cerrados: dirigirme a la parte de la plaza que da a la antigua casa de socorro, hoy denominado centro de salud Ciudad Jardín, enfilar la calle que va hacia la playa y llegar a la primera esquina.

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Ciudad Jardín (Almería).

Mientras me acercaba a la esquina, recordé el jardín de casa, donde pasaba la mayor parte del día. Los jardines (creo que en realidad decíamos patio, no jardín) de la urbanización eran muy parecidos, sencillos y de poco colorido. Había mucha mata y pocas flores. En el nuestro la planta reina era la adelfa, aunque había también bufalaga y lentillo. Y, por supuesto, la planta favorita de mi madre en esa época, el geranio. Bueno, también teníamos una alta y preciosa palmera.

La casa la ubiqué, pero no la reconocí. El tamaño y las proporciones del chalé nuevo que habían levantado hace poco eran las mismas, pero todo parecía distinto. Me acerqué a la puerta, escudriñé a través de la verja y comprobé que habían conservado el jardín y el parterre lateral que comunicaba con el patio trasero. Asomé la cabeza y me quedé boquiabierto.  Allí seguía la palmera, alta y robusta. Esa era mi casa, sin duda. El lugar donde pasé los mejores años de mi infancia.

Retengo en la cabeza múltiples sensaciones olfativas de aquellos tiempos. Recuerdo muy bien olores concretos de aquella casa:  la cocina, la despensa, el cuarto de baño, la azotea, el palomar, el sofá del comedor, el belén de corcho… También los olores del jardín lleno de plantas, las sábanas colgadas, la perrita Luna… y la despensa con los detergentes que  guardaba mi madre, además de latas de conserva, botellas de vino, las escobas,  el cubo de fregar, el sacudidor de mimbre para colchones y mantas y  el bidón de aceite de oliva a granel.

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Allí estaban, en unas estanterías, diversos tipos de estropajos de esparto, el frasco con amoníaco, betunes para los zapatos, pastillas de blanqueador azulete, grandes pastillas de jabón Lagarto, la botella de Mistol, el limpia metal Netol, la lejía Conejo, el envase de Tintes Iberia, el frasco de lustramuebles Glasol, una bolsa con Blanco de España, el cartón de Norit, el insecticida de Orion, junto al pulverizador de Flit

Entre el material que se guardaba en la despensa también había una caja cilíndrica, le llamaban tambor, con unas bolsitas de colores del entonces novedoso plástico que me llamaban la atención. A las bolsitas se le denominaban ampollas, un pomposo nombre que recordaba a las inflamaciones rellenas de agua que a veces tenemos en la piel, producto de quemaduras o irritaciones. El nombre también evocaba a las ampollas de vidrio de las inyecciones. Se trataba de Raky, un producto en principio destinado a limpiar vajillas pero que como decía el claim de la época: era para todas las limpiezas caseras. Y, efectivamente, en muchas casas, como en la nuestra, también se utilizaba como gel de baño.

En los días del largo verano almeriense, —yo debía tener de 4 a 6 años—, mi madre o la mujer que le ayudaba en casa, María Tijeras, solían colocar antes de comer un gran barreño de zinc, lleno de agua, en el centro del patio, y allí me metían de pie o en cuclillas y me echaban cazos de agua por la cabeza y el cuerpo. Cortaban la punta de la ampolla de Raky y escurrían un chorrito en un vaso con agua para rebajar la fuerza limpiadora; a continuación, me frotaban el cuerpo y la cabeza con una manopla. Y luego yo me secaba al sol.

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En la ampolla de Raky se explicaba que era un detergente concentrado y que cada cápsula pesaba 100 gramos. En la publicidad de la época se detallaba que Raky se podía mezclar con un litro de agua para conseguir el más activo y eficaz detergente y que Raky limpia rápida y perfectamente platos, vajilla, cristalerías, suelos, lavabos, puertas, mármoles, alfombras, tapicerías y toda clase de prendas. Se olvidó poner que, además, limpia y desinfecta cabezas y cuerpos de niños….

Raky, que en aquellos tiempos lo comercializaba AC Marca, la empresa de Antonio Marca Caricchio —que empezó en 1922 vendiendo Tintes Iberia para uso textil y doméstico—, representa uno de los primeros productos domésticos que en España pasan de servirse a granel, hasta que se conforman en marca comercial y le llegan envasados al cliente.

Es  a finales de la década de los 50, cuando hace acto de presencia Mistol, una suerte de hermano mayor de Raky y una herramienta multipropósito casi con efectos milagrosos. Su publicidad aseguraba que era un producto imprescindible para lavar lanas, jerseys (sic), tergal, medias, vajillas, baños, suelos, cristales, automóviles, etc. etc.

Con su envase original, grande, pesado, de cristal verde botella, Mistol formaba parte de la decoración obligada en las cocinas españolas desde 1950, año en que salió a la venta con un lema de tintes heroicos: Nacido para triunfar. ¡Y vaya si lo consiguió!

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Probablemente el gran éxito de esta marca residió en dos motivos. Fue el primer producto de limpieza que en España se vendió en botella de cristal y no a granel. Y era un limpiador concentrado y multiusos que se podía dosificar a base de cucharadas o gotas vertidas sobre un paño mojado, en función de lo que se quería limpiar: la vajilla, lámparas de cristal, espejos, suelos, puertas, ropa, etc. Esto le permitió funcionar como una herramienta versátil hasta que, en la década de los 60, quedó clasificado como un lavavajillas, con el que son necesarias solo tres cucharillas de café mezcladas con agua para dejar los platos limpios y brillantes.

La persona que pone en el mercado este revolucionario producto es Ramón Noguera Zapatero (Girona 1911-2000), un químico licenciado por la Universidad de Barcelona.  Durante la Guerra Civil lucha en el bando del ejército de Franco, y acaba la contienda con la graduación de teniente provisional del cuerpo del S.G.Q. (Servicio de Guerra Química) y con varias condecoraciones.

En 1947 funda Cadie S.A. (Compañía Anónima de Industrias Electroquímicas), con sede en Girona y oficinas en Barcelona, fabricante y comercializadora de varios productos entre ellos los conocidos Mistol, lejía Guerrero y Lavasol (uno de los primeros polvos empaquetados para lavar ropa en España), que se hacen en la planta que la empresa levantó en Badalona (Barcelona) y abren oficina en la capital catalana.

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Entre los trabajadores de la planta de Badalona de Lejía Guerrero destaca un joven de El Ejido (Almería), que estuvo seis años trabajando en la factoría y que vivía en el paseo de la Salud, justo enfrente de la fábrica ya derribada y donde hoy se encuentra la plaza Enginyer Deulofeu. Este empleado comentaría  años más tarde, cuando ya encarriló su vida por senderos muy diferentes, que él embotelló el primer frasco de Mistol que se hizo allí. El empleado se llamaba Manuel García Escobar, mucho más conocido como el cantante Manolo Escobar.

Al poco tiempo Mistol pasa a formar parte de la empresa Gota de Ámbar S.A., una fábrica de jabones creada en Barcelona en 1941 con un capital social de 8 millones y medio de pesetas (51.086 euros). Se trata de una empresa que fabricaba productos para la industria de cuero y textil, y aceites y grasas para fabricar pastillas de jabón y barras de afeitar bajo marcas muy conocidas en la España de la época, como jabón en escamas para lavar ropa Chinz, el jabón en pastilla para lavar ropa Samba, el jabón de manos Cutina y la crema de afeitar Gota de Ámbar.

En 1954 Gota de Ámbar S.A. vende el 25 por ciento de sus acciones a Henkel y eso significa la entrada paulatina del grupo alemán en España, que en 1960 compra la totalidad de las acciones de Gota de Ambar SA y tres años después se registra con el nombre de Henkel Ibérica SA. Este hecho, provoca la desaparición de Gota de Ambar SA y Gotambar como marca.

A partir de ese momento Henkel, -la multinacional alemana, fundada en 1876, por el joven de 28 años Fritz Henkel-, basa su expansión en España en la compra de empresas del país: Mistol, Casamitjana, Alex, Pulcra, La TojaLaboratorios Orive (Licor del Polo), etc.

En este punto es interesante resaltar la estrategia de Fritz Henkel y sus socios en 1876. Pusieron a la venta un detergente, creado a base de silicato de sodio y que bautizaron con el nombre de Universal-Waschmittel que, a diferencia del resto de productos de la época, no se vendía a granel sino en prácticos paquetes.

Por cierto, dos detalles: la empresa Cadie S..A se extingue en 1981 después de un largo y costoso litigio con la multinacional Henkel, por apropiación de marca Mistol. Y Henkel establece su cuartel general en el emblemático edificio que fue la sede de Gota de Ambar S.A., en Barcelona. Desde 2019 ese edificio, situado muy cerca de la basílica de la Sagrada Familia, alberga el lujoso hotel Barcelona 1882.

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