Si os alejáis de Judy pensando que es un biopic más sobre una estrella mundial, interpretado por alguien que se le parece a base de prótesis y muecas, os recomiendo que le deis la oportunidad de demostraros que esta película es el alquímico encuentro entre dos artistas, del que resulta una verdad nacida de dos vidas, tangencial pero intensamente solapadas.
Renée Zellweger llevaba una temporada demasiado larga en el dique seco. Desde Nuestra canción de amor (2010) estuvo seis años sin trabajar, volviendo al mundo del cine y las series con trabajos poco reseñables —que incluyen la serie Dilema (2019)—, muy lejos de los días de vino y rosas de Cold Mountain, El diario de Bridget Jones y Chicago. Ella misma fue talk of the town hace unos años, desgraciadamente a causa de su aspecto físico en la alfombra roja, y no por su trabajo; pero con su flamante cuarto Globo de Oro y una interpretación tan verosímil queremos pensar que se han ajustado cuentas por partida doble, sin desdeñar las consecuencias del efecto #metoo que haya podido sufrir en los últimos años.
Basado en la obra musical de Peter Quilter End of the Rainbow, el guion de Judy es obra de Tom Edge, autor de uno de los episodios más monumentales de la serie The Crown —”Paterfamilias”, dirigido Stephen Daldry (Las horas, 2002)— y se centra en el capítulo final de la vida de la extraordinaria Judy Garland, cuyas horas más bajas se iluminan al ser contratada por Bernard Delfont (Michael Gambon) para el show Talk of the Town en Londres, en 1968. En bancarrota, con solo 46 años, que por su larga y abusada carrera vivía con poca salud, la artista total que triunfó cantando, bailando y actuando se halla inmersa en la lucha por la custodia de sus hijos intentando asumir su golpe de suerte, amparada en el amor aun incondicional de su público, en un año que lo cambió todo y no solo en el mundo musical.
Como una reliquia del Hollywood dorado, al rescaldo de un talento aturdido, Garland inicia en Londres la que sería su pirueta final, un salto mortal que el director Rupert Goold, curtido en los escenarios, aborda sin dramatismos superfluos y un respeto que no le impide mostrar la decadencia y los estragos de toda una vida diseñada por los jefazos de los estudios y destrozada inmisericordemente con el único afán del lucro. En una época en que los grandes productores poseían a sus estrellas, decidían cuándo y cuánto dormían o comían, cómo se llamarían e inventaban sus biografías y sus romances, los actores y las actrices eran un personaje más que reconfigurar según sus necesidades de negocio, para cubrir todo el espectro de dioses y diosas a emular y adorar en la oscuridad de las salas y el couché de las revistas.
Si bien la película se centra en ese último año, los flashbacks muestran con claridad y brutalidad el origen de las provocadas adicciones de la actriz, su infancia robada de marioneta cuya voz valía oro para quienes la esclavizaron bajo contrato en MGM. La fragilidad de Judy halla una perfecta médium en la protagonista de El diario de Bridget Jones, con el común denominador de una apariencia delicada y una energía ciclónica que se desata en contacto con las tablas.
Los números musicales no ilustran la historia, más bien describen a su intérprete, su fuerza, su inseguridad, su labilidad emocional, su flaqueza y su intermitente tesón, en una lucha eterna entre el deber, el ser, la voluntad y el desvalimiento. La inserción de las canciones en la trama es hábilmente graduada, con el esperado clímax “Over the Rainbow” en el momento justo, reforzando su cualidad icónica en la memoria colectiva.
Judy es una película, de algún modo, humilde, con los arrestos necesarios para enfrentarse al mito sin genuflexión, pero eficaz, elegante en su desgarro, en la que su protagonista cautiva con la complicidad de unos secundarios muy convincentes, entre los que destaca la espléndida Jessie Buckley (la asistente, Rosalind) junto a Michael Gambon, Rufus Sewell (Sid Luft) y Finn Wittrock (el quinto y último marido, Mickey Deans). Definitivamente, la presencia escénica de Renée Zellweger crea una entidad propia, en la que la alegoría supera y convence sobre la imitación.
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