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Cine y Series

«Jeanne du Barry», versallesca, cortesana e inane

En Director's Cut, Cine y Series 19 mayo, 2023

Eva Peydró

Eva Peydró

PERFIL

Querría no tener que nombrar el alboroto extracinematográfico con que llegó Jeanne du Barry al Festival de Cannes, y que impertinentemente rodea y altera la consideración de tantos filmes, actualizando las circunstancias en que se gestó o las hazañas personales de sus responsables. Este ha sido un argumento utilizado por Thierry Frémaux para evitar la inclusión en su selección cannois del último filme de Woody Allen, Coup de chance, pero no ha sido óbice para programar tanto el dirigido y protagonizado por Maïwenn, como Le retour, de Catherine Corsini.

Por lo tanto, ciñéndome a lo que la pantalla de la sesión inaugural del 76º Festival nos ofreció, debo reconocer que en una visión desprejuiciada agradecí que en los primeros minutos fuera posible esperar una cierta frescura en un biopic de peinados de vértigo y tontillos. Sobre todo una mirada femenina que sería esperable de la directora de Mon roi —sí, a pesar de estar en la lista negra de quienes no comulgan con #Metoo—, sobre una de las cortesanas más famosas del mundo que consiguió aliviar el luto de Luis XV por su precedesora, otra Jeanne amante oficial y favorita, Madame Pompadour.

Jeanne du Barry

La joven Jeanne Bécu, hija de una cocinera y un fraile, nos es mostrada al principio de la película como una niña inteligente, cuya curiosidad intelectual es nutrida por sus protectores —Billiard-Dumonceaux y Madame de la Garde, sucesivamente—, que la instruyen en la lectura y contribuyen a su educación. Sin embargo, con el determinismo de su humilde nacimiento, la vida la devuelve al lugar que la sociedad le ha asignado y donde su encuentro con el proxeneta de lujo Jean-Baptiste du Barry dará un giro decisivo a su biografía. Hasta aquí, hemos asistido a un bien resumido inicio biográfico, que un narrador en off ha ilustrado, hemos visto a la joven con un libro en la mano en varios momentos, y también nos ha mostrado el precio de su seguridad, junto al chulo que la manipula, agrede y humilla, para valerse de  su atractivo con los hombres en su objetivo de escalar socialmente. La mayor presa, el rey de Francia, será finalmente su gran triunfo.

Y a partir de ese momento, todo descarrila en el filme donde Maïwenn ha tomado el relevo en un jugoso papel que antes encarnaron Norma Talmadge, Martine Carol, Pola Negri, Theda Bara o Dolores del Río. Con todos los mimbres necesarios para revisitar e iluminar no solo la figura histórica sino el tóxico contexto en que se pudo producir esta, la actriz y directora opta por pergueñar un cuento de hadas que, a pesar de la relativa fidelidad histórica, transforma a nuestra vista hechos y personajes en estereotipos pop, como la prostituta feliz de Pretty Woman o las hermanastras de Cenicienta, un arquetipo folklórico poco afortunado e inconsistente con esa primera Jeanne que Maïwenn nos ha presentado.

Cannes

En este guion tampoco falta el sirviente estirado y mano derecha del poderoso —La Borde (Benjamin Lavernhe), que adiestra y finalmente se encariña con la pupila—, pero nada resulta más irritante que el propio Luis XIV, encarnado por un Johnny Depp cerúleo, cuya mejor expresión es fruto de su propio mito. Su falta de aliento lastra aún más un filme que podría haber recuperado un poco el vuelo con un actor de talla que aportara con su carisma y una interpretación personal del personaje histórico a una propuesta tan conservadora, tradicional e infantilizada.

Las escenas entre los dos protagonistas adolecen de una inverosimilitud solo comparable a la falta de credibilidad que muestran por separado. Ni una sola emoción fiable, a pesar de las lágrimas o las carreras por el palacio o las risas o el pasmo ante los fastuosos regalos. No me interesa saber si la desgana es reflejo de su propia y conflictiva relación profesional tras la cámara —que sus manos enlazadas en el estreno pretendían compensar—, porque Depp como convidado de piedra, Maïwenn como falsa ingenua o toda esa corte versallesca de atrezzo nos han obligado a recordar que, por fortuna, la guillotina que adoptó la Asamblea Nacional tras la Revolución para democratizar hasta la manera de morir, funcionó por última vez en 1977.

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