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Sidney Lumet: el príncipe de la moral

En Hermosos y malditas, Cine y Series martes, 9 de julio de 2024

Jesús García Cívico

Jesús García Cívico

PERFIL

Sidney Lumet, de cuyo nacimiento se cumplen ahora cien años, fue uno de los grandes directores de la historia del cine, pero además sus guiones y sus personajes pueden analizarse como profundas lecciones acerca de qué es eso de la conciencia moral.

Se ha escrito mucho sobre el cineasta que triunfó en 1957 con Doce hombres sin piedad (con uno de los arquetipos morales más importantes del cine de juicios: el jurado número ocho interpretado por Henry Fonda), el mismo Lumet es autor de uno de mis libros de referencia sobre el séptimo arte (Así se hacen las películas) y aquí solo quería recordarlo a partir de una de sus grandes películas menos valoradas o conocidas: El príncipe de la ciudad (1981).

Sidney Lumet

Aunque en filmes como Serpico asistimos a toda una balada sobre las exigencias de la moral individual frente al grupo y en Veredicto final presenciamos una amarga lección de deontología profesional del abogado, creo que es en este filme donde Lumet nos regaló una extraordinaria lección sobre el duro coste de la moral personal, sobre la ambivalencia de nuestros actos y sobre los costados oscuros de los sistemas normativos (código familiar, amistad, religión, moral, ética, derecho y política) en los que el individuo encuentra informaciones contradictorias sobre cómo actuar.

En este sentido, un primer acierto de El príncipe de la ciudad es que el imaginario de los polos de actuación moral, el bien y el mal, lo correcto y lo incorrecto, no solo de desdibujan, sino que se sofistican hasta hibridarse y retorcerse unos con otros, como no es raro que ocurra en la vida real. Y esto sucede así no porque empaticemos con los personajes independientemente del lado de la ley en que se sitúan (la lógica del fiscal es tan antipática como inefectiva) sino porque a diferencia de Serpico, no estamos ante alguien que se enfrenta a la corrupción desde una posición moral superior, por así decir, sino de alguien que a su vez ha cometido actos corruptos, un tipo que de pronto se eleva sobre sus actos de pasado y desde esa nueva perspectiva comprende perfectamente las contradicciones de su entorno y las suyas propias como una trágica fuente de conflictos irresolubles.

Sidney Lumet

Basada en una novela de Robert Daley y con guion adaptado por parte de Sidney Lumet y Jay Presson Allen, El príncipe de la ciudad refleja la complicada lucha individual de un policía neoyorquino de origen italiano, Daniel Ciello, quien toma conciencia tras la velada censura de su hermano drogadicto (ante la mirada del padre como referente primario) y un episodio de violencia y extorsión a un yonki enfermo de que las prácticas heterodoxas y algunas corruptelas que se han hecho familiares entre su equipo le alejan del ideal del policía honrado. Por ello acepta colaborar con asuntos internos y revelar casos importantes de corrupción de los que tiene conocimiento siempre que no afecten a sus compañeros a los que le une una profunda amistad.

A partir de ahí asistimos a una lección magistral sobre cómo en realidad lo que es correcto entre el grupo de compañeros (la lealtad y la camaradería) choca con lo que es correcto en el sistema de la ética profesional (la honradez), pero lo que es correcto en la ética profesional (la proximidad con lo modélico) es ineficaz en la consecución de los objetivos en la lucha contra la droga que piden desde el ámbito político; a su vez, la conciencia religiosa y la idea de pecado interfiere en el trato que los policías deben dispensar a los drogadictos (en algunas escenas muy humanizadoras sobre un problema social estructural norteamericano), por último el sistema de legalidad (el derecho) impide que se cumplan las deferencias pactadas con el testigo (la palabra personal como código de comportamiento) a pesar de su colaboración valiente y espontánea quien es exprimido por la maquinaria de la racionalidad fiscal hasta traicionar el código normativo inicial: de nuevo, los lazos de compañerismo y la amistad que le daban un imagen coherente de sí.

Sidney Lumet

Del filme destaco dos escenas: la oscura noche cuando el policía protagonista persigue a un drogadicto para robarle la droga con la que pagar a un informante y, tras la paliza, lo acompaña a casa para acabar tomando conciencia del tipo de vida sórdida que lleva; y los abrazos entre compañeros de los que el espectador ha empezado de pronto a sospechar, o mejor, a ver en su profunda ambigüedad ¿se abrazan entre ellos para averiguar si llevan micros ocultos o por amistad? La magia de Lumet es que por un instante entendemos que es posible que sea por ambas cosas a la vez.

Con sus casi tres horas de duración, llamamos la atención sobre su estilo frío, el  tono blue, las escenas corales en interiores profundos, la ubicación sensible de la cámara, sus impecables diálogos que contribuyen a generar tensiones contenidas abocadas a una suerte de catástrofe interior sin acontecimientos, sus contundentes planos metafóricos, su deliberada lentitud en la resolución de escenas clave (las que apuntalan el progresiva pérdida de control del personaje no solo sobre el plan inicial sino sobre la propia vida).

Destacan también en El príncipe de la ciudad la confianza de Lumet en la historia que quiere contar, una soberbia, inesperada extrañamente anecdótica interpretación de Treat Williams como un policía con sentimientos de culpabilidad, esto es: no un policía correcto sino un policía con mala conciencia que busca lo correcto, unos secundarios de lujo (Jerry Orbach,  Richard Foronjy) instantes de conmovedora épica, latigazos (muy pocos) de violencia seca precedidos de una tensión que no siempre logró ni el mismo Scorsese.

Creo que fue Slavoj Žižek quien escribió que hoy se hace visible el fracaso de todos los intentos de redención. La redención, sin embargo, fue el gran tema de Paris Texas (Wim Wenders, 1984) y Teniente corrupto (Abel Ferarra, 1992), dos filmes de fin de siglo que hoy nos parecen extraños justamente porque la moral tiene un pacto con la sinceridad y un precio que en los tiempos del narcisismo, las fake news y los hechos alternativos con los que nos tratamos de engañar  nadie parece dispuesto a pagar.

Hermosos: anticipos de The Wire.

Malditas: posturas aleccionadoras que solo conocen la dulce teoría de la moral, pero no la compleja y amarga realidad.

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