La arquitectura de hoy ha descuidado los sentidos. En los últimos años los edificios que se han construido, y se están construyendo, han perdido su esencia, su razón de ser. Estamos asistiendo a una transformación de la arquitectura, ya que a día de hoy está empezando a considerarse más como arte visual que como disciplina para modificar el hábitat humano. Todo esto se recoge en el libro del arquitecto finlandés Juhani Pallasmaa, Los ojos de la piel. La arquitectura y los sentidos.
Al pasear por las diferentes ciudades, comprobamos que los mismos edificios están en todas partes y que son obra de los mismos arquitectos. Al contemplar muchos de ellos, pueden parecernos un poco narcisistas porque enfatizan a su autor y no al individuo. La mayoría de ellos carece de alma y personalidad, se han convertido en esculturas y contenedores de espacios que han perdido su razón de ser. Por supuesto, no hay que generalizar, porque hay muchas excepciones, pero supongo que gracias al avance de la tecnología y el poder que tienen las imágenes en la redes sociales es difícil no sucumbir y dejarse seducir por el éxito rápido que producen esas obras arquitectónicas majestuosas que desafían a la ley de la gravedad.
Pero, ¿qué pensarías si dejásemos a un lado su aspecto puramente visual y decidiésemos proyectar y construir teniendo en cuenta su uso y nuestros sentidos?
En primer lugar, comprobaríamos que la arquitectura ofrece diferentes formas de expresión y que, aunque algunos de nuestros sentidos no guarden una estricta relación con ella (como es el caso del gusto), otros la rozan indirectamente como por ejemplo, el oído (La música de la arquitectura: el silencio) y el olfato. Hay dos que son complementarios y que no pueden entenderse el uno sin el otro. Son la vista y el tacto, porque entender la escala arquitectónica implica medir inconscientemente el objeto o el edificio con el cuerpo de uno, y ver nuestra proyección en el espacio.
Según esto me atrevería a afirmar que entre las múltiples tareas de la arquitectura se halla la de hacer visible el cómo nos toca el mundo. Pensemos ahora en los sentidos elegidos. Por un lado, el ojo es el órgano de la distancia y de la separación, y por otro el tacto es el de la proximidad, la intimidad y el afecto. El ojo inspecciona, controla e investiga, mientras que el tacto se acerca y acaricia. Sin quererlo, el ojo, indirectamente nos toca. Es decir, que la mirada implica un tacto inconsciente.
Al ser complementarios, la vista necesita del tacto, porque él es el que siente el peso, la textura y la forma tridimensional. Nuestros ojos acarician superficies, contornos y bordes y la sensación táctil inconsciente determina lo agradable o desagradable de la experiencia. La visión revela lo que el tacto ya conoce.
Si existe una arquitectura que no está hecha para los ojos, que escapa de las fotografías y que es necesario visitar, pasear, porque al contemplar sus volúmenes uno se deja seducir por ella es la del arquitecto finlandés Alvar Aalto. Sus obras destacan porque con solo mirarlas, uno desea tocarlas creando así un vínculo muy especial con ellas.
No es casual que tanto el cine nórdico como la arquitectura, además del tacto tengan otras muchas cosas en común, como son el empleo de materiales, su relación con la naturaleza y la composición visual tanto de volúmenes como de fotogramas. La estética de sus atmósferas contenidas, frías, gracias a una paleta de colores sobria logran seducirnos. Nuestros ojos no pueden dejar de observar lo que ocurre en la pantalla. Las imágenes abrazan nuestros sentimientos, percibimos el contacto y la cercanía de sus personajes, así como la calidez de los materiales de sus edificios.
Si hay dos edificios y una película que ejemplifican lo que exponemos son: la Universidad de Jyväskylä, el Ayuntamiento de Säynaätsalo y la película Thelma (Joachim Trier, 2017). Se trata de un film noruego que, perfectamente, podría haber sido finlandés y haberse rodado en la universidad construida por Aalto, ya que no nos es difícil imaginar a su protagonista Thelma (Eili Harboe) y a su compañera Anja (Kaya Wilkins) paseando por el campus, biblioteca y aulas de la universidad de Jyväskylä, o a Oskar (Kåre Hedebrant) y Eli (Lina Leandersson), protagonistas de Déjame entrar, reuniéndose cerca del ayuntamiento.
La arquitectura, tanto en la película como en la ubicación de ambas obras, se nos presenta como una extensión de la naturaleza. El bosque pone de manifiesto la relación de la arquitectura de Alvar Aalto y el cine con el hermoso paisaje nórdico, el estudiado manejo de la escala, la proporción, las vistas y la circulación y sobre todo, el magistral uso de los materiales propios de la tradición escandinava con un lenguaje moderno, sin por ello perder sencillez, humanidad y sensibilidad. Esto se aprecia también en filmes como Déjame entrar (2009) del director sueco Tomas Alfredson y Headhunters ( 2012) del director noruego Morten Tyldum.
Tanto las dos edificaciones como las películas citadas comparten el empleo de materiales naturales como la piedra, el ladrillo y la madera y esa atmósfera anteriormente comentada de solemnidad. El tratamiento tanto de los materiales como de las imágenes es tan delicado que permite que nuestra vista penetre en las superficies y compruebe la historia y edad del material empleado y entienda la forma de vida y cultura nórdica.
Una cultura –en palabras del propio Juhani Pallasmaa– restrictiva, que no invita a destacar. Y así, sin apenas darnos cuenta, como una sutil caricia, la piel lee la textura, el peso, la densidad y la fría/cálida temperatura del paisaje y la materia. Percibe sentimientos como la soledad, la indefensión la iniciación, la amistad y el amor. El sentido del tacto nos conecta con el tiempo y la tradición: a través de las impresiones del tacto damos la mano a innumerables generaciones.
La madera nos habla y transmite una historia, a diferencia de otros materiales empleados en construcción como los metales esmaltados, los plásticos, resinas, etc. que tienden a ofrecer al ojo sus superficies implacables sin expresar su esencia material ni su edad. En el caso de la universidad, las columnas de la escalera nos recuerdan a un grupo de pinos con ciertas similitudes con el bosque que lo rodea, mientras que en el caso del Ayuntamiento de Säynaätsalo, Aalto utiliza la rítmica composición de listones verticales de madera para formar las ventanas, a modo de brise soleil para captar la mayor cantidad de luz solar. En el cine sirve para mostrar sentimientos opuestos como la dureza/resistencia frente a la fragilidad de un material noble.
La arquitectura de Aalto no sólo es funcional y estética, sino también ergonómica y orgánica. Utiliza recursos volumétricos que permitan enriquecer el micro paisaje urbano: retranqueos, voladizos, cambios de altura, etc. pero siempre teniendo en cuenta las particularidades del paisaje y la función social que deberían cumplir sus construcciones. Ambos caminan de la mano.
La filmografía nórdica nos hace volver a la esencia del cine. Es un cine sincero y profundo, duro y sin concesiones, pero a su vez poético e inesperadamente tierno. Sus películas están despojadas de todo elemento superficial y artificioso y nos recuerdan que lo importante son la historia y los personajes.
Pero si hay algo que tienen en común la arquitectura y el cine nórdico es que pese a que son artes enfocadas para las masas, gracias al tacto y a la vista, podemos sentir y descubrir nuestras emociones más profundas. Los edificios, el entorno y las imágenes nos abrazan sutilmente, estableciendo un vínculo propio con lo que está ante nosotros y es en ese momento cuando todo cobra sentido y percibimos su razón de ser y su esencia.
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