El debut tras las cámaras del periodista y escritor Javier Tolentino ha supuesto plasmar en Un blues para Teherán su pasión por un país y una cultura que le han fascinado, a través de la poesía, la música y su gente. Un blues para Teherán es la respuesta o la consecuencia lógica de todo el cine iraní que he ido viendo desde 1997, una forma de devolver al cine iraní todo lo que me ha dado. Desde la sutileza del lenguaje, la búsqueda de la belleza a través de la imágenes y, muy especialmente a su música, una música que ha formado la base de toda la música occidental —puntualiza el autor de El cine que me importa.
Conocida sobre todo por la cinematografía de los premiadísimos Abbas Kiarostami, Jafar Panahi o Asghar Farhadi, Irán es una nación de tradición cultural milenaria, cuna de los instrumentos musicales —la Orquesta de Persépolis interpretó en 2015 una pieza de 3000 años de antigüedad, siguiendo la partitura hallada por arqueólogos en una inscripción— cuya expresión artística ha tenido un alcance popular digno de envidiar por otros países, hasta el advenimiento de la represión integrista. Javier Tolentino es uno de los críticos cinematográficos de referencia en España, siendo desde El séptimo vicio, el programa de Radio 3 que dirige, un testigo activo y ubicuo de las novedades cinematográficas del cine de autor, al que ha dado altavoz desde festivales grandes y minúsculos, siempre difundiendo una pasión que ha contagiado a sus oyentes. Como periodista ha recibido numerosos galardones, entre los que destacan el Premio de la Crítica (2002), el Premio del Festival de cine de San Sebastián (2006) y la Espiga de Honor por su trayectoria, en la Seminci de 2019.
La génesis del proyecto no fue originariamente rodar una película, según nos comentaba el director de Un blues para Teherán: Mi primer objetivo era escribir, es como yo me siento más personal, y empiezo a escribir sobre Irán y a compilar con fotografías un diario de viaje […] Me doy cuenta de que pide imagen, por lo tanto, lo veo como un cronista que va buscando las músicas iraníes para su emisora de radio y en el camino encuentra un diálogo Oriente-Occidente. Ahí nace el proyecto. A través de diferentes personajes, músicos, pescadores, artistas callejeros… los rostros de Irán muestran un país de tradición y modernidad obligadas a convivir y confrontarse.
En el prólogo del filme, las imágenes del mar, del paisaje icónicamente reconocible dominado por un árbol solitario, un sinuoso camino entre colinas y las escenas cotidianas en una aldea, donde los niños juegan y las ancianas hilan sin rueca, nos instalan de golpe en un ámbito intemporal, centenario, milenario, al que la música dota de humanidad, de ese refinamiento sensorial que incluso en sus más humildes expresiones populares insufla vida y revela los sentimientos. Pero, pronto, ese hechizo se rompe cuando entran en plano los útiles de la producción, dejando esa cámara sin operador, tal como hemos encontrado el árbol unos minutos antes, atestiguando, sola sobre su trípode.
A partir de ahí, las fronteras entre ficción y documental permanecerán difusas. Un blues para Teherán no es narrado en off, no hay rótulos que nos indiquen dónde, cuándo ni con quién estamos, ni si las escenas que contemplamos y los diálogos que escuchamos nacieron de la mano del guionista. Javier Tolentino define así su película: Administrativamente es documental, pero lo que mejor lo define es no ficción, porque mezcla ficción, hay actores iraníes que interpretan personajes. El guion está abierto, hay un cambio fundamental en el proyecto que surge en San Sebastián, cuando me doy cuenta de que tenía que desprenderme del papel de periodista y actuar como un director. No dejaba de ser un cronista, pero tenía problemas con la voz en off… hasta que di ese giro. La película no tiene narrador, las imágenes se justifican por sí mismas. Es una película de no ficción que bebe del documental y del cine musical, se apoya en esas tres bases.
La entrada de Erfan Shafei, joven músico, actor y director de origen kurdo, imprime ironía a través de sus diálogos, la frescura de sus reflexiones sobre el amor y la creación artística, sobre todo en el largo plano secuencia en el que se reúne con los padres, cuyo planteamiento casi teatral supone una ruptura con el resto del filme, como su reunión con un amigo graffitero decidido a reorientar su carrera profesional a través del diseño de alfombras, para lograr la independencia artística y económica (batiendo el récord de combinar 126 colores vegetales). Shafei parece resignado a una carrera estancada —sus padres le echan en cara no vivir en el mundo real: quizás has nacido en el sitio equivocado—, toca la guitarra con amigos, en cafés (curiosamente, ante una estantería con DVD de Polanski, Jarmusch, Bergman, Coppola o Godard) y se lamenta de sus limitaciones en la visita al peluquero, al que hace reflexionar sobre la falta de música en las películas de Abbas Kiarostami, Jafar Panahi o Asghar Farhadi…
El filme nos lleva, en diversos cambios de paisaje y sonidos —fotografiados con gran respeto estilístico, por Juan López—, desde el verdor vitalista y apabullante del campo, donde escuchamos un canto popular sobre las tareas agrícolas, al mar, donde un curtido pescador narra la triste historia de su hijo fallecido en accidente, y al mercado… pasando por la gran ciudad nocturna, con las notas del tema original de Walter Geromet “Nostalgia en Teherán”. Sin embargo, una de las partes más potentes, por su testimonio directo sobre el valor de la música y las consecuencias de su represión —en una obra que muestra sin demostrar y que deja a nuestro arbitrio y discernimiento la interpretación de los estímulos sensoriales que plasma con música e imágenes—, es la actuación que tiene lugar en un marco de un sobrecogedor patetismo.
Las aulas de una escuela abandonada acogen la música y las palabras con que diversos artistas introducen sus canciones, desde el “Vals del mercado” de Ahmed Ashurpur, adaptación iraní de un vals austríaco, a la reivindicación de las raíces del Sina, con “La primavera afable”, un tasnif (el equivalente a la balada en la música de Irán) de Ruholá Jalegui. Entre ellas, por su exquisitez y frescura, destaca la interpretación de la joven Golmehr Alami, estudiante de música, de una canción tradicional, que introduce así: Como desde hace muchos años a las mujeres no se les permite cantar, es normal que en fondo de mi canto haya una enorme tristeza, aunque yo esté alegre. Todos los hombres y las mujeres han crecido con las canciones de sus madres, con ellas se han dormido y se han despertado. Estas ya no se oyen y se van olvidando. La profunda tristeza del dashti impulsa la valentía de sus palabras: Estoy aquí para traer el mensaje de que las mujeres tienen que cantar y que no hay nada pecaminoso en ello. Tienen que cantar y liberar sus pesares por su propia serenidad.
El desvalimiento de la imagen que encabeza estas líneas es tan visible, con la pequeña figura enlutada de una valiente Golmehr, entre hombres relajados, vestidos de colores, observando, esperando su turno o distraídos, que no podría haber mejor representación de la humillación y la muerte que representa el silencio impuesto a la creación, un piedra más sobre la losa de las más castigadas.
Un blues para Teherán, producción de Quatre Films y Eddie Saeta, fue presentada en el pasado Festival de Gijón y se pudo ver en la plataforma Filmin durante un tiempo limitado. Debido a la situación sanitaria actual, se están realizando proyecciones en filmotecas y centros culturales de toda España, a la espera de su estreno comercial.
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