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Tan blancos que eran negros

En Música 3 diciembre, 2014

Carlos Pérez de Ziriza

Carlos Pérez de Ziriza

PERFIL

De Düsseldorf a Detroit, la semilla del techno se extendió desde el maquinismo germano hasta las comunidades negras de las urbes norteamericanas en los 80, sentando los cimientos de gran parte de la música electrónica. Simon Reynolds aportó más luz al fenómeno, y nosotros lo celebramos echando la vista atrás.

La historia de la música pop, entendida en su más amplia acepción, siempre se ha modulado sobre el diálogo entre Europa y los EEUU. O si se quiere, por precisar algo más, entre el Reino Unido y Norteamérica. Sería absurdo negar la forma en la que las músicas de Sudamérica, África o Asia han percutido sobre los discursos totémicos de occidente, claro. Pero también lo sería dejar de especificar que, para bien y para mal, han supuesto polinizaciones estilísticas generadas con cierto retardo, y muchas veces condicionadas por el sesgo de dominación cultural de occidente. Ninguna etiqueta es inocua de por sí, y la de la world music, por ejemplo, menos aún.

Así que por mucho que la visión coincida con la historiografía oficial y un concepto anglosajón de la misma (sí, la historia la escriben siempre los vencedores), es perfectamente lógico decir que los movimientos de acción-reacción a través del océano atlántico, en ambos sentidos, son los que han moldeado los discursos imperantes. Desde que el rock es rock y el pop es pop. El contagio del rythm’n’blues a finales de los 50, la British Invasion, la recuperación del blues de raíz yanqui en Gran Bretaña a finales de los 60, las diferentes concepciones del punk a ambos lados del charco, la recepción europea del Nuevo Rock Americano, la marea grunge y la subsiguiente resaca brit pop o la ebullición vintage rock americana de principios de los 00s y su respuesta británica, son solo algunos de los botones de muestra de esa relación. Un recorrido de ida y vuelta siempre alimentado por la (generalmente sana) competitividad pero también por la asimilación de nutrientes ajenos en beneficio propio.

Dentro de esa intrahistoria de transmisiones, contagios e influjos, se producen a veces fenómenos aparentemente inverosímiles. Por su capacidad no solo para hacer que la música popular avance y se ramifique en varios géneros de nuevo cuño (cada vez más difíciles de localizar hoy en día), sino por la simbiosis que pueden generar entre comunidades no solo muy distantes geográficamente, sino también muy alejadas por criterios de raza, clase social y background cultural.

Uno de los más llamativos es el que se produjo en la primera mitad de los años 80, y que contribuyó a explicar (como muy bien contó el compañero H4L 9000 en un artículo reciente aquí en El Hype) el nacimiento del electro, cuyo nombre ha sido tantas veces conjurado en vano. ¿Hay una combinación más extraña, en la reciente historia de la música pop, que la que hermanó de forma determinante a los fríos, maquinales e hiperteutones Kraftwerk y a las comunidades negras de ciudades como Detroit? ¿Hay discursos más aparentemente antitéticos (pero, a su vez, ligados en su génesis) que el kraut rock, por un lado, y el hip hop, el electro o el techno primigenio por el otro? ¿Hay un hermanamiento musical más impredecible que el que ligó a Düsseldorf y Detroit?

En realidad, la semilla plantada por la música de Ralf Hütter, Florian Schneider y cía. tenía mucho en común con la rítmica amenazante e inclemente de MC5 o The Stooges (la vieja guardia rock de la ciudad del Motor), como ellos mismo confesaron, aunque moldeando ese mantra post industrial desde una caligrafía prácticamente opuesta: con las máquinas reemplazando a las guitarras. Eran tan blancos que eran negros, tan rígidos que eran funky, decía Carl Craig acerca de Kraftwerk para tratar de desentrañar su misterio, el poder de atracción que ejercían sobre gran parte de la comunidad negra de aquellas ciudades. Los norteamericanos Derrick May, Juan Atkins y Kevin Saunderson (al igual que Afrika Bambaataa en su momento, con “Planet Rock”) no hicieron más que adaptar esa pulsión a su entorno. En su caso, a la cartografía hostil de Detroit, con sus grandes industrias, sus enormes cadenas de montaje y toda su alienación urbana. Pulverizando, al menos en apariencia, cualquier barrera por razón de raza (blancos y negros), clase social (media y baja) o idiomática (alemán e inglés.). Aún produce pasmo escuchar a Cybotron, por ejemplo, más de treinta años después.

En realidad, y es algo que explica estupendamente Simon Reynolds en Energy Flash. Un viaje a través de la música rave y la cultura de baile (publicado originalmente en 1998, pero recientemente editado y traducido al castellano por Contra), la santísima trinidad del techno de Detroit (Atkins-May-Saunderson) formaba parte de una minoría negra socialmente privilegiada: aquella que había medrado gracias al auge empresarial de la ciudad, vivía lejos del núcleo urbano de Detroit, buscaba diferenciarse de la masa y no se veía, además, mediatizada por el caldo de cultivo que explicó el boom del house en la vecina Chicago, donde los grandes templos del baile se consagraban de forma mayoritaria a la comunidad negra y gay (doble exclusión, pues). El horizonte en Detroit era más transversal. Y quizá no sea de extrañar que fuera precisamente Berlín, la capital alemana desde la reunificación en 1990, el principal foco neurálgico durante los años 90 de una música que cobró carta de naturaleza en Detroit más de una década antes, solidificando el germen plantado antes por Kraftwerk. El techno, en cierta forma, volvía a casa.

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Juan Atkins, Derrick May y Kevin Saunderson han continuado haciendo música desde entonces. Aupados en la consideración casi mítica de la que también han participado Frankie Knuckles o Larry Levan, pioneros a su vez de la música house desde Chicago. Pero desde entonces, pocos como Saunderson han mostrado la capacidad para sobrevolar por encima de los límites genéricos. Elevándose muy por encima de los hallazgos de mediados de los 80, buscando sin disimulo las mieles del éxito y logrando (ya que el espíritu que alumbra este texto es la superación de las etiquetas como compartimentos estancos) la más conseguida síntesis que nunca se haya trazado entre las tradiciones del techno y del house de los 80. Fue a partir de 1989, con su proyecto Inner City y la voz de diva de Paris Grey, en álbumes como (sobre todo) Paradise (89) y, más tarde, Praise (92).

Seguramente, trazar un árbol genealógico en el que las diferencias culturales, raciales o de clase ayuden a aportar más luz a cada uno de estos estilos, tal y como aún los conocemos, sea una tarea casi titánica. Y propensa a mil matizaciones, aunque por el camino también ayude a desterrar estereotipos plenamente asumidos. La labor de rastreo de Simon Reynolds y de otros cronistas de referencia, que además vivieron algunos de aquellos fenómenos de primera mano, es incalculable y enormemente valiosa. Y, sobre todo, plantea ese interrogante que tanto nos hace revolcarnos una y otra vez en el relato de la gran epopeya de la música pop de las últimas décadas: ¿volveremos a ver crecer nuevos géneros de esta manera, fortalecidos a través de un fascinante trayecto intergeneracional y transoceánico, sentando cátedra sobre generaciones venideras?

Quizá todo esté ya inventado.

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