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“Minimosca” de Gustavo Faverón: Miles de minimoscas sobre terciopelo azul

En Cultura martes, 14 de enero de 2025

Jesús García Cívico

Jesús García Cívico

PERFIL

Hay una escena de El resplandor, el filme de Stanley Kubrick, en la que Jack Torrance dialoga con Grady en el servicio de hombres del hotel Overlook. El tono rojo sangre de la pared, la naturaleza masculina del espacio, el significado oculto de la canción It’s All Forgotten Now vertebran «Hogar es donde está el espectro», el capítulo de Los fantasmas de mi vida del crítico cultural Mark Fisher.

Señor Grady, usted fue vigilante aquí, usted cortó a su esposa y a sus hijas en pedacitos y después se voló los sesos.

Qué extraño, señor, no conservo ningún recuerdo de eso.

Siento disentir. Usted es el vigilante. Lo sé. He estado aquí siempre.

Grady advierte a Torrance contra su hijo para que le dé un escarmiento. Lo que está teniendo lugar allí es un rito fantasmático e intemporal: el relevo de la violencia del Overlook pero también el círculo de la violencia filoparental. El padre de Jack abusó de él y ahora es Jack quien va a hacer daño a Dani. Los golpes recibidos por los hijos regresan propinados ya como padres. Y es con esa imagen de una amnesia, de una violencia y de una música (la que hace regresar The Caretaker) espectral, fantasmagórica, terrible y en algún punto borgeana (por laberíntica, por especular, por infinita) con la que me gustaría comenzar el sobrevuelo de Minimosca la última novela del escritor peruano, profesor en el Bowdon College de Maine, Gustavo Faverón.

Qué extraño, señor, no tengo ningún recuerdo de eso. Amnesia, (Ahora todo está olvidado: It’s all forgotten now), espectros, crímenes filoparentales, memoria. Recuerdo que hace años me adentré en la literatura del que tengo por el escritor en lengua castellana más interesante de la actualidad. Lo hice con El anticuario. Una recomendación (no suelo pedirlas) a la entonces librera de un espacio-Melville (y por ende vila-matiano), el Bartleby. La impresión, sugerente y arrebatadora, de haber encontrado un autor muy inteligente, un artista de imágenes a caballo entre lo clásico y lo nuevo, no haría sino acrecentarse. Transcurrió un año y pudimos hablar de su meticuloso ensayo El orden del Aleph justo aquí.

La editorial Candaya se había convertido en una de las más queridas —aunque creo que soy totalmente objetivo si digo que la edición de esta novela con sus moscas y círculos y sus perfiles de estados americanos es una delicia muy delicada— y solo recientemente pude leer Vivir abajo. Me había acercado al paratexto y tenía miedo de que un escritor al que ya admiraba también como persona —y he de confesar que no admiro a muchos— cayera en una suerte de explotation de la tortura sin profundizar en su significado, en su ontología, por así decir, pero esa objeción mía pedante y presuntuosa se deshizo nada más comenzar a leer la historia de los Benet. Desde la primera de sus más de seiscientas páginas reparé en que ésta (la tortura con su arquitectura bajo tierra) se integraba en una apasionante obra de ficción cuyo primer propósito era literario. No era una literatura de denuncia, su objeto no era explotar literariamente la red de torturas de la Operación Cóndor y su vínculo con los matarifes del nazismo, sino construir una arrolladora novela de ficción pura repleta de géneros (thriller, drama, terror) e imágenes muy poderosas. Una estructura muy sofisticada, un tono a la vez oscuro y romántico, un ritmo desconocido. Una obra maestra.

Lo que me habían dicho.

Faverón conocía el significado de la tortura, no me refiero al hecho de haberla padecido, sino de conocer lo que la tortura hace con la gente. Y lo que hace es romperla, quebrar su cuerpo, pero sobre todo romper una suerte de relato interior, cortar, como con las tijeras de George Benet padre (personaje de Vivir abajo) las posibilidades que tenemos los seres humanos de narrar la vida como una historia coherente susceptible de sentido (del sentido que le damos dinámicamente a través de la acción, no de un sentido ya dado metafísicamente). Con el primer golpe se pierde la confianza en el mundo. Eso dejó dicho el torturado Jean Amery.

Intuí (luego lo validé) que este magnífico escritor conocía las Comisiones de la verdad y que se tomaba en serio la advertencia de Theodor Adorno, aquella de que escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie. La poesía, la poética (el modo de hacer) de Faverón es de las que hubiera aprobado el autor de Mínima moralia: literatura tras la catástrofe, tenía algo de las historias de ferales (Kaspar Hauser o Víctor del Aveyron), de los a la vez lánguidos y esperanzados paseos de Werner Herzog de Munich a París; el tono de su obra, literario pero también audiovisual, guardaba la profundidad de la literatura centroeuropea más herida y de los poemas de Celán.

Gustavo Faverón

Nueve moscas sobre terciopelo gris es el título de un giallo de Darío Argento, el director de cuya mano aprendí, a los once años creo, en un cine de reestreno rodeado de solares, la naturaleza artística del séptimo arte. Lo he trucado con Terciopelo azul para que el rótulo de esta entrada sobre Minimosca (Candaya 2024, con maravillosa cubierta de Francesc Fernández) apunte desde el inicio al artista con el que creo que Faverón guarda la más estrecha de las relaciones poéticas. A estas alturas ya se habrán publicado reseñas más ortodoxas, los críticos de escuela habrán escrito lo que se tiene que escribir y si no me equivoco la novela habrá sido incluida entre lo mejor del año, se habrá señalado el eco de Kafka y de Cervantes, la originalidad de un proyecto literario, ese sintagma, así que ese terciopelo azul es la señal de que este abordaje de Minimosca se hace desde otro lado.

Es cierto que en términos exclusivamente literarios Borges sombrea algunos aspectos de la obra de este escritor, pero tengo a Faverón como el primer autor que ha sabido integrar el lenguaje audiovisual, el de la comunicación específica del futuro, en su obra y lo que hay de Lynch y de Kubrick en Faverón me parece aún más visible que nada que tenga que ver con un boom: lo vemos en el amnésico, en el motor narrativo de la historia (la pérdida de la memoria como le sucede a la amnésica protagonista de Mullholland Drive, en realidad una experiencia personal del autor) lo vemos en el claroscuro vital, en la presencia, unas veces explícita otras escondida en figuras elípticas, del paso del tiempo como algo misterioso y terrible, el ruido que hace la vejez al acercarse, quizás; lo vemos en los juegos de luces y sombras, en ciertas posibilidades de una lectura psicoanálitica, en la obsesión del autor por la identidad.

Ahora, las imágenes de El anticuario —clínicas psiquiátricas, Balcanes, problemas de identidad, crímenes en la memoria, inocencia gótica, violencia política, tortura y viejos libros, terror y crueldad estructural— ya se han convertido en reconocibles estilemas temáticos de este autor. Ahora uno aprecia que El anticuario y El orden del Aleph comparten más que sofisticados aspectos de la metaficción de Borges. Es más bien la fascinación por el horror, las bombas atómicas (de nuevo Lynch, ahora Twin Peaks) y la catástrofe como cuestiones que necesitan la ficción para poder comprenderse en su totalidad, o mejor, en su esencia.

Quizás por ello las opiniones sobre el mundo, las intuiciones y las digresiones (a menudo contenidas en diálogos) en las novelas de Faverón (El anticuario, Vivir abajo, ahora Minimosca) son tan interesantes, mientras que el ensayo que dedicó al famoso cuento de Borges se puede leer perfectamente como trepdiante ficción.

En lo que toca al pensamiento, destaco el sabio, el comprometido empeño de Faverón en hacer hablar a los caídos en los márgenes de la historia (y de las historias) al modo de aquel que escribió que el pasado lleva consigo un índice secreto que le remite a la redención. Para el autor de El concepto de historia, (tesis IX) el cuadro de Paul Klee que se llama Angelus Novus –un ángel que parece estar a punto de alejarse de algo a lo que está clavada su mirada. Sus ojos están desencajados, la boca abierta, las alas desplegadas– revela la historia como un continuum de catástrofes sobre catástrofes, lo que a nosotros se nos presenta como una cadena de acontecimientos, él lo ve como una catástrofe que acumula sin cesar ruinas sobre ruinas. Desde el paraíso sopla un viento huracanado que se arremolina en sus alas, tan fuerte, continua Benjamin, que el ángel no puede plegarlas. El huracán le impulsa irresistiblemente hacia el futuro, al que da la espalda, mientras que el cúmulo de ruinas crece hasta el cielo.

Gustavo Faverón

César Vallejo.

Si para Walter Benjamin, eso que nosotros llamamos progreso es un huracán, para Faverón la historia de las catástrofes públicas –el asesinato industrial del nazismo, las guerras mundiales con sus explosiones nucleares, la Shoa, las terribles dictaduras de América Latina, el Perú de Sendero Luminoso o las limpiezas étnicas de los Balcanes– y las hecatombes privadas o personales forman un laberinto helado ¿no terminaba así la polémica adaptación de El resplandor?, una maraña de desdichas que se inician en la unidad de socialización primaria: la familia.

En Minimosca se entretejen historias; principia con la de Arturo Valladares, un boxeador de peso minimosca (menos de 48,988 kg), un muchacho joven que ha migrado a Lima con un trauma de su infancia (el asesinato de sus hermanos por un padre enloquecido) y que encuentra en el boxeo –concebido como el arte de defenderse de los golpes– una forma de protección y una estrategia de vida: tumbar al rival con el susurro. La lucha con el lenguaje –con cierto eco del Bolaño de 2666 y del Vineland de Pynchon– es, como resulta reconocible en Faverón, una originalísima llamada a la literatura. Pronto, el relato explota en muchas direcciones. El átomo se descompone. Cuando un átomo se divide en dos partes libera energía. La ficción (¿la fisión?) se reproduce. Historias que engendran historias.

Concurren en Minimosca personajes femeninos siempre duros y fascinantes (Mónica Buchenwald), hacedores de ficciones como Stephen King y poetas de la altura de César Vallejo. Explotan las posibilidades entrevistas en la multiplicidad o en la subjetividad múltiple de Marcel Duchamp de manera que a veces estamos en una novela polifónica sobre el arte, sobre lo espiritual en el arte. Otras, otras veces, en una historia embarazada como una muchacha violada en un bosque oscuro, una muchacha a la vez frágil y resistente que da a luz otras historias. Si Vivir abajo ya permitía establecer correspondencias entre las sombras de las cárceles de Giovanni Battista Piranesi con los zulos y las sombras y las tristezas y las tinieblas, ahora Minimosca proyecta en super ocho retazos de memoria rota Qué extraño, señor, no tengo ningún recuerdo de eso y apuntes de la écfrasis –representaciones verbales de cuadros, esculturas (Ugolino y sus hijos de Jean-Baptiste Carpeaux) y otras figuras del arte que se desarrolla en el espacio.

Gustavo Faverón

Ugolino y sus hijos de Jean-Baptiste Carpeaux.

Ese caos aparente, ese remolino benjaminiano de castástrofes que uno (el escritor) trata de mostrar y ordenar constituye, a mi juicio, junto a los extensos pasajes enfebrecidos como si estuvieran escritos a vuelapluma, el elemento principal de la estructura formal de Minimosca. Desde la premisa presente en El anticuario y en Vivir abajo de que la literatura o lo literario –librerías de lance, encuentros en bares y prostíbulos, relatos entrelazados, lecturas compartidas, literatura oral en las celdas al modo– explica y ordena el mundo, tal caos presenta –y ese es otro mérito muy personal de su autor– aspectos propios de la comedia (de una comedia de sonrisa no de risa estridente), del horror (del guiño a Stephen King a El clan de los parricidas de Ambrose Bierce, del Kaddish por el hijo no nacido de Imre Kertész o el Tango satánico de László Krasznahorkai a algunas situaciones propias del body horror de David Cronenberg) e incluso de la acción mental propia del neo noir.

Pero ya hay varios motivos para volver a Lynch. A la influencia de Lynch en la descomposición de la historia, en la voladura de la narrativa convencional de Inland Empire. A su influencia  desde una idea de la serie de ficción. Recuerdo que la influyente revista francesa Cahiers du cinéma situó Twin Peaks: The Return como la primera de las mejores películas de la década de 2010 al 2019. E insisto en que de eso hace Faverón algo propio, personal, singular, junto a sus estilemas temáticos preferidos –el nexo amor-horror, la memoria, las historias de casas y vidas junto al cementerio, el nexo poético entre arte y enfermedad, el fantasma metafórico, el paso del tiempo o la vejez, la pérdida, el testigo que pasa de generación a generación, la relación filoparental– encontramos la inteligente forma en que ha asimilado la forma de contar del siglo XXI, la serie de ficción con sus (no sé si infinitas) posibilidades tan caras a Borges: el laberinto, el jardín que se bifurca en episodios de personajes, en precuelas o en spin off.

Y algo de ello (bifurcaciones, ficciones que engendran ficciones, precuelas y spin off) hay también en Minimosca con los omnipresentes proyectores (en sótanos y buhardillas, esos espacios tan caros a la topografía de las casas encantadas) y con el emocionante regreso de la pareja romántica (en todos los sentidos excepto en el sentimentaloide) formada por George Benet Jr. y Raymunda Walsh. También, me aventuro a insinuar, en el magnético episodio de la mosca de la serie de Vince Gilligan, Breaking bad: bottle episode, ampliación del universo narrativo, hijos de hijos de la ficción, generación de nuevos géneros, reproducción.

Gustavo Faverón

Hay en Minimosca un delirio conmovedor y desolado propio del Underground (1995) de Emir Kusturica, con sus explosiones de violencia, sus alegorías y sus personajes encantadores y sus narradores febriles (Diekenborn y Angus White) siempre a punto del desahucio; hay enajenación, una locura productiva en la línea cervantina, quijotesca, pero también académica al modo de El licenciado Vidriera. Hay también, aunque eso daría para otro artículo más especial, una profunda relación con lo que desde hace unos años empezamos a rotular como metamodernidad y luego vimos que la palabra metamodernidad había sido utilizada ya por Timotheus Vermeulen y Robin van den Akker y recientemente (y mucho mejor, por cierto en El fin de la teoría de Jason Ananda Josephson Storm): se advierte en las motivaciones morales de sus personajes, en la primacía de la re-construcción frente a la de-construcción, en flashes muy lúcidos sobre la justicia, en el universalismo (más allá de la conexión América-Europa), en su lirismo, en la salida de lo íntimo hacia lo comunitario, en su respeto a la verdad –el único consuelo de las madres de los desaparecidos y el objeto de las Comisiones de episodios traumáticos a nivel nacional– en la sensibilidad moderna hacia la amistad, la camaradería, esa que en el pesimista diagnóstico de Mark Fisher caía del lado de la fantasmagoría social.

Como si Travis (Harry Dean Stanton), el personaje de Paris Texas, nunca hubiera regresado a casa, como si hubiese seguido el camino del desierto hasta Bluff, el solitario pueblo en el condado de San Juan en el estado estadounidense de Utah, la última novela de Gustavo Faverón tiene tanto de desesperada melancolía como de hipnótica redención.

Gustavo Faverón

Virtuosismo técnico, surrealismo y paradojas, herejías y desdoblamiento (Doppelgänger), gramática onírica y fantasmas, especulaciones y dioramas, máscaras y pájaros, juegos con jugadores del lenguaje (con Jaime Sáenz con Allen Ginsberg), parricidios, filicidios y terror (ficción muy pura); prometedores tráileres de películas que nunca estrenarán, jóvenes heridos, vagabundos avejentados, memoria poca fiable, moscas de Cronenberg, de Monterroso (la mosca como tema) y de Breaking Bad; delirios muy lúcidos, derrota, palíndromos (Acso Minim), guiños filosóficos a Benjamin y Adorno, intuiciones penetrantes, poderosísimas imágenes que se quedarán grabadas en la mente del lector, humor, metaficción y ecos de Burton, Minimosca (si suena a hipérbole soy muy consciente de ello, pero lo creo sinceramente así) es la mejor novela de 2024 y el tándem que forma con Vivir abajo se me antoja como una de las obras culturales más inspiradoras de lo que llevamos de siglo.

Hermosos: paisajes y escenarios, resistentes y personajes en busca de redención.

Malditas: torturas.

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