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Cine y Series

“El faro”, duelo mítico y terror gótico

En Director's Cut, Cine y Series miércoles, 8 de enero de 2020

Eva Peydró

Eva Peydró

PERFIL

El estreno de El faro (The Lighthouse, 2019) en el pasado Festival de Cannes confirmó la elevada expectativa suscitada por el celebrado debut de Robert Eggers (La bruja, 2015). Escrita junto a su hermano Max, e inspirada vagamente por la tragedia real de dos fareros galeses en 1801, El Faro se sumerge en la tradición de la narrativa gótica, ya desde el propio escenario del largo duelo que enfrenta a Thomas Wake (Willem Dafoe) y Efraim Winslow (Robert Pattinson), durante su solitaria misión, ambientada en la última década del siglo XIX.

Para su thriller de horror psicológico, el director elige de nuevo un contexto histórico empapado de Melville, Allan Poe, Lovecraft y Stevenson, documentado además con la influencia de la escritora victoriana Sarah Orne Jewett, cuyos relatos transcurrían en Nueva Inglaterra, o diarios de la época. En El Faro no falta la arquitectura inquietante (el faro) que protege y hechiza a la vez; la exaltación emocional fuera de control (delirios, borracheras, abuso verbal) que incluso llega a modificar la percepción de la realidad; el objeto fetiche (la pequeña talla), el secreto del pasado, el ser casi-humano, el animal simbólico (la cabra de La bruja es aquí una gaviota), sin olvidar el factor sobrenatural y el erotismo torturado.

El faro (Robert Eggers, 2019)

En otras palabras, esta es una película de atmósfera, y de ahí la poderosa y abrumadora importancia del diseño de producción —oficio en el que su director es experto— que, envolviendo una historia mínima, eleva el mano a mano interpretativo de los protagonistas a lo antológico —la intensidad de su trabajo fue tal que no sería hasta meses después del fin del rodaje cuando Dafoe y Pattinson mantendrían su primera conversación. Las exigencias del director fueron tajantes, todas sus decisiones elegidas cuidadosamente, para crear una obra cimentada sobre sólidos pilares, tejida sin cabos sueltos.

Si empezamos por la dirección de los actores, cuyo impresionante trabajo se adentra más allá de su proverbial calidad —en el caso de Dafoe, ya icónica—, hay que reseñar la aportación de Eggers, que atribuyó a sus personajes determinados acentos y jergas, milimétricamente expresados. Si Wake suena a Ahab es porque recita como los pescadores y marineros de  Nueva Inglaterra —el mantra de Wake, Thirteen Christmases at sea. Little ones at home. She never forgave it, bien podría ser una canción del pirata—, mientras que en el acento de Winslow se traslucen sus raíces granjeras de Maine, por eso, aunque a primera vista nos parezca hallarnos frente a tópicos, es la fidelidad al arquetipo lo que funciona para aportarle verosimilitud (o no, por el riesgo de distanciamiento).

El faro (Robert Eggers, 2019)

Las grandes decisiones de Eggert afectan a los aspectos visuales de El faro, partiendo de la elección del ratio 1.31:1, conocido como Movietone —usado en las películas entre 1926 y 1928, cuando la llegada del sonoro obligó a redimensionar el fotograma. Podemos pensar que su empleo le emparenta con películas como Tabú (Miguel Gomes, 2012) o Ida (Pawel Pawlikowski, 2013), pero para ser exactos, estas presentan un aspecto de 1.37:1, el estandarizado por la Academia en 1932, mientras que el director de La bruja ha querido ser más preciso. Además, ha buscado sugerir la apariencia de las fotos del siglo XIX, gracias también al recurso de aportar a sus cámaras lentes vintage y un filtro cyan, en un trabajo espléndido de Jarin Blaschke.

El escenario de la diabólica aventura de un experimentado farero acompañado de un joven que desea dejar atrás la inseguridad y la penuria laboral del pasado, comienza como un rutinario turno de dos semanas en un faro, para convertirse en una pesadilla que se debate entre la realidad y la imaginación, en una prolongada rave nutrida de testosterona. El desgaste psicológico corre paralelo al causado por el intenso trabajo físico —sisífico—, en una larga prueba de resistencia, agravada por las condiciones meteorológicas —aunque el faro se construyó como decorado en Yarmouth, el clima fue muy real—, que va convirtiendo el lugar en un presidio para forzados.

el faro

El crescendo emocional desquiciante que se funde con la ensoñación, la visión y la alucinación se van enriqueciendo con la transformación de elementos presentes desde el principio —tentar la frontera de la masculinidad, aparición de nuevos aspectos de factores ya conocidos— y la aportación de nuevos actantes, que implican todavía más perturbación —como la mítica sirena (Valeriia Karaman), un humanoide que lleva el filme a la discusión sobre los límites de lo humano, que tan bien plasmó Sánchez Piñol con sus anfibios en La pell freda, su propio homenaje a los clásicos del terror.

Las palabras de Xavi Sánchez en su crítica de La bruja: Un relato y unos personajes que en todo momento están al límite, cercanos a la neurosis, incapaces de distinguir entre lo real y lo imaginado podrían aplicarse igualmente a El Faro, donde la locura y la obsesión alcanzan niveles mitológicos. La pugna por el control del faro, es decir de la luz, que Wake se reserva para sí, obligando al joven a cargar con las tareas de mantenimiento más ingratas, es en definitiva la lucha por poseer el fuego, que Winslow-Prometeo nunca abandona.

Azotados por una banda sonora de olas, viento y tempestad, embarrados, borrachos, exhaustos por la bronca y resentidos por el odio, desesperados por el aislamiento, los protagonistas despliegan sus juegos de poder en un escenario de Bela Tarr, transformado por el horror, donde la naturaleza hostil y la soledad no son las enemigas sino el líquido revelador de los propios demonios.

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