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¿Soñaba Florian Schneider con perros androides?

En Música 14 mayo, 2020

Carlos Pérez de Ziriza

Carlos Pérez de Ziriza

PERFIL

Se nos fue Florian Schneider. Tenía 73 años. Y lo hizo de la misma forma, discreta, progresiva, gradual, en la que su presencia se había ido evaporando en los últimos tiempos: pasó una semana desde su fallecimiento hasta que la noticia de su muerte generó el previsible torrente de titulares. No era alguien propenso a generar ruido.

Schneider fundó Kraftwerk junto a Ralf Hütter, hace cincuenta años en Düsseldorf. Tanto sus letras como su sonido parecían avanzarse a su tiempo. Supieron vislumbrar un futuro surcado por teléfonos móviles y por miles de mensajes de correo electrónico, rebosante de interconectividad y de relaciones sentimentales que nacerían a través de las pantallas de nuestros ordenadores. Bingo.

Lo que Schneider y sus secuaces no lograron anticipar (y seguramente nadie podría haberlo hecho) es que los robots del futuro tendrían forma de perro y servirían para vigilar nuestra distancia social en medio de una pandemia global: miren lo que ocurre en Singapur. O que la mayor preocupación de la humanidad en 2020 no sería hacer que los coches vuelen, sino algo tan aparentemente tradicional como encontrar una vacuna a una enfermedad.

O que la multiplicación de foros comunicativos de la era digital (esto es, los cibermedios y, sobre todo, las redes sociales) no iba a estimular la sensatez del ser humano como especie. O que el europeísmo que pregonaban sería ahora malbaratado por una generación de políticos que se debaten entre un populismo que tiene poco de nuevo (y que a ellos les debe sonar dolorosamente familiar) y la ineptitud. Poco podían ellos imaginar que el siglo XXI iba a ser exactamente así.

Si el éxito de Little Richard, fallecido unos días más tarde a los 87 años, se había producido en un momento (años 50) en el que el mercado de jóvenes blancos y negros confluía por primera vez, el de Kraftwerk inauguró un relato europeo diferenciado del discurso rock predominante hasta entonces, de impronta británica o norteamericana.

Si Little Richard contribuía a la banda sonora del nuevo orden surgido tras la segunda guerra mundial, y a reforzar la creciente opulencia del mercado de quienes salieron fortalecidos, Kraftwerk redefinían la música de los perdedores del conflicto haciendo algo tan necesario como normalizar su lengua y su cultura borrando la sombra del nazismo de la mejor forma posible: tratándolo como una pesadilla a la que convenía sepultar.

En donde no hay el menor asomo de duda es en su influencia. La música de Kraftwerk jugó respecto a cualquier género dependiente de la electrónica un papel similar al desempeñado por The Velvet Underground respecto al rock alternativo o el indie, o el de los Beatles respecto al power pop o prácticamente cualquier estilo que incorpore esas tres últimas letras. Por poner solo un par de ejemplos.

Marcó el devenir de la etapa berlinesa de Iggy Pop y David Bowie, estimuló la escuela disco europea (Giorgio Moroder y Pete Bellotte, Cerrone, Telex), dictó clases magistrales para la legión de músicos del synth pop (Arthur Baker, New Order —ya saben lo que había dicho sobre ellos Ian Curtis— , la escena de Sheffield, Depeche Mode, nuestros Aviador Dro) y plantó una semilla sin la cual no se entenderían ni el electro que acuñó Afrika Bambaataa ni el hip hop ni el techno de Detroit. Ni siquiera a Daft Punk, yendo mucho más allá.

La música de líneas rectas, geométricas, aparentemente gélidas de Kraftwerk, acabó poniendo de acuerdo a blancos y a negros. Y quizá solo en eso se parezca a la de Little Richard, al margen de que ambas proyectaran una influencia igual de vasta.

¿Hay una combinación más extraña en la historia de la música pop que la que hermanó de forma determinante a los fríos, maquinales e hiperteutones ritmos del cuarteto alemán y a las comunidades negras de ciudades como Detroit? ¿Hay un hermanamiento musical más impredecible que el que ligó a Düsseldorf y la ciudad norteamericana del motor? Eran tan blancos que eran negros, tan rígidos que eran funky, decía Carl Craig acerca de Kraftwerk para tratar de desentrañar ese misterio.

Florian Schneider había dejado los directos de la banda en 2006. Fue progresivamente desmarcándose de su propia leyenda. Su presencia se fue desvaneciendo en los medios. Poco importa. Junto a Ralf Hütter, más tarde junto a Karl Bartos y Wolfgang Flür, ya había dado con el canon muchos años antes. Con el dogma. Con la plantilla indiscutida e indiscutible. Con esa gran autopista —como la que da título a uno de sus mejores discos— por la que otros iban a circular, dando lugar a gran parte de la música pop más fascinante de las últimas décadas.

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