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80º Festival de Venecia #1 Submarinos, Ferrari y perros

En Cine y Series sábado, 2 de septiembre de 2023

Gian Giacomo Stiffoni

Gian Giacomo Stiffoni

PERFIL

La Mostra del Cine de Venecia, que este año llega a su octogésima edición, ha decidido empezar el festival —contrariamente a los años anteriores, donde se daba paso a una producción estadounidense— con una película italiana. Comandante, del director Edoardo De Angelis ha sido la primera de una serie de largometrajes con los que ha arrancado el certamen, basados en contar determinados momentos de la vida —o de la post-vida como en el caso de El conde de Pablo Larraín—, de personajes que han dejado una huella en la historia del siglo pasado.

Sería interesante saber por qué el director Alberto Barbera ha decidido que abría la Mostra con la obra de un realizador que hasta el momento no ha dirigido películas especialmente logradas, como Indivisibili e Il Vizio de la speranza para reemplazar la esperada The Challenger de Luca Guadagnino, cancelada por la notoria huelga de los trabajadores de Hollywood. De hecho, tampoco Comandante destaca demasiado por eficacia y originalidad, aunque resulte seguramente más centrada que las anteriores. De Angelis transforma una aventura basada en hechos reales, protagonizada por el comandante de submarinos italiano Salvatore Todaro (un intenso Pierfrancesco Favino) en 1939, en una especie de teatro de la ideas con la cámara casi siempre pegada a  las caras de los submarinistas, poniendo el énfasis, no tanto en las acciones como en las palabras de los personajes. El largometraje no carece, sin duda, de cierta invención en la imagen, que en algunas ocasiones roza lo visionario, como sucede en algunas escenas submarinas y en los recuerdos del personaje principal. Sin embargo, a menudo toda esta inventiva se ahoga dentro de un mecanismo narrativo algo cansino y con una retórica no siempre contenida.

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Pierfrancesco Favino en Comandante.

La salvación de los náufragos de un navío belga hundido por el submarino comandado por Todaro se transforma así en una narración que se queda a mitad entre la valorización de un gesto humanitario (que no cabe duda que quiere aludir a los naufragios de los inmigrantes) y  la visualización del viaje interior del submarinista y de su equipaje. Lo que falta es el equilibrio entre estas dos componentes y por esto la película acaba por bloquearse, teniendo dificultad en avanzar y dejando así espacio a imágenes sin duda cautivantes, pero incapaces de encajar totalmente dentro del guion.

Es algo  que pasa, aunque de forma menos dañina, también al último largometraje de Pablo Larraín, El conde, en el que el director chileno se inventa una sátira de tonos casi surrealistas protagonizada por Augusto Pinochet transformado en un vampiro. El dictador vive en un universo paralelo, escondido, después de haber fingido su muerte, dentro una finca arruinada situada en la punta más sureña y helada de Chile. Exhausto por su veneranda edad de doscientos cincuenta años y cansado de sus crímenes, la mayoría necesarios para su supervivencia y anhelo de poder, quiere solo morir. Sin embargo, cambiará de idea tras una revelación inesperada, que no descubriremos, pero que pronto podréis conocer, ya que el filme se estrena en Netflix el próximo 15 de septiembre.

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Jaime Vadell en El conde.

Un blanco y negro cautivante y algunas referencias estilísticas recuerdan la trilogía del poder de Aleksandr Sokurov, y hacen particularmente inquietante y cautivante lo que podría definirse como comedia negra, donde sin embargo se ríe muy poco y donde lo que funciona muy bien es sobre todo la metáfora del poder como forma de vampirismo hacia todo y todos. Lo que falta a la película es, sin embargo, la linealidad narrativa, ya que los temas se enlazan entre sí de forma siempre mas confusa a menuda que avanza, sin que consigan ser resueltos completamente. Un problema que Larraín viene arrastrando ya desde anteriores largometrajes, por lo menos desde Ema, y que hace que sus obras  cautiven más por su idea general que por su realización.

Coherencia y efectividad narrativa son el aspecto más logrado de la tercera de las películas vistas en el certamen y dedicadas a una figura relevante de la historia pasada. Me refiero al esperada Ferrari, que marca el regreso tras la cámara del director estadounidense Michael Mann después del poco valorado thriller Blackhat (2015). Casi veinte años de ausencia, los últimos  dedicados a este proyecto basado en la biografía Enzo Ferrari – The man and the machine de Brock Yates, una imagen lo más amplia posible y documentada del creador de la conocidísima marca de coches deportivos. El largometraje de Mann no quiere ser un biopic del famoso empresario sino la mirada dentro de una momento preciso de la vida de Enzo Ferrari: ese 1957 donde se enlazaron de forma dramática eventos privados del empresario con una época especialmente complicada para la vida de la empresa.

Un matrimonio en plena crisis, una relación clandestina, la contradictoria manera de expresar las emociones del Commendatore, así como los acontecimientos a menudo trágicos que caracterizaban la vida de los pilotos de Ferrari, se funden en la película de Mann de forma siempre muy eficaz haciendo que las dos horas de metraje vuelen literalmente. Todo gracias al montaje realmente espectacular firmado por Pietro Scalia y un ritmo narrativo nunca cansino y sustentado por la excelente actuación de Adam Driver capaz una vez más de dar cuerpo y voz de forma muy convincente a una figura clave de la industria italiana, después de encarnar a Maurizio Gucci. Menos efectiva es la  actuación de Penélope Cruz en el papel de Laura Dominica Garello (esposa de Ferrari y corresponsable en la creación de la empresa), demasiado recargada y fatalmente prisionera de una imagen de la mujer italiana pasionaria que demasiado a menudo roza la caricatura.

La película de Mann al fin y al cabo parece absolver la figura de Ferrari, como hace también Luc Besson con el personaje extremo de su último largometraje Dogman. El director galo pone como prefacio a la película la frase de Lamartine Dondequiera que exista un infeliz, Dios envía un perro, para contar la historia de Douglas, que fue un niño maltratado, encerrado en una jaula con perros por un padre violento, y que encontrará la salvación gracias a sus amigos de cuatro patas que se transformarán en una pandilla de amigos-cómplices a su uso y consumo.

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Caleb Landry Jones en Dogman.

Besson utilizando el expediente de la historia de una vida contada por su protagonista —Douglas relata a una psiquiatra sus avatares, tras ser detenido al inicio de la película—, se interroga sobre los que suponen los abusos de la sociedad en la formación de un ser sensible y víctima de una parálisis. Lo hace con su típico estilo redundante y apoyándose muchísimo en la magnifica actuación de Caleb Landry Jones , sin duda el aspecto más logrado del filme. No obstante, el mensaje es demasiado reconfortante; el “monstruo” magnánimo —en su etapa de transformista imita a Edith Piaf, simula a la perfección la Lili Marlene de Marlene Dietrich y ayuda a los pobres—  carece de contradicciones y verdadera ambigüedad, dejándonos una imagen, sobre todo en la parte final, de calado cristológico que no consigue alcanzar la fuerza de otras figuras similares ya encontradas en la historia de cine.

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Mads Mikkelsen en Bastarden.

El sufrimiento, la testarudez y la ambición son los  elementos principales del interesante Bastarden (The Promised Land) del director danés Nicolaj Arcel que vuelve al ambiente cortesano (como ya había hecho en su afortunado Royal Affair, ganador del Oso de Plata en 2012) para seguir los avatares de Ludvig Kahlen, un capitán del ejercito danés que en 1755 decide colonizar el inhóspito páramo de Jutlandia. Su propósito último es el de alcanzar un título nobiliario, pero la hazaña, considerada imposible, será perseguida por el antihéroe hasta las extremas consecuencias, con una serie interminable de fallos y muy pocos logros. La película de Arcel destaca por la manera muy sugestiva con que el director no solo ha fotografiado el norte del país con sus paisajes casi desérticos, sino sobre todo por la forma paulatina, y finalmente inexorable, con que cuenta el desencadenamiento de la violencia dentro de un contexto opresivo y casi sin esperanza. La actuación muy interiorizada de Mads Mikkelsen ayuda mucho, ya que el gran  actor es capaz de expresar tan solo con una mirada y una economía de gestos asombrosa un recorrido emocional lleno de frustraciones y que parece no alcanzar nunca una posibilidad de salida ni siquiera en los momentos más positivos.

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