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Sexualidad, arte y política

En Cultura 21 junio, 2020

Ana Valero

Ana Valero

PERFIL

Acercarnos a la presencia de la sexualidad en la historia del arte es acercarnos a la historia de la censura, pues la “obscenidad” ha actuado en todo tiempo como límite paradigmático de la libertad artística. Ejemplos de ello hay infinitos, por lo que solo nos referiremos a dos para evidenciar que el arte «irreverente” es político.

El primero se refiere a una de las obras más importantes de la literatura universal, el Ulysses de James  Joyce (1922), obra que, habiendo sido tildada esencialmente de pornográfica, fue sometida al mismo escrutinio que las obras subversivas, por parte de las autoridades públicas estadounidenses, estando prohibida en todos los países angloparlantes hasta 1934. Y es que, como señala Kevin Birmingham en El libro más peligroso, James Joyce y la batalla por Ulysses, existe un vínculo innegable entre sexo y política.

Otro ejemplo lo encontramos en el trabajo del fotógrafo Robert Mapplethorpe. En el verano de 1989, en un sorprendente pero profético acto de autocensura, la Corcoran Gallery of Art de Washington canceló en el último momento la exposición retrospectiva de Mapplethorpe titulada The Perfect Moment. Agitando las imágenes virtuosas y francamente sexuales del fotógrafo ante el Congreso, el senador Jesse Helms consiguió que éste anulase todos fondos federales destinados a subvencionar todo tipo de arte sexualmente explícito que careciese de un valor artístico.

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Nadie duda de que la irreverencia de las imágenes censuradas del artista radica no solo en sus desnudos, ni siquiera en las posturas sexuales retratadas sino, y especialmente, en el testimonio que ofrecían de las demandas del colectivo homosexual y de las fatales consecuencias de una enfermedad como el SIDA.

Y es que lo sexual es político y existe un discurso sexual dentro del arte que ha ejercido y ejerce una importante labor de disidencia contracultural. Así, la censura del arte sexual no es exclusiva de épocas superadas, baste recordar, por ejemplo, que en 2018 las autoridades de países como Reino Unido y Alemania se negaron a que los desnudos del pintor Egon Schiele adornasen las vallas publicitarias y los edificios de sus ciudades en la celebración del centenario del fin de siècle vienés, bajo el argumento de que se trata de obras pornográficas.

El arte es poderoso y, por ende, peligroso para el status quo. El arte, como fuerza que socava el punto de vista convencional y lo desafía, se convierte en una de las principales herramientas para hacer evolucionar a toda sociedad. Y, el arte sexual, hace del cuestionamiento de la moral establecida un posicionamiento político en sí mismo. Podríamos decir, en suma, que la libertad artística encuentra en la irreverencia su máxima expresión.

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La dimensión política del discurso sexual en el arte se hace también evidente en el cine. Así, películas de la llamada “Edad de Oro del Porno” (1969-1984) como Deep Throat, de Gerard Damiano, o Behind the Green Door, de los hermanos Mitchell (1972), contienen un discurso político en su propia representación del sexo explícito. Piénsese que esta última incluye una escena fundamental, donde una mujer blanca majestuosa e independiente, interpretada por la ex actriz de Hollywood Marilyn Chambers, tiene relaciones sexuales con un hombre africano decorado tribalmente. Y ello, habiendo transcurrido tan solo cinco años desde que la Corte Suprema norteamericana declarara inconstitucionales las leyes contra el matrimonio interracial en Loving vs. Virginia. De hecho, podríamos decir que los directores estadounidenses de cine porno de los años setenta son, junto con los directores del spaghetti western y de las películas de horror o ciencia ficción, los primeros directores indie.

Pero, ¿qué ha pasado con el rol contracultural y transgresor del arte sexual? ¿Son estos atributos extrapolables al discurso sexual actual? Responder a esta pregunta no es tarea fácil si tenemos en cuenta que hoy los largometrajes pornográficos son una anomalía frente a los formatos secuenciales cortos que inundan Internet —los llamados tubes.

Siendo conscientes de lo porosas que son las fronteras entre lo erótico y lo pornográfico, nos atreveríamos a decir que estos últimos, en los que se presenta el llamado porno mainstream de consumo mayoritario, además de carecer de cualquier ambición estética, se hallan completamente despojados de todo carácter político y contracultural. Y ello porque su discurso, si es que tienen alguno, no hace más que reproducir las estructuras de desigualdad propias del patriarcado imperante.

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Así, Gang-Bang, Bukake, Axfixia o Gokkun son solo algunas del largo inventario de prácticas imposibles en que la poderosa y multimillonaria industria pornográfica ha clasificado los actos sexuales a contemplar y a consumir. Se trata de un modelo narrativo basado en la deshumanización de los personajes, principalmente de la mujer, a la que se le niega la condición de sujeto y se la ubica en un lugar de degradación y de mera sumisión al placer masculino.

Sin embargo, existe un discurso pornográfico más allá de la pornografía industrial, reconocible en el llamado posporno de cineastas como Erika Lust o escritoras como Lucía Egaña. Se trata de un discurso construido principalmente por mujeres que, sin renunciar a la representación de la excitación sexual, ofrece una sexualidad que cuestiona los roles de género y busca desvirtuar las relaciones de poder tradicionales, dando espacio a las nuevas sexualidades. Así, colectivos como los transgénero, los transexuales, los intersex, las lesbianas, los butch, las sadomasoquistas, las drag queen y los drag kings, que se congregan en torno al término queer (que los representa como sujetos políticos dentro de la escena pública), encuentran en el posporno el espacio idóneo para reivindicase.

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Arte posporno. Año 2012. Foto de María Antonia Rodríguez y Martín Castillo Morales.

No cabe olvidar que la representación de la sexualidad ha sido y sigue siendo objeto de un fuerte debate dentro del movimiento feminista. Así, a principios de los años 80, en Estados Unidos, aparece el grupo Women Against Pornography, que estaba liderado por las abogadas feministas Andrea Dworkin y Catharine MacKinnon. Defendían la necesidad de proteger a las mujeres del peligroso yugo sociocultural que la pornografía y la prostitución ejercía sobre ellas, considerando que la mejor forma de hacerlo era acabando de raíz con ambas. Su consigna de lucha era La pornografía es la teoría, la violación es la práctica, ya que, tanto la prostitución como la pornografía, propagaban el patriarcado y reforzaban Un mito de sexualidad femenina pasiva y masoquista, donde las mujeres, adorarían ser forzadas, humilladas, azotadas y sobre todo violadas.

Por intereses comunes, la postura abolicionista acabó aliándose en los años ochenta con el conservadurismo moralista de la Administración Reagan, llegando a redactar distintas ordenanzas municipales con el fin de censurar la exhibición y producción de pornografía, que fueron más tarde declaradas inconstitucionales por vulnerar la libertad de expresión.

Frente al feminismo anti-pornográfico, apareció un feminismo liberal o feminismo pro-sexo que abogaba por fortalecer a las mujeres en sus decisiones, también respecto al sexo y todas sus manifestaciones. Algunas organizaciones como la Feminists for Free Expression, se opusieron a la censura llevando la discusión sobre la mujer y su relación con la pornografía y la prostitución a un asunto de libertad de elección.

Esta fragmentación del movimiento feminista que tuvo lugar en los años 80 se mantiene o, quizás, se ha acrecentado en la actualidad donde las posturas contrapuestas de las feministas abolicionistas y las feministas autodenominadas pro-derechos con respecto a la prostitución, la pornografía o la gestación subrogada, parecen irreconciliables. Pues el nivel de virulencia de la confrontación entre un sector y otro del feminismo actual está reproduciendo lo que ya McKinnon hizo en los años ochenta, esto es, rechazar siquiera sentarse en una mesa de discusión con quien no comparta la visión propia.

El sexo, como el arte, son políticos.

Foto de cabecera: Protesta por la cancelación de la exposición The Perfect Moment, 30 de junio de 1989, Washington, DC. © Frank Herrera

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