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Cultura

Paisajes después de la batalla: «La ciudad que el diablo se llevó» de David Toscana

En Hermosos y malditas, Cultura 29 diciembre, 2020

Jesús García Cívico

Jesús García Cívico

PERFIL

Si uno sigue el curso de la autopista S7 hasta Varsovia, tras haber paseado por las calles de Cracovia, habrá de reparar en las diferencias que separan una ciudad indemne de una capital devastada: la belleza cracoviana está ligada a una acepción acumulativa de cultura como progreso secular, mientras que la frialdad de los barrios más céntricos de la capital cae bajo el signo de la barbarie más expeditiva.

Los nazis invadieron Polonia el 1 de septiembre de 1939, dos semanas después la Unión Soviética ocupaba la región oriental del país. Como ilustra el mito homérico, Polonia se debatía entre dos monstruos insaciables, al oeste Escila con torso de mujer y cola de pez de la que surgen seis perros con tres filas de dientes, al oeste Caribdis que succiona todo lo que alcanza.

Incluso cuando el ejército rojo colaboraba con los destacamentos locales, la policía política del NKVD (Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos) arrestaba a civiles polacos para torturarlos, conseguir delaciones y pacificar la sociedad que habrían luego de administrar con racionalidad de acero. Al poco de que Hitler diera personalmente la orden de arrasar Varsovia, el noventa por ciento de los edificios históricos fueron demolidos, de su millón de habitantes apenas sobrevivió una quinta parte. Decenas de miles de civiles asesinados a sangre fría, cientos de miles deportados a campos de exterminio. Durante un lustro terrible murieron más de cinco millones de polacos.

Al despertar de la gran matanza otro dinosaurio seguía allí. ¿Cómo permanecer cuando la magnitud del crimen sobrepasa la capacidad de comprensión? ¿Es posible volver a empezar como si nada hubiera acontecido? Una bella respuesta la sugiere David Toscana (Monterrey, 1961) en La ciudad que el diablo se llevó (Candaya, 2020): hay supervivencias que solo resultan posibles mientras habitemos un lúcido interregno entre la arrobamiento, la embriaguez y el ensueño.

David Toscana

La última novela de Toscana avanza y sobrevive sobre ese alambre muy fino tendido sobre otro estrecho fabuloso, de un lado la necesidad de preguntar cuando no quedan palabras, de otro la imposibilidad de responder definitivamente mientras persista una atmósfera tan cargada. Cuando cae la niebla también nosotros formamos parte del fantasma. Parece por ello —por la inmensidad de la pregunta o por la densidad de la niebla— que esta historia coral ha elegido la imaginación y una suerte de gótico-poético para expresar, sobre todo, un estado del alma.

Y es así, con detalles de biografía interrumpida y frases cortas, sintagmas sonoros y un tono romántico muy bien anclado en la historia universal de la ficción literaria, como nos es dado conocer a Feliks, Kazimierz, Eugeniusz y Ludwick, cuatro personajes (cuatro jinetes polacos del post-apocalipsis) que han sobrevivido aleatoria y quizás solo aparentemente a la barbarie. Sabemos que los cuatro escaparon por azar de ser asesinados por los peores matarifes del siglo XX en uno de los crepúsculos de la guerra. Se despiertan una mañana que parece siempre la misma mañana sobre las contusiones de un cuerpo social mutilado, orbitan como satélites alucinados de un mundo arruinado (impagable la imagen de Eugeniusz con el tomo de Copérnico, ilustrísimo polaco).

Si bien el recurso al alcohol (en la literatura del borracho) podría parecer manido, lo cierto es que resulta fundamental para la forma en que Toscana ha decidido contar lo que no puede ser contado del todo: solo la imaginación y la embriaguez (o una imaginación embriagada) permiten a los falsos supervivientes completar las revoluciones de ese día sin sentido y regresar al punto de partida cada mañana con redondez intacta.

Los escenarios donde transcurre esta trama vaporosa y radial son espacios muy particulares abiertos tanto a la música como a la tajada: los nuevos descampados, las viejas calles llenas de escombros, los sótanos, la cama, la cárcel, y esos cementerios que recuerdan al poeta de los epitafios del Spoon River de Edgar Lee Masters, a los body snatchers de R. L. Stevenson o la reciente incursión de George Saunders en el inframundo despistado (Lincoln en el bardo).

Los personajes tienen un aire a la fisiología de un cuentista muy querido, Felisberto Hernández, y comparten la cercanía de lo que podríamos denominar «lo etéreo cotidiano». Invertido el orden del proceso de construcción de los solares, en los descampados cimentados por las bombas no parece que crezcan achicorias, ni plantas ruderales ni que nada se pueda edificar, al menos nada con espíritu. La tienda de Feliks semeja una tienda de antigüedades, pero sobre todo ofrece despojos, Ludwik, el sepulturero, parece negarse a enterrar lo que demanda ser recordado, Kasimierz aspira a ser conserje pero actúa como Cerbero, del catolicismo profesado por el sacerdote Eugeniusz solo parece mantenerse inmune la fe en el dolor: el viejo mérito del sufrimiento sobre distintos formatos del vacío.

David Toscana

¿Qué aporta Toscana a esa historia melancólica y fúnebre que nunca termina de ser narrada? Respecto a la forma, el estilo se integra en un tipo de literatura como fuente de imágenes, mientras nada ora contracorriente ora a favor de ciertas olas que trajo la crisis de modernidad abatida sobre la novela en los años 80 (elipsis y formas breves, narración interumpida, párrafos reducidos, adjetivación muy precisa) y que a uno siempre le recordó aquella pregunta lúcida y naïve que el niño, señalando una página cualquiera del libro, planteaba al viejo escritor: ¿tengo que leer lo blanco o lo negro?

Toda época se esconde en la tecla, en La ciudad que el diablo se llevó no hay palabra ni espacio improvisado sino fragmentación fecunda, silencios que lo dicen todo, preferencia por la suspensión. En todo caso, la novela carece del resto de concesiones al nuevo umbral de tolerancia del lector y las hibridaciones de géneros (hay partes de la novela que funcionarían bien como microcuentos y poemas) son manejadas con un ritmo estupendo e ideas de maestro que la sitúan como parte de esa resistencia cultural universalista enfrentada al desagradable acento etnográfico de no pocos suplementos culturales de nuestro pos-posmoderno tiempo.

Un día la ciencia demostraría que escribir una novela es cosa imposible.

En lo que toca al fondo, Toscana regresa como siempre al pasado, contra el telón de la Historia con mayúscula donde las historias particulares avanzan como las primeras novelas de Kundera o el film de Wajda que propicia el título de esta reseña, a través de un sueño recurrente. Subordinada la trama a la impresión sensorial de un mundo desregulado, la protagonista de esta novela es una actitud, acaso una temperatura: la resistencia tibia de unos personajes sobre-fracasados que parecen aceptar su destino como si el gran río —esa metáfora inagotable— dibujara el significado último de la libertad moderna: río que fluye libremente cuando no hay obstáculos, pero en realidad no decide dónde fluir.

La obra de Toscana está cuajada de ternura pero también de pensamiento, por eso hay una cierta filosofía de la alucinación y una suerte de entumecimiento de la moral individual y de la desaparición del decoro como correlatos de la crisis de la razón. La fragilidad de los protagonistas como moradores del mundo temporal, los diálogos universales, los tonos fronterizos aparecen ora como nudos de una trama leve ora como estilemas muy reconocibles del escritor de Monterrey: escombros como metáfora de un lenguaje anquilosado en fórmulas repetitivas; frases breves que se precipitan unas sobre otras: desmoronamiento interior.

Se observa su solvencia en detalles de escritor erudito y lúcido, ecos de Karl Kraus, tortura (la de Feliks) en la que reverbera ese primer golpe que quiebra la confianza en el mundo (Jean Améry), color de cierto Onetti, pensamiento de Bauman, surrealismo de Vaché, reliquias laicas (el corazón de Chopin llegó efectivamente a Varsovia sumergido en coñac).

Creo que Toscana ha elegido a modo de homenaje muy humano, un humor judío más que una risa negra o funesta, una sentimentalidad bohemia pergeñada de una simbología heteróclita —la enfermedad, el reloj, las amputaciones, la bruma— que adquiere belleza como conciencia de lo irreparable. Un día la ciencia demostraría que escribir una novela es cosa imposible. El intermitente personaje del novelista y su enigmática máquina de escribir se sitúa en la periferia de ese recurso que el crítico literario Alastair Fowler llamó «poioumenon» y pareciera que el escritor mejicano se blindara con él de una posible pega nacionalista o patrimonialista de la trama por parte del inquietante y ultraconservador Andrzej Duda, esa amenaza recurrente como las variaciones de un párrafo conocido (ese que permuta en su novela, ese que hemos parafraseado al comenzar a reseñar aquí en EL HYPE).

Libro alucinante, asombroso por instante como esas amapolas viarias que crecen en las cunetas de una autopista homicida, necrofilia, desolación, vinos que se evaporan, tumbas como alcantarillas (¡menuda imagen!), ruinas y otros espacios evanescentes, subversión del orden de los solares, Toscana sigue buscando, con una prosa hermosa salpicada de flores pesarosas la expresión literaria de lo sublime en acontecimientos del pasado y lo ha encontrado esta vez en el monstruoso absurdo de la supervivencia.

Hermosos: Nocturnos de Chopin.

Malditas: nuevas soflamas patrióticas.

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