Con la literatura me sucede como con la música rock independiente: me gusta estar atento al momento mágico en el que una rara alquimia –cuya fórmula tienen unos jóvenes que no saben que la tienen– produce sus primeros frutos. Es un esfuerzo ímprobo destinado a fracasar y por ello me resulta atractivo, no es posible ser ubicuo o disponer de tiempo ilimitado pero nada supera la impresión de haber visto a los Pixies, a Miracle Legion, a Sharon van Etten o a Beach House cuando acababan de empezar. Algo semejante nos ocurre a todos, o le ocurre a alguien, o me ocurre a mí con el arte de mezclar las letras. Prueba de ese relativo fracaso es que haya tardado tanto tiempo en afanarme en reseñar una novela que apareció hace poco más de un año. La semilla de La coronación de las plantas tardó un poco en germinar. Podríamos decirlo así.
La coronación de las plantas la publicó en 2017 con su consabida pericia y estupendas ilustraciones de Claudio Romo, la editorial Jekyll and Jill y su autor, Diego S. Lombardi (Buenos Aires, 1981) es un joven escritor y trompetista de jazz cuya primera virtud literaria resulta, a mi juicio, la de haberse empeñado valientemente en escapar de la planicie del experimentalismo hueco o de la limpia pradera del realismo sucio –a cuya re-exploración su difícil generación hubiera tenido más derecho que el mismísimo Raymond Carver– para ascender la compleja cima de un espacio muy exigente: el de la fresca improvisación en un parque de géneros híbridos.
El eco de Lovecraft (En las montañas de la locura, En busca de la ciudad del sol poniente), Quiroga, (Cuentos de la selva) o Wyndham (El día de los trífidos) la Doxoscopia de Joachim Jung o la Flora de la Real Expedición Botánica del Nuevo Reino de Granada del sacerdote y médico gaditano José Celestino Mutis y Bosio, evidencia que Lombardi tampoco se ha plegado a la débil voluntad postmoderna, caprichosa, relativista y tácticamente cándida y otro mérito de su novela resulta de la barroca heterogeneidad de materiales históricos (del «gran relato» de la novela si se quiere así) que van desde el fantástico a la literatura poscolonial. La coronación de las plantas es también una road movie que prefiere a la autopista el recoveco, el desvío salvaje a la carretera asfaltada en dos direcciones, la selva frondosa al jardín de senderos que se bifurcan.
La historia, contada en primera persona por un narrador probablemente enamorado, pero de fina capacidad observadora, está estructurada con esa alquimia mágica a la que aludíamos al principio y que ni siquiera el autor acierta a verbalizar (no creo que ni las Throwing Muses o The New Pornographers, ni Joy Division ni los Cleaners from Venus supieran explicarnos bien cómo armaron sus hipnóticas canciones) e integra perfectamente tanto la digresión como la descripción costumbrista, tanto la pedagogía enciclopédica, como el diario de viaje, y en ese último sentido, La coronación de las plantas es también, podríamos decirlo así, un viaje iniciático hacia el final (hacia el fin) de un misterio desconocido, la peregrinación hacia la rama ignota del raro árbol de la vida.
Hace cinco siglos se produjo un resurgimiento de la biología en general, y especialmente de la botánica, debido al descubrimiento de las plantas del llamado Nuevo Mundo y muchos de los manuales de Botánica datan de esta época. También desde entonces el ser humano (los americanos y los marineros de Colón) se percataron de que su mundo (o el mismo Mundo) era un lugar todavía más asombroso y extraño. Un siglo mas tarde, la novela comenzó a tratar de ordenar el caos enorme de la vida. La historia de la novela es la exploración de nuevos territorios (de Rabelais y Cervantes a Sterne o Tolstoi, de Kafka a Faulkner), la excursión por regiones fantásticas (los cuentos de Maupassant, Daphne du Murier, Felisberto Hernández o Bioy Casares), la expedición en búsqueda de plantas extrañas y no creo que sea baladí el hecho de que la poesía lírica descubra su esencia más oscura con un asunto de la fitología: Las flores del mal.
Lombardi ha sabido intercalar densas y divertidas entradas de plantas, revelaciones, guía de viajes y notas al pie, lo ha hecho al estilo al que invitaban las últimas páginas del clásico de Joyce (hermosa entrada al after hours de las letras). En esa integración, propia de la literatura tras Proust, el lector disfruta de un estilo propio y una rara verosimilitud donde se agarran como hiedra la contradicción y el caos, la sabiduría del infinito mundo de las letras y el misterio que susurra la vengativa arboleda de El incidente de Shyamalan.
Herbario lisérgico, tiempo disruptivo, personajes misteriosos, aloe vera, té extraño y otras infusiones, La coronación de las plantas ha traído a mi cabeza encimada de acúfenos, los libros sobre Botánica de plantas prodigiosas que tanto me fascinaron en la niñez. Más tarde, decidí guardar en una cajón de plata (como una cápsula del tiempo enviada a mi yo del día de mañana) Los hermanos Karamazov, el único libro de Dostoievski que decidí dejar de leer para reservarme un gran placer en la vejez.
Me gustaría terminar esta reseña con la idea con la que comenzaba. Tengo buenos amigos que se vanaglorian de desconocer la literatura posterior a Stendhal, Flaubert, o, en el mejor de los casos, a Jorge Luis Borges. ¿Acaso los cuentos de Saunders no comparten la enigmática botánica de Poe? Creo que mutatis mutandi eso equivale a presumir inocentemente de haberse quedado con Miles Davis o con The Beatles y si de verdad somos buenos amigos deberemos advertir de todo lo que se pierden, invitarles a entrar en jardines como este. Invitaciones periódicas, las de Jekyll and Jill, las de Candaya —tengo a los relatos de la joven ecuatoriana Solange Rodríguez como uno de mis libros preferidos de 2018– y otras editoriales (ya no tan) pequeñas empeñadas en hacernos escuchar el viejo sonido de las letras en el primer acorde de la novísima fuente.
Hermosos: pasajes en prosa de Lombardi (y las obras de Claudio Romo que ilustran esta entrada).
Malditas: reapariciones épicas de The Chameleons.
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