Madre, la última película de Rodrigo Sorogoyen, estrenada en el pasado Festival de Venecia, donde su protagonista Marta Nieto fue premiada como mejor actriz de la sección Orizzonti, siguió su periplo en los de San Sebastián, Sevilla, Montpellier y Haifa, y también se proyectó en una sesión especial en el 60th Thessaloniki Film Festival.
Nacida del corto del mismo nombre (2017), nominado al Oscar —que podéis ver en este enlace—, rodado tras las espléndidas Stockholm (2013) y Que Dios nos perdone (2016), lo incluye como prólogo literalmente, tras la celebrada El reino. Madre supone un viraje estilístico y temático hacia la intimidad, en la dirección de su alabado debut. Introduciendo la narración con el ya famoso plano secuencia donde asistimos a la angustia superlativa de una madre impotente en su apartamento de Madrid, ante el relato de su hijo de seis hijos, que solo en una playa francesa le pide ayuda antes de quedarse sin batería, la historia se expande en un salto temporal de diez años. Entonces, trabajando como camarera en un bar en la misma playa donde desapareció el pequeño, paseando solitaria en sus descansos y marchando al final de la jornada al minúsculo estudio en el que vive, reencontramos a Elena.
Su figura extremadamente delgada, con el pelo recogido, la suavidad de sus movimientos, su forma de hablar y la calma que parecen envolverla la han convertido en un personaje conocido en la pequeña población vacacional e incluso le han valido el apodo de la Loca de la playa. Ese ritmo pendular elegante que acompaña a Elena en sus desplazamientos a pie por la arena, entre las mesas del bar o en sus regresos a casa, casi convertida en una sombra, acompasan por completo el filme, que está rodado con elegancia y morosidad, fotografiado por Álex de Pablo, quien opta en muchas ocasiones por el gran angular. Sorogoyen domina magistralmente la narración, ya sea de un thriller o de un relato íntimo, sus cadencias, crescendos y finales demuestran una personalidad creativa capaz de convertir cualquier tipo de historia en un relato hipnótico que desearíamos infinito.
De esta manera, a lo largo de dos horas, el director desgrana información con morosidad, nos da la oportunidad de reconocer a la Elena que diez años más tarde todavía se está reconstruyendo, para que nos acostumbremos a la persona en que se ha convertido y especulemos, si ese es nuestro deseo, sobre el destino del pequeño Iván. Precisamente, no es la intriga sobre el final de la historia del niño el meollo del filme, ni siquiera su tema. En una aproximación argumental similar a la extraordinaria serie de Damon Lindelof y Tom Perrotta, The Leftovers (HBO), no se trata de los que se han ido, sino del destino de quienes se han quedado y las emociones con las que deben lidiar, la ausencia, el dolor, la ansiedad, la culpabilidad, mientras luchan por seguir adelante y en este sentido, se sitúa el encuentro con el padre de Iván, indicando que la herida y el rencor siguen vivos, así como la llamada final que nos sirve para reconocer la curación.
La interpretación de Marta Nieto absorbe el filme, su triste sonrisa siempre dispuesta, su dejarse hacer y su repentina asertividad al actuar más allá de las convenciones sin ningún temor, son los rasgos de una superviviente que ya no teme a nada, porque sabe que su herida la convirtió en inmortal. En las relaciones con su entorno, ya sea con su pareja (Àlex Brendemühl), amigos o compañeros de trabajo actúa como una sombra, esa actuación tan física revela que todo lo que puede ofrecer es lo que se ve, lo que está ahí, su cuerpo que camina, que baila, que duerme exhausto… Sin embargo, a partir del encuentro con un adolescente de la misma edad que tendría su hijo todo cambia y reencuentra la fuerza interior que la vuelve a revivir.
La atracción hacia el joven Jean (es el mismo nombre que Iván) se convertirá en una obsesión mutua, que nos dejará imaginando si se tratará de un reencuentro madre-hijo o de un crush romántico. Tal como pueden pensar los espectadores, la gente que los rodea en la pequeña urbanización de playa, sobre todo los padres de Jean intentarán encasillar esas emociones, temerosos de tener que enfrentarse a una relación inapropiada. Por contra, la unión se refuerza, la conexión entre dos personas que podrían ser madre e hijo es cándida, hermosa y digna de ser vivida, más allá de la etiqueta. ¿Jean podría ser el hijo de Marta y por eso ella está tan fascinada? ¿La atracción nace de un atractivo sexual?. La ambigüedad y el pulso para mantenerla con honestidad, dejando que cada uno vea lo que desea ver, es un logro audaz y valiente en la descripción del dolor ante la pérdida, del duelo, pero sobre todo del amor sin códigos de barras que le pongan un precio o le den un valor.
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