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Roger Corman: el director de nuestras vidas

En Cine y Series domingo, 12 de mayo de 2024

Javi Cózar

Javi Cózar

PERFIL

El momento exacto en el que mi vida tropezó con Roger Corman se produjo (y esto es importante, luego entraré a ello) cuando el hombre llevaba casi 20 años sin dirigir una sola película. El año era 1989, y yo un adolescente con unos referentes cinematográficos muy bien definidos: las películas de Sylvester Stallone, las de Chuck Norris, las que en los créditos saliera el nombre de Steven Spielberg fuera en el apartado que fuera, las películas de la saga de Viernes, 13 (y, en general, cualquiera en la que hubiera litros de sangre), y las películas de la Cannon (ay, cómo me emocionaba la careta de introducción, con esa música ominosa y esa “C” desplegándose). Odiaba los dramas, no soportaba cualquier película que aconteciera antes de 1980 y, mucho menos, las que se ubicaban en algún momento en el que no existiera la luz eléctrica, y ciertamente no era muy amigo de las películas en blanco y negro. Este era el panorama.

Quedaba tan solo un año para que comenzaran a emitir las tres primeras cadenas privadas de televisión en España (Antena 3, Telecinco y Canal +), pero de momento en 1989 seguíamos con las de toda la vida: TVE 1 (“la primera cadena”, la llamaba la gente), TVE 2, y las autonómicas (en mi caso, que vivo en Catalunya, TV3). Un día a principios de aquel año leí que TVE 2 iba a dedicar un ciclo a un tal Roger Corman. Nunca había oído hablar de ese señor, pero hubo tres factores que se alinearon en aquel momento. Uno: al parecer la mayor parte de películas que se iban a proyectar en ese ciclo pertenecían al género de terror, por ahí íbamos bien. Dos: todas eran películas en color. Y tres: el ciclo se iba a emitir los domingos por la tarde, seguramente el peor tramo de la semana para mí, porque era el momento de empezar a dejar atrás el maravilloso fin de semana, de tomar conciencia de que el lunes tocaba volver al instituto y comenzar una tortura que no terminaría hasta el viernes siguiente (y el viernes siguiente estaba taaaaan pero taaaaan lejos…).

Roger Corman

Roger Corman y Vincent Price.

Así que esta es la manera en la que descubrí a Roger Corman: para matar el aburrimiento y la tristeza de los domingos por la tarde. No me extenderé mucho en lo que ocurrió después porque ya se lo pueden ustedes imaginar. El ciclo consistía, si no recuerdo mal del todo, en todas o casi todas las 8 películas en las que Corman adaptó a Edgar Allan Poe, más El hombre con rayos X en los ojos. Muchas de ellas se pasaron con un re-doblaje realizado expresamente por Televisión Española para ese ciclo, que es el doblaje que se puede escuchar en las ediciones que es posible comprar físicamente en la actualidad.

Roger Corman

Ray Milland en El hombre con rayos X en los ojos (1963).

Devoré todas aquellas películas como si no hubiera un mañana, lo que inicialmente era una simple manera de rellenar un domingo por la tarde se convirtió en una obsesión (valga la redundancia, pues una de las películas del ciclo era justamente esa, La obsesión). Descubrí en esas adaptaciones de Poe una aproximación estética al cine como no había visto en ninguna de mis adoradas películas de Chuck Norris, Sylvester Stallone o Jason Voorhees. Esos colores saturados, esa niebla en perpetuo movimiento, esos castillos, esos personajes atormentados. Me desconcertó de manera trascendental descubrir que podían gustarme películas tan “antiguas”, tan diferentes visual y narrativamente al cine de los años 80 con el que mi cinefilia había comenzado a formarse.

Roger Corman

El silencio de los corderos (1991), una de las apariciones de Roger Corman delante de las cámaras.

La revelación fue tal que, en mitad de aquel curso, nos mandaron en clase de Lengua Española hacer una redacción de tema libre y yo presenté dos folios en los que hablaba de esas películas que tan hondo impacto habían causado en mí. Estaba aún muy lejos de comprender la capacidad sensual de sus imágenes, que te envolvían y te abrazaban y se te pegaban a la piel, pero lo cierto es que en aquellos meses en los que duró el ciclo soñaba a menudo con góticos y oscuros pasillos de algún castillo anónimo, con interminables alfombras rojas en el suelo y candelabros en las paredes de débiles llamas, con jardines lúgubres cubiertos hasta las rodillas por espesas nieblas.

Y con ataúdes. Aquello fue lo peor. Porque de todas las películas del ciclo, La obsesión fue, de lejos, la que más me impresionó. Nunca había pensado en la posibilidad de que me pudieran enterrar vivo por error. Desde entonces es lo primero que pienso cuando tengo cerca de mí algún evento de carácter luctuoso.

Después de aquel ciclo nada fue exactamente lo mismo en mi cinefilia. Casualidad o no, fue la época en la que mis gustos principales, sin dejar de ser contemporáneos, se abrieron a otras propuestas en las que ni la gente moría descuartizada a manos de un asesino en serie ni acribillada a tiros por pandilleros del Bronx. Por poner dos ejemplos, recuerdo ir de buen grado a ver películas como Rain Man (1988) o Armas de mujer (1988), algo bastante improbable tan solo dos o tres años antes. No estoy seguro, insisto, y puede que tuviera más que ver con un lógico y previsible crecimiento emocional. Pero aún hoy en día sigo pensando que aquellas películas de Corman, de alguna manera, llegaron a mi vida en el momento oportuno, y al recordarlas pienso en dos manos entrando en mi cerebro y abriéndolo de par en par, dejando hueco para nuevas emociones, posibilitando un cambio de dieta.

Corman fue, desde entonces, algo así como un fetiche para mí. Todo lo que llevara estampado su nombre era objeto de mi atención de manera automática. Lo cual hoy en día, en la era en la que tenemos más (e inmediato) acceso a la cultura audiovisual, me habría supuesto un problema muy importante (de tiempo y de dinero) que en aquella época no lo fue tanto: no había muchas maneras de investigar su filmografía y sus películas no eran fácilmente accesibles, como antes he comentado.

Lo que sí que no tardé en averiguar, para mi total desolación, es que Corman era un director que había dirigido su última película en 1971. Se llamaba El barón Rojo, y ya habían pasado casi 20 años sin que Corman se hubiera puesto nuevamente tras las cámaras. Pocas veces he comprendido tan certeramente el significado de la palabra “tristeza”: allí estaba yo, un chaval de diecitantos tremendamente excitado por seguirle la pista a un director de cine del que se acababa de enamorar… para descubrir que llevaba 20 años sin dirigir nada. ¿Por qué ese señor, cuyo nombre desconocía tan solo un año antes y que ahora no podía quitarme de la cabeza, ya no dirigía películas?

¡Ah! Pero no pasó mucho tiempo, poco más de un año, antes de leer en una revista de cine que Roger Corman estaba dirigiendo de nuevo. Recuerdo perfectamente la revista (Fantastic Magazine) y el momento (clase de Historia del Arte en el instituto), así como también esa sensación tan de mi generación, tan Goonie, de haber encontrado el tesoro que parecía inalcanzable: Roger Corman, el tipo que me había regalado aquellas inolvidables tardes de domingo en el sofá de casa de mis padres, el tipo que me había introducido en el horror gótico de Poe, el tipo que me había enseñado que podía encontrar el placer cinematográfico en películas muy anteriores a mi fecha de nacimiento, ¡estaba volviendo a dirigir después de 20 años!

Esa película se llamaba Frankenstein Unbound, y por desgracia no se estrenó nunca en cines en España. Pero Warner Home Video sí tuvo la amabilidad de estrenarla en videoclubs, algo que el propietario del mío habitual no creo que haya olvidado: quizás estuve cinco, seis meses (puede que más) preguntando por esta película semana sí, semana también. Cuando finalmente pude alquilarla y llevaba la copia a mi casa me sentía como Ash a punto de abrir el Libro de los Muertos en Posesión infernal: ¿qué monstruosidades me deparaba aquella cinta de VHS?

Yo aún no lo sabía, pero La resurrección de Frankenstein, como se tituló en España, iba a ser la última película de Corman como director. Lo cual no significó que no volviera a él en el futuro. Volví a él, vuelvo a él constantemente, cada año, de la manera que creo que a él más le habría gustado: porque aún hoy en día me sorprendo a menudo descubriendo que tal o cual director, tal o cual montador, tal o cual actor, comenzó trabajando para Roger Corman.

Eso es, quizás, lo que hace que Corman sea tan importante. O uno de los motivos, al menos. Se habla mucho de sus métodos de trabajo, y en ese sentido su libro Cómo hice 100 films en Hollywood y nunca perdí ni un céntimo es imprescindible (creo que lo es para cualquier amante del cine, en realidad). Pero la nómina de artistas que comenzaron sus carreras con Corman es tan ridículamente abultada que, a veces, me pregunto si alguien en Hollywood no ha trabajado para Roger Corman: Francis Ford Coppola, Martin Scorsese, Ron Howard, Peter Bogdanovich, Jonathan Demme, James Cameron, John Sayles y actores como Jack Nicholson, Peter Fonda, Bruce Dern, Michael McDonald, Dennis Hopper,  Robert De Niro…

Y me doy cuenta, escribiendo este texto a solo unas horas de conocer la noticia de su fallecimiento a los 98 años, que Roger Corman no ha sido solamente un mentor para toda una generación de cineastas: ha sido también un mentor para varias generaciones de cinéfilos, la mía incluida.

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