Juguemos a ser Zelig. A estar en todas partes y en diferentes épocas de nuestra historia reciente. O incluso a imaginar ucronías en modo tarantiniano, como si pudiéramos retorcer el curso de los acontecimientos a nuestro antojo.
¿Por qué no? Son tantos los meses que hemos pasado sin viajar a lugares que nos resultaban habituales, y es tan vasto el abanico de licencias que se puede permitir cualquier plumilla que se dedique al negociado de las artes, el cine, la música, los espectáculos o la farándula en general, que viajar en el tiempo y en el espacio resulta bien barato. Es una licencia asumible. Me la van a disculpar, aunque solo sea por una vez. Es gratis. Y a veces compensa. Al menos mientras no superemos la velocidad de la luz
Siempre que me amollan la socorrida pregunta de ¿en qué época te hubiera gustado vivir?, lo tengo claro. No muy lejos. En absoluto. Las épocas remotas me resultan fascinantes como materia de estudio, pero lo que de verdad me motiva son esos momentos y esos lugares que sentaron las bases de todo aquello que tanto nos apasiona y nos da la vida. Infinidad de instantes por los que hubiera pagado vivir en primera persona. La materia prima de la que están hechos muchos de nuestros sueños.
El concierto de los Sex Pistols en julio de 1976 en el Free Trade Hall de Manchester, ante 40 personas que luego parecieron 4.000. Las sesiones de Larry Levan en el Paradise Garage neoyorquino cualquier noche de los primeros ochenta. El bolo de homenaje a Canito en la Escuela de Caminos madrileña en 1980. El día en que Bob Dylan fue abucheado en Rhode Island por electrificarse. Cualquier redacción, barra de bar o estudio de grabación en el preciso instante en el que por primera vez alguien empleó los vocablos post punk, riot grrrl, grunge, trip hop, post rock, hip hop, dubstep, indie, reggaeton, kuduro, salsa, acid jazz, rave o afrobeat.
La tarde en que a Ian Curtis le entró un brote de epilepsia en la furgo y la forma en que conjuraba (sin saberlo) aquellos espasmos en cualquiera de sus directos. El día en que Phil Spector apuntó con su pipa a Dee De Ramone. El concierto gratuito e hipermultitudinario de los Smiths en el Paseo de Camoens madrileño del 85. Cualquier noche de finales de los setenta trasegando tequilas con Rickie Lee Jones, Tom Waits y Chuck E. Weiss en el Trobadour angelino. Las calles de Chicago y Detroit vibrando a ritmo de soul, funk y garage rock tras los disturbios raciales de finales de los sesenta. La travesía de los Sex Pistols por el Támesis el día del jubileo de la Reina del 77 y su exabrupto en el programa televisivo de Bill Grundy. La primera vez que alguien concedió un bis en un concierto de rock, antes de convertirse en pura rutina.
La chocantes e inenarrables reuniones de los grupos españoles de la primera nueva ola con sus nuevos jefes de disqueras multi a principios de los ochenta. La primera charla entre Martin McAloon (Prefab Sprout) y Keith Armstrong en la HMV que este regentaba en Newcastle en el 82. Los surrealistas pasotes de Lester Bangs en sus encuentros con Lou Reed y otras estrellas del relato alternativo y mugriento del rock de los setenta. La hipnosis colectiva provocada por el magnético personaje de Ziggy Stardust cuando Bowie parecía un ser directamente caído de otro planeta. Los sapos y culebras que se debieron decir Todd Rundgren y Andy Partridge (XTC) en un estudio de grabación. La exhibición de Beastie Boys en el Doctor Music del 98. El bolo gigante de regreso de Daft Punk en Coachella 2006. Los subidones lisérgicos de aquellas primeras, clandestinas y multitudinarias raves inglesas a finales de los ochenta, con la peña luciendo una sonrisa más amplia que la del smiley de sus camisetas.
La histeria colectiva en aquellos bolos de los Beatles en plazas de toros en las que lo que menos importaba era el sonido. El colocón producido por aquellas primeras exhibiciones de sanguinolento shock rock de Alice Cooper. Cualquier show de Beyoncé en el descanso de la Super Bowl. La tarde en la que Johnny Marr llamó por vez primera a la puerta de Morrissey. La desafiante insurrección de Fela Kuti y sus febriles ceremonias afro beat plantando cara al poder establecido. Bailar en una de las primeras fiestas que David Mancuso se marcaba ya con el nombre de The Loft en pisos francos de Nueva York. Asistir a una improvisada jam de Prince en Paisley Park. Ver a Curtis Mayfield tocando en directo.
Otear los primeros sound systems en las calles de Kingston, tan precarios como genuinos. James Brown dejando sin aliento al público del Apollo de Harlem en el 63. Tomarse una copa con Amy Winehouse en cualquier garito de Camden. Llamar a la pasma antes de que el reverendo Marvin Gaye le descerraje un disparo a su hijo. Ver a Jeff Buckley en uno de sus primeros bolos, en un antro con poco más de diez personas. Charlar con Madonna en la barra de Danceteria cuando apenas la conocían en su bloque de pisos. Asistir a cualquiera de los primeros balbuceantes conciertos de Nacha Pop o Radio Futura. Bailar en Ibiza al ritmo de las sesiones de Alfredo Fiorito en los ochenta. Cualquier aquelarre popular a ritmo de favela funk en los suburbios de Rio o Sao Paulo. Disponer de choza en Laurel Canyon a principios de los setenta. Ver a Jerry Lee Lewis quemar su piano. O a Hendrix hacer lo propio con su guitarra.
Tener los arrestos de plantar cara a ritmo de rock (incluso a riesgo de la vida) a la dictadura del siniestro Chile pinochetista, la Argentina de Videla e incluso el Mexico priista. Curiosear por la misma cabina de grabación en la que Donna Summer o Jane Birkin dejan volar su imaginación y jadean al ritmo de la música disco, sin saber que están inventando algo nuevo. Llorar de emoción con los Big Star originales haciendo sonar sus instrumentos en cualquier tugurio de Tennesse mientras el mundo les ignora. Correrse una buena juerga junto a los Stones en Villa Nellcôte mientas idean Exile On Main Street (1972). Reventar varios coches junto a New Order (y salir completamente ileso) en la Ibiza del verano del 88. Vivir los festivales de Reading y Glastonbury de finales de los años ochenta, los que escenificaban un relevo de poder. Asistir al proceso de grabación de “Ohio”, de Neil Young, mientras somatiza la masacre de la Universidad de Kent. Encararse con el segurata de Studio 54 la Nochevieja en que no dejó entrar a Nile Rodgers y Bernard Edwards, Chic.
Ojalá todo eso.
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