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Cine y tendencias. Las flappers, primera tribu urbana del siglo XX

En Lifestyle lunes, 18 de octubre de 2021

Fernando Ruiz Goseascoechea

Fernando Ruiz Goseascoechea

PERFIL

Al acabar la Primera Guerra Mundial los hombres dejaron las trincheras y regresaron a casa, pero muchos se llevaron una sorpresa: sus mujeres habían aprendido a funcionar solas. Conducían coches, trabajaban, estudiaban, hacían deporte, bailaban, fumaban e iban al cine con sus amigas. Para colmo se habían quitado los refajos, se habían subido la falda y se pintaban las uñas y los labios. ¡Ups, estamos en los años 20!

Felices, dorados y locos. Así se define a los años 20, un periodo expansivo del ciclo económico que nace en 1922 en Estados Unidos (2 años más tarde en Europa) y que propicia un clima de euforia y confianza ciega en el sistema capitalista. Pero todo se va al traste bruscamente el 24 de octubre de 1929, con el hundimiento de la Bolsa de Nueva York, la crisis que se desencadena y el advenimiento de la Gran Depresión. Los avatares de la Primera Guerra Mundial, con los soldados en el frente y las mujeres en la retaguardia, se reflejan bien en la película El séptimo cielo, un drama existencial y religioso en el que una ex prostituta parisina espera ansiosa el regreso de su prometido. Por su interpretación, Janet Gaynor es la primera actriz de la historia en recibir un Oscar, en la primera ceremonia de entrega de los premios, en 1928.

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Tras la guerra, las mujeres ocupan todo tipo de puestos de trabajo, demostrando su capacidad laboral aunque la diferencia salarial es notoria, pero la lucha por sus derechos se convierte en una realidad que la clase política no puede evitar. Poco a poco las principales democracias instauran el sufragio universal (en Estados Unidos en 1920), algo que supone un avance fundamental.

El periodo de entreguerras (1919-1939) es especialmente relevante porque en el mundo se viven unos cambios impresionantes: alumbrado eléctrico, aparición masiva de los automóviles, nuevas formas del trabajo, surgen los trust, se expanden las multinacionales, se dispara el consumismo, la publicidad masiva, los créditos y la venta a plazos. Se trata de una auténtica revolución social y cultural, especialmente para la nueva burguesía, que acarrea costumbres nunca vistas. Se popularizan las sesiones cinematográficas, los deportes de masas y aparecen nuevas corrientes musicales como objetos de consumo, que despuntan en barrios pobres de Nueva Orleans, Nueva York, Chicago y la costa Oeste y que, conforme se van refinando, entran en los salones de baile.

<p”>En los años 20 se produce un cambio en la representación de la figura femenina, sobre todo en las clases medias, y la mujer disfruta de su emancipación y quiere demostrarlo visualmente mediante su apariencia. Es en esta década cuando se da un revolcón a los canones estéticos del encorsetado estilo victoriano; la incorporación de la mujer a los estudios superiores y al mundo de las oficinas y los negocios hace que la moda femenina cambie absolutamente en las formas y estructuras.

Flappers

Se busca una figura más cercana al unisex, con vestidos holgados de talle bajo, sin marcar caderas ni pechos. Los vestidos son de corte recto y tejidos resistentes, orientados a la funcionalidad de una mujer que trabaja; la comodidad prima tanto que las faldas se van acortando desde el tobillo a la rodilla, y se popularizan las medias de seda con costura en la parte trasera o con dibujos, ya que se pretende resaltar, sobre todo, las piernas.

Los zapatos se amoldan al nuevo paradigma y están pensados para ser prácticos en el trabajo, pero también para poder bailar con comodidad la música de la época: cakewalk, charlestón, black bottom, lindy hop… en los clubes nocturnos o en casa, ante el gramófono, y oyen a Louis Armstrong, Duke Ellington o King Oliver. Los tacones no son muy altos y el empeine se sujeta por medio de hebillas, con pulsera al tobillo o cinta mary jane, lo que en España se llama tipo merceditas.

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El sombrero favorito para las jóvenes es el cloche o campana, diseñado por la francesa Caroline Reboux, que es de forma cilíndrica, con un pequeño pliegue a un lado, y suele ser de fieltro y a veces va adornado con flores o pintado.

Para la noche se llevan bolsos pequeños, clutches y bomboneras. La mujer de los años 20 sale a la calle, sobre todo por la noche, cargada de complementos: guantes, brazaletes, plumas de marabú, broches, pieles, largos collares de perlas, gargantillas, flecos, gasas, flores, lentejuelas, chales de seda. El look se complementa con un intenso maquillaje pronunciando ojos y boca. Toda una explosión de brillos y colores que celebran el fin del periodo bélico y el comienzo de un nuevo tiempo.

Surge el bob o pelo corto y se esfuman la redecilla y las horquillas. Aparece el Castle Bob, lanzado por la Irene Castle, una bailarina que viste a la última y que junto a su pareja, Vernon Castle, refinan el foxtrot y ponen de moda en los elegantes salones el ragtime, el jazz y los ritmos afroamericanos.

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Pero es la musa de las tendencias de vanguardia en Hollywood, Louise Brooks, quien convierte una versión radical del Castle Bob en un peinado icónico. Todavía sigue siendo un símbolo de modernidad y es un modelo que se repite en la pantalla, desde Anna Karina en Vivir su vida a Audrey Tautou en Amélie, pasando por Uma Thurman en Pulp Fiction. El dibujante Guido Crepax se inspiró en Lpuise Brooks para crear a su heroína Valentina.

La moda masculina, aunque no de forma tan llamativa, también evoluciona. Los hombres continúan llevando trajes conservadores para su día a día, pero en las noches también se ponen atuendos más funcionales; las chaquetas sin cola son el último grito y los chalecos con bolsillito para el reloj de cadena están en el punto álgido de su popularidad. Para salidas ocasionales, los hombres llevaban trajes cortados para dar mayor comodidad. Los trajes informales son a menudo de colores brillantes o estampados, a cuadros o rayas, y empiezan a vestir con prendas deportivas.

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Una iniciativa que da un gran impulso a la moda de los años 20 es la presencia del maniquí (un invento que ya funcionaba en el París de finales del siglo XIX) en los escaparates de las tiendas, un elemento que ayuda a hacer entender que se pueden mezclar las piezas del vestuario, y que resulta clave para dar a conocer las nuevas telas que salen al mercado, como el algodón mezclado.

Son unos años en los que, como explica el diseñador Modesto Lomba, se buscaba la calidad de lo único, de lo irrepetible, el refugio de una burguesía que se negaba a dejar sus viejos valores, el refugio del pasado con el sueño de que nada cambie, un estilo que hoy parece un disfraz pero que se atreve a permanecer como símbolo de lo que se estaba perdiendo: una vida relajada, carente de utilidad, pero llena de sofisticación. En esos años, además, la lencería es mucho más atrevida que la actual. La mujer aprende a disfrutar de la nueva lencería para sí misma, para sentirse bien y para demostrar su feminidad.

En una de las primeras películas habladas, La loca orgía (1929), Clara Bow, protagoniza un precipitado estriptis y desfila en camisón durante una fiesta estudiantil. Clara Bow no solo fue un icono sexual sino la primera it-girl de la historia, término que se acuña precisamente por It, la película que Bow protagoniza en 1927.

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Otras actrices que nutren el imaginario colectivo de esos años son Olive Thomas, que en 1920 protagoniza The Flapper, y Nita Naldi, especializada en papeles de mujer fatal y protagonista de El hombre y la bestia (1920), una película de terror ambientada en un cabaret. A esas alturas, la bailarina y cantante Joséphine Baker había mostrado ya su icónico cinturón banana en Princess Tam Tam, y había hecho un cameo en El bombero del Folies Bergère, un corto producido por el cabaré parisino para promocionar su picante espectáculo.

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El nombre de la película Princess Tam Tam inspiró en 1985 a Loumia Hiridje, de origen indio, a fundar junto a su hermana Shama una empresa con ese nombre dedicada a la lencería femenina. La empresa fue tan exitosa que en 2005 la vendió al grupo japonés Fast Retailing (el Inditex japonés, propietario de marcas como Comptoir des Cotonniers), pero en 2008 fue asesinada junto a su marido por un comando fundamentalista cuando cenaba en el Hotel Oberoy de Bombay.

En Estados Unidos empiezan a verse películas del primer cine europeo con fuerte componente sensual como La caja de Pandora (1928) del austriaco Georg Wilhelm Pabst, —que ya había dirigido Bajo la máscara de placer, con Greta Garbo—, protagonizada por la actriz icónica estadounidense Louise Brooks, que contiene la primera escena de deseo lésbico del cine. Brooks también protagonizó Tres páginas de un diario (1929) que forma parte, junto a Crisis (1928) y Diario de una perdida (1928) de la trilogía erótica de Pabst.

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Es en este marco de impulso de la mujer que lucha para intentar liberarse del yugo masculino en el terreno laboral y accede al voto, cuando en las ciudades de Estados unidos se baila frenéticamente en garitos clandestinos dominados por la mafia y las estrellas de la pantalla empiezan a deslumbrar; y en Europa, mientras tanto, estallan las vanguardias artísticas. Es en este momento cuando surge —no se sabe con exactitud ni dónde ni cuándo— un fenómeno espontáneo encabezado por mujeres jóvenes, con carácter transversal, que no se rige ni por modelos políticos ni de clase social; les une la necesidad de acabar con el recuerdo sombrío de la Gran Guerra, y tiene como eje nuevos valores, la moda, la actitud, el léxico y que frecuentan los mismos lugares. Se trata, probablemente, de la primera tribu urbana de la Edad Contemporánea: las flappers.

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Y son, precisamente, Clara Bow, Louise Brooks, Olive Thomas, Nita Naldi, Norma Talmadge y Josephine Baker, junto a otras mujeres del cine como Diana Cooper, Collen Moore, la guionista Frances Marion (2 Oscar), la primera directora de Hollywood Dorothy Arzner y la mismísima Gloria Swanson, entre otras, quienes se presentan en sociedad como abanderadas de la corriente New Woman o flapper, un anglicismo que quiere decir algo así como aleteo, pero que puede ser —nadie lo ha aclarado con certeza—, la onomatopeya del flip flop de las sandalias sin abrochar que llevan pícaramente las jóvenes en ese tiempo. En Francia se llaman garçonne y en Italia maschietta.

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También figura en este pelotón de choque Zelda Sayre, esposa del escritor F. Scott Fitzgerald, a quien insipiró —hay quien asegura que escribió una buena parte— El Gran Gatsby, obra de inspiración flapper por excelencia, tanto que se considera a Zelda como la primera flapper de Estados Unidos. Son las gurús de un pelotón de jóvenes artistas que fuman con boquillas, consumen drogas, usan largos collares de perlas, se cortan el pelo a lo garçonne, usan tejidos como la cachemira y lanas de Escocia, hacen dieta para conservar la figura y asisten a petting parties.

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En Francia emerge al poco tiempo la pintora Tamara de Lempicka; en Berlín destacan ya la húngara Lya De Putti, que en 1926 se fue a Estados Unidos aunque fallece poco después, a los 32, Anita Berber, Cilly de Rheudt, Claire Waldoff. Hay referentes deportivos, como la aviadora Amelia Earhart o las tenista Suzanne Lenglen (francesa), Hellen Wills (estadounidense) y la española Lili Álvarez, que estrena en las pistas de Wimbledon la primera falda pantalón, diseñada por Elsa Schiaparelli.

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En el Reino Unido, gracias a la intervención de jóvenes flappers, en 1921 se abre la primera clínica para el control de natalidad, y en 1928 el voto se amplía a todas las mujeres mayores de 21 años. La generación de las flappers británicas —entre las que destaca la escritora, periodista y activista Nancy Cunard— es la que enciende la chispa del poder femenino y el inicio de su ascenso en la escena pública, económica y social en el país.

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En el Moscú soviético destacan algunas mujeres comunistas sintonizadas con el fenómeno flapper, como Lilia Brik, documentalista y guionista de cine, musa de Vladimir Mayakovski, esposa del escritor Ósip Brik y hermana de la escritora Elsa Triolet, la mujer de Louis Aragon.

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En la España de esos años muchas mujeres, especialmente del ámbito universitario, cultural y artístico, participan en diversos espacios feministas de debate y también en el madrileño Lyceum Club Femenino, que preside María de Maeztu, y el barcelonés Lyceum Club de Barcelona, presidido por  Aurora Bertrana, que  funcionan a imagen del Internacional Liceo Club, de Londres. Son miembros del Lyceum de Madrid, entre muchas otras, Carmen Baroja, Matilde Calvo Rodero, Clara Campoamor, Zenobia Camprubí, Ernestina de Champourcín, Victorina Durán, María de la O Lejárraga (María Martínez Sierra) María Martos Arregui, Elena Fortún, Victoria Kent, Isabel Oyarzábal y Amalia Galárraga y Carmen Eva Nelken (Magda Donato). En el de Barcelona destacan María Luz Morales, Maria Pi de Folch, Enriqueta Sèculi, Anna Miret, Carme Cortès, Mercè Ros, Montserrat Graner, Isolina Viladot, Leonor Serrano, Maria Carratalà, Josefina Bayona y Amanda Llebot.

Pero entre los integrantes de la generación del 27 hay un grupo, injustamente olvidado pese al gran talento de sus integrantes, que se llama Las sinsombrero, cuyas componentes se pueden considerar, de alguna manera, próximas a los principios flapper; se trata del grupo formado, entre otras, por Maruja Mallo, María Teresa León, María Zambrano, Concha Menéndez, Marga Gil Röesset y Josefina de la Torre.

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Las sinsombrero es un colectivo que con su arte y activismo desafía y ayuda a cambiar las normas sociales y culturales de la España de los años 20 y 30. El nombre del colectivo viene de una idea de Maruja Mallo, Margarita Manso, Salvador Dalí y Federico García Lorca de montar una performance que consiste en pasearse por la madrileña Puerta del Sol sin sombrero, hecho que ocasiona insultos y hasta la agresión de algunos viandantes, que les llaman de todo.

>El fenómeno de las flappers fue ampliamente discutido en periódicos y revistas de la época. Nacieron personajes de dibujos animados y canciones con temas del nuevo fenómeno. Y, por supuesto, es una tendencia candente en las películas de Hollywood. Es innegable que se trata de una corriente volátil pero que alimenta tanto a la industria del cine y a sus artistas como al público, que se deleita y excita en un bucle que crece día a día. Bueno hasta uno en concreto, el día del crack del 29.

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El fin del movimiento acaba por varios motivos que confluyen en espacio y tiempo: la crisis económica y social, la irrupción del cine sonoro, con la desaparición de muchas de sus caras más visibles, y el aterrizaje en Hollywood de diseñadoras de moda que acuden a la llamada de auxilio de la industria cinematográfica; entre ellas las dos grandes de la época: Coco Chanel y Elsa Schiaparelli.

Hay un cuarto elemento que ayuda a entender el fin de este breve y vertiginoso periodo, no menos relevante, que es el agigantamiento de dos figuras, no precisamente amantes de las flappers, que llegan del norte de Europa, cargadas de arte, belleza, estilo y misterio, y que están a punto de convertirse en las amas y diosas de su época: Marlene Dietrich y Greta Garbo.

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