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Cultura

Hay un sonido que nunca se extinguirá

En Hermosos y malditas, Cultura 17 octubre, 2023

Jesús García Cívico

Jesús García Cívico

PERFIL

Probablemente porque hace años me asaltó ese pitido permanente sin fuente externa que los otros no pueden escuchar (el acúfeno o tinnitus), o porque uno de mis primeros trabajos en la crítica literaria a la tierna y fantasiosa edad de quince años tuvo como tema los tropos de la sinestesia en Nabokov y más tarde el reflejo de la tortura con monotonías de rock hiperbólico, ladridos y silbidos en Abu Grahib, lo cierto es que desde joven siento predilección por el cine y la literatura que tiene como protagonista el misterio que esconden los sonidos.

En lo que toca al cine, hace un par de años pudimos ver y escuchar en el Festival de Sitges, Tres, el filme de Juanjo Giménez con una diseñadora de sonido a la que se le desincroniza la existencia. Este título se integró en una lista hipersubjetiva de películas de sonidos misteriosos, algunas casi clásicas como The Shout (1978) de Jerzy Skolimowski con su grito aborigen homicida y otras más recientes A Russian Youth, (2019) la producción de Sokurov dirigida por Alexander Zolotukhin en la que aparecen los alucinados aparatos de detección acústica con sus aires de Cronenberg o como Sounds of Violence (Alex Noyer, 2021) una exploración sinestésica sobre los efectos alucinantes de determinadas formas de percusión, donde la protagonista femenina negra y homosexual ya puede ser «mala» (lo que considero un hito en la lucha por la igualdad post-woke).

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En lo que toca a la literatura, por citar solo tres de mis preferidas, El ruido y la furia de William Faulkner remite al murmullo ontológico de un mundo (el nuestro) shakesperiano (Macbeth) carente de sentido: en El hacedor de silencio, el argentino Antonio di Benedetto define los ruidos metafísicos como «los que alteran el ser» y White Noise, de Don DeLillo es mi juicio la novela más luminosa y divertida sobre el ruido de fondo de la propia desaparición, además de contar con una meritoria y reciente adaptación de Noah Baumbach.

Pero nada de esto, ni siquiera la clara impronta del escritor neoyorquino responsable de Submundo, ha intervenido en el hecho de que tenga a Los que escuchan (Candaya, 2023) de Diego Sánchez Aguilar (Cartagena, 1974), como una de las mejores novelas de este año. Aquí el sonido tiene que ver con la sensibilidad epocal (no como debilidad, sino en la acepción que prefiero: la facultad de percibir el entorno y sentir las cosas, las emociones y los miedos de los que nos rodean). Y el sonido queda pronto intrincado con la perturbación y la ansiedad, una forma regular de la angustia que hoy se puede y se debe leer en clave de crisis medioambiental.

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Diego Sánchez Aguilar. Foto: Candaya.

Con todo el eco de los célebres versos de Hölderlin («Patmos»), aquel que dice que donde está el peligro, crece también lo que nos salva, los sonidos de Los que escuchan (los numismáticos) funcionan como una clave de pertenencia a un mundo que se descompone, pero sobre el que paradójicamente no pueden levantarse sin sus contradicciones constitutivas, ni siquiera en el borde del colapso, las inconmovibles certezas que podrían haberlo conjurado.

No quiero resumir la trama, y solo diré que se agradece que el hábil autor de Factbook confíe en la inteligencia y en la sensibilidad emocional del lector dotando a Los que escuchan de distintas capas de disfrute y comprensión, por ejemplo en el desdoblamiento de la idea de recursos (humanos y naturales); en el descubrimiento de la escritura del padre encerrado en el cuarto de baño (un espacio de onanismo adolescente y una gran imagen que habría perturbado al George Steiner de Gramáticas de la creación) o en el objeto y la imagen del cuidado: el cuidado de un familiar, el cuidado del planeta: los explotados por el mercado laboral, los perdidos en el conocido interrogante de Nikolái Chernyshevski (el dilema moral tan caro a Tolstoi, Lenin o Dostoievski): ¿qué hacer?

Las escenas de este magnífico escritor urdidas en la mejor integración de los estilemas y las posibilidades de las series de ficción de calidad (cambios de tempo, mayor profundidad en la descripción y evolución de los personajes, bottle episodes) escapan pronto de la tentación what the fuck, para crear atmósferas donde se respira la conciencia de la radical sustituibilidad del individuo, la sensación de presagio, el efecto corporal de la psicopolítica y acariciar con detalles y delicadeza los propios oídos del lector pues este (y, por supuesto no la vista) es el sentido que se excita en la lectura, de ahí la pericia de Sánchez Aguilar con la musicalidad, la adjetivación precisa y el cuidadísimo ritmo de la prosa.

Festival de Venecia

White Noise (Noah Baumbach, 2022).

La novela no envidia los silbidos de las bombas de Thomas Pynchon (las de El arcoíris de la gravedad, por ejemplo) ni la puntillosa hiper-descripción de los detalles cotidianos de Foster Wallace y otro acierto es la elección y el lúcido examen post-postmoderno de la atmósfera moral de los lugares y los espacios de la acción, desde la Cumbre del Futuro, a la avenida del maratón, desde el patio hostil de los colegios al armario de la niñez cargado de los sueños de lo que uno quiso y no pudo ser.

Análisis cultural (divertidísimos los dardos contra la tecnofilia), maravillosos apuntes de un diagnóstico político (donde resuenan las hauntologías y el constructo flatline de Fisher, el lento desvanecimiento del futuro de Berardi) con duras diatribas al poder global como marioneta de decisiones poco democráticas (que a uno le recuerdan las estupendas digresiones de Javier Moreno o los tramos finales de algunas novelas de Ferré).

Acerquen, pues, el oído y formen parte de Los que escuchan, les sorprenderá la madurez de su escritura, los finos análisis psicológicos, las alteraciones del ritmo afines a la síntesis de la dialéctica de los personajes, la sugerencia de sus imágenes mentales, la mejor capacidad del arte de las letras con toda su ironía y su riqueza de registros para echar luz, mejor embudos, al constante ruido que nos atormenta, pero también que nos salva de aquello que nos ensordece por dentro y por fuera.

Hermosos: gestos de los jóvenes contra la gestión política del cambio climático.

Malditas: tecnologías de la explotación.

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