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Cultura

Presencia de Ruiz Sosa: «El libro de nuestras ausencias»

En Hermosos y malditas, Cultura 6 septiembre, 2022

Jesús García Cívico

Jesús García Cívico

PERFIL

Hay pocas regiones en nuestro desahuciado mundo donde pueda coexistir el grado más intolerable de atrocidad con la más desesperanzada de las impunidades. Es lo que ocurre en el norte de México. Organizaciones como Amnistía Internacional o Human Rights Watch denuncian periódicamente la aparición de fosas comunes con restos de decenas de personas desfiguradas por el tiempo y la crueldad. La cuenta, iniciada en 1964, arroja datos escalofriantes: entre 50.000 y 100.000 desapariciones cuyos perpetradores, según el Comité contra las Desapariciones Forzadas de Naciones Unidas, no solo se encuentran en el narcotráfico y el crimen organizado, sino también en funcionarios corruptos y en una difusa nueva forma de maldad.

Los estudiantes asesinados, los campesinos torturados y decapitados (por ese orden), las hijas y los hijos de los padres que cuelgan carteles con fotografías de una antigua felicidad frágil y efímera son solo, sin embargo, parte (un estrato, por adelantar una imagen de la obra que nos ocupa) de ese campo de exterminados que es el norte de México, un espacio sedimentado de cadáveres de épocas muy distintas, restos sin carne, desapariciones de imposible reconstrucción.

Y son esos desaparecidos, o literariamente, esas ausencias, todos los desaparecidos, todas las ausencias, el principal protagonista de El libro de nuestras ausencias, la última novela, áspera, compleja y dolorosa, de Eduardo Ruiz Sosa (Culiacán, México, 1983) publicada en la colección de narrativa de la editorial Candaya.

Y es también, precisamente, ese protagonismo de los ausentes, (en la línea moral de autores tan distintos como Roberto Bolaño, Antonio Ortuño, Valeria Luiselli o Emiliano Monge) frente el acento colocado en la figura del narco, junto con una suerte de dramaturgia de lo colectivo (el papel del público) lo que distingue la obra de este escritor mejicano residente en Barcelona de otras aproximaciones al problema de los cárteles (películas y series de ficción) cuya violencia cruda y fría corre el riesgo de ser leída desde una ambigua morbosidad o una inmoral espectacularización.

No es el caso de esta novela que enlaza la memoria con la identidad (y su fragilidad), el terror con el olvido, la frontera con la esencia, los estratos del pasado (la proto-fosa de la casa de los colonos, el viejo catálogo de sádicos, la crueldad de los conquistadores) con la moral del presente.

Otra clave surge pronto en su lectura: los espacios donde transcurre la historia se reconstruyen y, sin embargo, el vínculo de la víctima muerta con la víctima superviviente (la familia, la mujer, el marido, los amigos) es de imposible reconstrucción.

El libro de nuestras ausencias

El libro de las ausencias se presenta así no como una crónica de la Sierra de Sinaloa sino como una puesta en escena del proceso colectivo de desaparición. Así, tal como sucede con un escenario de la obra, el Teatro Apolo que es, o que fue cárcel, ayuntamiento y teatro, la fluidez y la permeabilidad (ora disciplinaria, ora política, ora estética) apuntan a la propia identidad y a la responsabilidad del disciplinado, del ciudadano, del espectador, del público, nuevamente.

Es así como el terreno fundamental (de sostén, respuesta última o fundamento) de esta obra sentida, intensa y por momentos hipnótica son las fosas comunes –en las distintas acepción que tiene el término «común»–, la difícil, cuando no imposible, identificación de la persona violentamente alejada de la madre. Es así también como el protagonismo moral y emocional irá correspondiendo lenta e indefectiblemente a la figura de las rastreadoras. Y será en esas coordenadas geográficas y sentimentales donde Ruiz Sosa pueda desarrollar precisamente sus temas más reconocibles –la consternación, la muerte, la pérdida y la memoria– aquellos que formaron parte de los once relatos contenidos en la celebrada Cuántos de los tuyos han muerto (Candaya, 2019).

La trama –llena de elipsis y lentitudes deliberadas– extensa (460 páginas) en lo que demanda su estructura, coral en lo que toca a los personajes (el narrador, o, mejor, el autor parece enterrado en la propia novela), sigue como hilo conductor la ausencia de la actriz de teatro Orsina, y en particular los efectos de esa desaparición en el ánimo y en las vidas (en el presente y en los planes o en el hoy innombrable porvenir) del grupo de amigos y conocidos, alternando (o combinando) el proceso de su enfermedad degenerativa con el de su desvanecimiento como si lo que sucede en esa hermosa región del norte de México obedeciera también a una afección cancerígena, histórica y terminal.

Ahí se equilibran pronto una pareja de hermanos (Róldenas y Teoría Ponce) muy literaria (ambos se ocupan de una imprenta en las últimas) y desde ese filo existencial desfilan los que buscan y los encontrados: Joaquín Vera, Marte Argüello, Inga y los demás. Especial interés presenta un doble personaje, o mejor, un personaje dual, el Tuerto Adán, personaje fluido, entre víctima y verdugo, con algo de comando especial, aquel cómplice obligado en los campos del infierno.

Es esa búsqueda de la actriz Orsina el detonante de una cadena de descubrimientos, no tanto de la violencia, como de su magnitud, y de una serie de cambios en la fisonomía de los seres sintientes y, tal como adelantábamos, de los espacios (la imprenta que se torna en templo como centro de consuelo, de la cárcel convertida en teatro y a la inversa).

Eduardo Ruiz Sosa da con El libro de nuestras ausencias un salto en la ambición de su literatura mientras sigue dragando el pasado.

Las profusas y rítmicas enumeraciones, los segmentos narrativos como poemas extensos que se funden con la prosa, (una suerte de «prosa cortada» –el sintagma, creo, es del Osvaldo Lamborguini de «Las hijas de Hegel»–), las frases caídas, los párrafos intencionadamente desprovistos de signos de puntuación, las metáforas topográficas («Orsina el río que nos atraviesa») y de linajes («mi familia es un futuro que se desvanece», las imágenes como reflexiones poderosas («no se achica el mundo con la ausencia […] se expande»), ciertos ecos paratextuales del conocido relato de Cortázar («Queremos tanto a Glenda») y la temperatura de la tristeza (que a mí me ha recordado a los recuerdos tristes de Bohumill Hrabal) se funden con un relato que avanza lentamente como un magma de sentido pleno de conexiones físicas y temporales.

El estilo evocador, desorientador y poético aleja a El libro de las ausencias de la crónica y de la rigidez de la no ficción (por ejemplo, de la denuncia de los genocidios del guatemalteco Rodrigo Rey Sosa) y lo acerca al tono descorazonado de una escritura estética y moralmente afanada en rescatar los gritos afónicos de la historia, al modo de W. G. Sebald o (y aquí no solo por los escenarios teatrales que enmarcan la novela). Una literatura con un leve aliento fantástico, al modo del cine de Jayro Bustamante, próxima al descaro tétrico de cierto teatro centroeuropeo post-Brecht, incluyendo al menos conocido Matei Visniec con cuya desgarradora (a propósito de los crímenes de los Balcanes) La palabra progresa en boca de mi madre sonaba tremendamente falsa guarda más de una conexión: la oralidad extática, lo coral, la romántica antigüedad de la tragedia.

Junto a la poderosa imagen de los espacios trasmutados, el desierto como cementerio, la habitación como fosa, la imprenta como templo, el almacén como nuevo teatro, el viejo teatro como vida sin futuro, destaco de esta novela el rechazo formal de lo individual (tanto en lo que toca a la voz de la novela, como al perpetrador como, finalmente, en lo que corresponde a las víctimas): los familiares, los compañeros, los amigos, los rastreadores de la sierra, los que creen oír los gritos que se traga el desierto, el adiós clandestino, la impostura del consuelo, (el desaparecido como despiste invertido: no perdemos algo, sino alguien nos pierde a nosotros) componen un único cuerpo herido.

De ahí, el desgarrado lirismo que desprende esta novela, ¿no hay una rara poesía, una extraña gramática llena de dolor en la pericia con la que las madres reconstruyen hueso a hueso el recuerdo de los hijos?, ¿no resulta enormemente meritoria la integración de toda un serie de apuntes sobre la representación teatral en el desarrollo de la gran tragedia sobre la desaparición del ser querido y su reaparición como ser sin carne?, ¿y no había recordado el crítico cultural George Steiner, acudiendo a Shakespeare, que las obras y los personajes de la ficción (no solo dramática) encarnan (body forth) otros mundos?

El libro de nuestras ausencias

Julia Pastrana (1834 – 1860)

Otra alta virtud de El libro de nuestras ausencias, según lo veo, es haber sabido atar los eslabones del tiempo, anclar con cuerda áspera en el pasado nebuloso las señales de los estratos que siguen sacudiendo la tierra: el presente de México como resultado de una historia de larga data protagonizada por personajes también reemplazables, los monstruos, las víctimas, los verdugos: Julia Pastrana (personaje del siglo XIX aquejada de monstruosidad… externa exhibida como el también famoso John Merrick) y junto a la encarnación dramática de la «mujer más fea del mundo», los juicios sumarios, el ambiente opresivo, el episodio de delirio de José de Gálvez, los crímenes «legales» diabólicamente inspirados por la improbable visita del fantasma de Francisco de Asís al Visitador General de la Nueva España (fenomenal el episodio sobre el ejército de monos de un Gálvez entre el Aguirre de Werner Herzog y el coronel Kurtz). Y es que ambos personajes, inversamente monstruosos (uno por fuera, otro por dentro), reinterpretados y reencarnados forman la parte carnosa de las capas rocosas, la piel humana de los estratos de Sinaloa: simientes del odio, vetas y nuevos sedimentos, palimpsesto de rostros perdidos (quizás el de Orsina sea el resultado de la fusión de todos ellos).

En una época que parece haber renegado de los temas clásicos de la literatura (la muerte, el amor, la identidad, las mellas en el espíritu, el azar y la existencia) el lector sin miedo agradece que todavía haya jóvenes escritores de gran talento comprometidos y empeñados en insistir en el abatimiento ante la reproducción de la tragedia, en darle la voz a la víctimas (porque frente a lo que vemos en tantos platós de televisión llenas de falsas víctimas parlanchinas, a las verdaderas víctimas también se les ha arrebatado las ganas de hablar).

El libro de nuestras ausencias

Difuminada la frontera entre la noche y el día, entre la prosa y el verso, entre lo prosaico y lo musical (uno sueña con haber escuchado en bucle «In the dark places» de P. J. Harvey en la zona central de la novela), entre lo real y lo pesadillesco, entre la venganza y la justicia ese lector valiente cerrará el libro herido. Tocado compartirá el delirio, sonámbulo marchará al ritmo de una extraña deriva en una región, la de Sinaloa, perdida en el sentido más profundo y triste del término.

Novela de aliento muy sentido plena de símbolos, alegorías y metáforas, ojos de cristal y locura, carteles de muchas ausencias como el Atlas Mnemosyne de Aby Warburg, ecos de 2666, de Rulfo y de matanzas, juegos de repetición, monstruos muy cercanos, sustratos de antiguas aniquilaciones en falsos términos de descubrimiento y conquista, exigencia con el lector, ritmo paciente, escenografía onírica, vidas y muertes como estados fallidos, compromisos que orillan con inteligencia el riesgo del efectismo, diálogos abismados a los bordes de la ultraviolencia, Eduardo Ruiz Sosa da con El libro de nuestras ausencias un salto en la ambición de su literatura mientras sigue dragando el pasado, excavando en la historia, diseccionando la reminiscencia, sondeando el espíritu de la pérdida y esa pesquisa iniciada como anatomía termina de revelarle como un arqueólogo hambriento, un animal paciente que no teme llenarse la boca de tierra en busca de los últimos huesos de la memoria.

Hermosos: versos caídos.

Malditas: fosas comunes.

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