El revisionismo no solo no es un fenómeno negativo, sino que supone una oportunidad para la inteligencia. Revisar de forma crítica el relato de la historia o el consenso relativo a la valoración de determinadas obras de la literatura y el arte es sencillamente eso, una oportunidad para aquellos que defendemos que la cultura es un peculiar proceso acumulativo.
Ahora bien, al ser una oportunidad para la inteligencia, el revisionismo también es (observado desde el ángulo opuesto) un test de nuestra inteligencia, y en esas lides nuestra época no sale bien parada. De hecho, sale tan mal que, en lo que toca al revisionismo actual, no es raro que muchos vean o veamos una ligereza prepotente, una emotividad absurda, una suerte de papanatismo naïf o que nos moleste el aumento del amarillismo como expresión actual de lo que Hegel llamó punto vista de los ayudantes de cámara.
En lo que toca al revisionismo cultural del movimiento black lives matter la extensión del punto de vista del subalterno, como enseguida trataré de explicar, es todavía peor, al punto que produce lo que podríamos llamar –por referirme a una de los nombres revisados– «nuevos esclavos de Voltaire».
Hasta hace poco, lo peor que se podía decir de la revisión de obras pictóricas tan hipnóticas como la de Schiele y Balthus o de espléndidas novelas como la Lolita de Nabokov es que tal revisión carecía de verdadero interés. La crítica en clave feminista se revelaba crítica ciega, o peor, cegada, ante los sutiles latigazos morales con los que el escritor ruso zahería constantemente a Humbert Humbert, un gran personaje cruel y, sobre todo, un gran personaje ridículo.
Revisar la historia del arte para fustigar a un autor como Milan Kundera es injusto y carece de interés. Sin embargo, queda en el haber del #MeToo la justa revisión de la historia del arte, a fin de rescatar un sinfín de extraordinarias artistas discriminadas y minusvaloradas, preteridas y silenciadas de los libros de historia y los grandes museos por el hecho de ser mujer.
Creo que el sentido acumulativo de la noción de cultura (la cultura no en un sentido etnográfico sino la ligada a la idea de progreso) debe permitir revisar críticamente instituciones del pasado, por ejemplo, todo lo que rodea al infamante y cruel mercado de esclavos o la evangelización no solicitada del continente americano.
Como digo, esa es mi opinión. ¿Deja de ser por ello Lo que el viento se llevó una buena película? Lo inteligente, según lo veo, es reparar en que ese falso fresco del sur con todo su paternalismo racista nunca fue una extraordinaria película. Posiblemente su falta de sensibilidad en ese punto impidió que llegara a ser más que un estupendo y sofisticado film (un tanto kitsch) capaz de emocionar a generaciones enteras de espectadores.
Que una novela o que una película contenga ostentosos o sutiles elementos colonialistas, racistas, homófobos o machistas puede impedirle alcanzar la categoría de obra maestra del cine, del arte o de la literatura, pero también puede suceder que tales defectos no le pasen factura alguna. ¿Eran malas las películas de Leni Riefenstahl por el hecho de ser parte de la estética del III Reich? No. No dejan de ser grandes películas, incluso si suscribimos la contundente crítica de Susan Sontag a la autora de El triunfo de la voluntad. Los relatos de Alice Munro no se acuestan buenos y se despiertan malos si una noche descubrimos que su autora maltrataba a sus hijos, pegaba al perro o no reciclaba la basura. La calidad estética de la obra de Hitchcock o de Picasso no se ve afectada por el hecho (probable) de que sus autores tuvieran la picha hecha un lío en materia de respeto y sexualidad.
Al revés no sucede igual, la insistencia en aleccionar moralmente o en hacer pedagogía ética o política suele ir en detrimento de la calidad de la obra; como dejó dicho Boris Vian: las buenas palabras producen páginas de pésima calidad. Lo fascinante del arte es su autonomía respecto a la moral, autonomía tanto del autor como de la obra, cifrada incluso en la posibilidad, subrayada en su día por el mismo Weber, de que la poesía de Baudelaire no dejara de ser hermosa aún siendo mala, sino, precisamente, en lo que tiene de malo (desde el punto de vista de la moral social).
Hegel se refirió en varios lugares a lo que llamaba «punto de vista del ayudante de cámara». No podemos dejarnos llevar por los juicios moralistas de los ayudantes de cámara que conocen la intimidad personal, los pequeños defectos domésticos del gran personaje de la historia pues si la conocen bien es precisamente por la perspectiva subjetiva en la que se hayan: como sirvientes, como criados. De esa manera se pierde la perspectiva correcta, que consiste en destacar el fin universal que une al héroe con el mundo de lo espiritual. Fijarse en la vida privada de Woody Allen es propio de cotillas mientras que calificar su obra cinematográfica bajo el punto de vista de su intimidad es propio del punto de vista del ayudante de cámara: impide apreciar un capítulo de la historia del séptimo arte.
El enésimo homicidio de un ciudadano negro en manos de la policía de EE.UU. está provocando una serie de manifestaciones contra el racismo en todo el mundo. Y eso está bien. El racismo, el machismo, la tortura, etc. son cosas terribles que nos ensucian como especie. Algunos han atacado lo que consideran símbolos del racismo y la esclavitud: desde las esculturas del navegante Cristóbal Colón a ilustrados con inversiones indirectas en la trata de esclavos como Voltaire. Es aquí es donde ocurre algo todavía más paradójico, porque al fustigar de forma gregaria al filósofo ilustrado no solo perdemos de vista su aportación a la historia del pensamiento sino que aumentamos el número de los esclavos de la nueva irracionalidad.
Hermosos: artistas y escritoras.
Malditas: habladurías.
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