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«The Curse», maldición de máscaras

En Cine y Series 6 marzo, 2024

Marc Muñoz

Marc Muñoz

PERFIL

Nathan Fielder se presentó como nuevo talento dentro de la cuadrilla del humor incómodo. Lo perpetró a través de la delirante Nathan for You, una incursión al mundo de la telerrealidad y los gurús de los negocios, y más tarde, produciendo el humor marciano hermanado de John Wilson, otro weirdo capaz de sacar virutas existencialistas de los espacios más inhóspitos y alejado al máximo de la ortodoxia, en How to With John Wilson.

Desde su bautismo como showrunner, el cómico y creador canadiense ha ido enrareciendo las facciones de sus creaciones sin abandonar el interés sobre la propia construcción del artefacto/formato (con predilección por el reality). Si el año pasado dejó muestras loables en la inquietante, y a muchos ratos brillante, Los ensayos, en su última creación, The Curse, le debemos agradecer un nuevo ovni televisivo. Sin duda, uno de los más inclasificables de su estimulante trayectoria creativa, y uno de los visionados menos complacientes con el espectador que se hayan producido y emitido.

En esta ocasión, además aliado con Benny Safdie, mitad responsable del más sugerente cargamento del cine indie estadounidense de la última década (Good Time y Diamantes en bruto), quien recientemente ha decidido emprender trayectoria creativa y actoral desvinculado de su hermano Josh. Y uno de los primeros hospedajes es este The Curse producida por A24 para Showtime (la emite SkyShowtime en España). Además de participar como co-creador junto a Nathan y ser director de varios episodios, el menor de los Safdie interpreta a Dougie, un grimoso productor al cargo de un reality que incumbe a un matrimonio volcado en un proyecto de vivienda sostenible y holístico en una zona residencial empobrecida de Nuevo México.

The Curse

Bajo esa marquesina, como atónitos espectadores a lo largo de sus diez píldoras, se asiste, por un lado, a la descomposición de ese matrimonio y, por el otro, a la manutención de la irrealidad y la impostura que implica la creación de ese show televisivo bochornoso. De nuevo Fielder sumergiéndose (desde la primera secuencia) en los mecanismos artificiosos del formato de la telerrealidad para proyectar una imagen emborronada, perversa y absurda de sus personajes. Si en sus anteriores creaciones, el mecanismo interno surgía como palanca para un humor desconcertante, aquí lo cómico cede paso a lo inquietante y perturbador, a un ambiente malsano y hostil, favorecido con la aportación cinematográfica que imprime el experimentado Benny Safdie.

Porque en todo momento la realidad (o su primera capa) en The Curse es puesta en cuarentena. En cualquier momento puede darse una fuga de desconcierto. Prevalece la idea de boicotear cualquier atisbo de previsibilidad. La acción se capta mediante una cámara alejada (recurrente el zoom in), separada por elementos y cristales, capas emborronadas que devuelven una imagen distorsionada y ensuciada de los personajes. Un distanciamiento que enriquece esa atmósfera de extrañamiento que domina todo el visionado, y que acentúa ese baile de máscaras perverso que parece configurar el juego del trío protagonista, en especial el que incumbe a la pareja protagonista y su desmoronamiento en directo.

De hecho, hay una batalla entre los tres personajes para sobresalir como el personaje más odioso y despreciable del entuerto. Como una lucha no declarada para erigirse en el carácter más repugnante de la temporada televisiva. Desde la fría, falsa y calculadora Whitney (interpretada por una Emma Stone en estado de gracia en todo lo que interviene), hasta el patetismo insufrible del servicial, ridículo y baboso Asher (Nathan Fielder), hasta la figura de Dougie, igualmente siniestra, dañina y manipuladora.

The Curse

Pero cabe mucho más en este producto que profiere un desacato a cualquier convencionalismo televisivo y respetuosidad genérica. Sobrevuela en todo su recorrido un añadido mordaz a la obsesión de lo políticamente correcto. The Curse puede entenderse como una pesadilla woke. Una pareja que pretende ocultar su ambición, y la obsesión de Whitney por limpiar su sucio historial familiar, bajo actos y acciones loables: responsabilidad medioambiental, preservación cultural e histórica, causas raciales y tejido comunitario. Pero debajo de esos gestos calculados de cara a la galería, y en paralelo a la proyección impostada que requiere el reality como plataforma para “concienciar”, se descubre la perversidad mezquina que anida en el interior de sus personajes, en especial en la “reina verde”. Decorados de cartón y plástico reciclable, viviendas inteligentes y pasivas, que en su interior destapan el hedor de una función maléfica, marcada por la traición, la humillación, la angustia, la paranoia, y la desconexión emocional con su entorno pese a los intentos y maniobras, mayoritariamente frustrados, de la pareja principal.

También rebotan en su estructura de cristal impoluto y sostenible la inseguridad, el clasismo y el racismo.  De ahí que su formato híbrido funcione también como reflejo difuso y deformado de los personajes y sus intenciones. Una esquizofrenia entre realidad y artificio,  entre gestos construidos e intenciones reales. Un baile de máscaras deformadas que estallan con este increíble (y magistral) episodio final. (SPOILER) Donde una vez más la línea divisoria entre lo real y lo ficticio, lo nítido y lo difuso, la honestidad y lo impostado, se lleva al extremo. Una maniobra final demoledora, digna de Cortázar, Lynch y Calvino, que expone en toda su visceralidad y terror, desde una inclinación fantástica, la consecuencia más atroz de ese fingido juego adulto de las casas de muñecas. La víctima de sus argucias, relegada al mero papel de mayordomo del narcisismo de una esposa obsesionada hasta lo enfermizo con las nuevas sensibilidades y sus compensaciones morales y lucrativas, se evapora; se pierde en el vacío cósmico. No es casualidad que su desaparición coincida con el nacimiento de su hijo. ¿No es quizás ese el deseo real de Whitney una vez ha utilizado a su esposo para todos sus fines?

La burbuja de mentiras y apariencias alimentada con saña estalla y se lleva por los aires al más patético e inofensivo de sus personajes. Porque en realidad The Curse, como insinúa con sus títulos de crédito, los movimientos de cámara desasosegantes, la música de John Medeski (con Daniel Lopatin como productor y guía), es un relato de terror doméstico. No hay otra maldición que la que los propios protagonistas se infringen a sí mismos con sus mezquinas maniobras para complacer sus deseos de reconocimiento externo: El terror de un existencialismo basado en generar apariencias que nos validen ante los demás.

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